Robert se volvió hacia mí con una sonrisa, como si hubiese sabido que estaba allí e incluso quién era.
—¿Te ha ido bien la tarde?
—Muy bien —respondí. Su actitud relajada me hizo pensar que sería una estupidez preguntarle por qué había incluido dos figuras ficticias en la escena veraniega que teníamos delante. Era famoso por sus alusiones al siglo XIX y tenía todo el derecho del mundo a meter lo que le diese la gana en una clase de paisajismo, para eso se llamaba Robert Oliver. Deseé que alguien más se lo preguntase.
Entonces deseé algo distinto: llegarlo a conocer algún día lo bastante bien para preguntarle cualquier cosa. Me lanzó una mirada con la expresión cordial y distante que yo recordaba de la universidad; tenía un rostro enigmático y codificado. Por la abertura de su camisa sobre el pecho vi hebras plateadas en su oscuro pelo. Quise alargar la mano y tocar aquellos pelos, para ver si con la edad se habían vuelto más suaves o más ásperos, ¿cuál de las dos cosas? Se había arremangado la camisa hasta los codos. Ahora estaba en esa postura imponente tan suya, con los brazos cruzados, las manos envolviendo sus codos desnudos y las piernas bien plantadas en el suelo para contrarrestar la inclinación de la pendiente.
—La vista es sensacional —comentó afablemente—. Supongo que deberíamos irnos ya a cenar. —Era sensacional, podría haber señalado yo, pero no incluía ninguna figura de vestido largo bordeando la marea. Habría sido imposible dar con otra orilla tan increíblemente desierta, con otro paisaje sin gente, ¿no había sido ése el tema central del ejercicio?
1879
A últimos de marzo, su cuadro de la doncella de cabellos dorados es aceptado en el Salón con el seudónimo de Marie Rivière. Olivier va a darles la noticia en persona. Él, Yves y papá, beben a su salud de sus mejores copas de cristal sentados a la mesa de comedor mientras ella reprime la sonrisa de sus labios. Intenta no mirar a Olivier y lo consigue; ya se va acostumbrando a ver a todos sus amores juntos alrededor de una mesa. Esa noche la felicidad le impide conciliar el sueño, es un gozo complejo que parece arrebatarle parte de la euforia inicial producida por el cuadro. En su siguiente carta, Olivier le dice que es una reacción natural. Le comenta que debe de sentirse tan vulnerable como exultante, y que simplemente tiene que seguir pintando, como cualquier artista.
Ella empieza un nuevo lienzo, éste de los cisnes del Bois de Boulogne; Yves saca tiempo para acompañarla los sábados, a fin de que no tenga que pasear o pintar sola en ningún momento. En cambio, a veces es Olivier el que va con ella y le ayuda a mezclar colores, y en cierta ocasión la pinta sentada en un banco cerca del agua, un pequeño retrato de ella desde el encaje del cuello hasta la parte superior de su sombrero, que ha sido echado hacia atrás para mostrar sus grandes ojos. Él asegura que es el mejor retrato de su carrera. Al dorso escribe con audaces pinceladas: Retrato de Béatrice de Clerval, 1879, y firma en una esquina.
Una noche en que Olivier no está allí, Gilbert y Armand Thomas van otra vez a cenar. Gilbert, el hermano mayor, es un hombre atractivo de estudiados movimientos, una compañía grata para un cuarto de estar. Armand es más reservado, viste con tanta elegancia como Gilbert, pero muestra cierta tendencia a la apatía. Se complementan el uno al otro, Armand realza la intensidad de Gilbert, y Gilbert hace que el silencio de Armand parezca refinado en lugar de tedioso. Gilbert tiene un acceso especial a las obras seleccionadas por el jurado del Salón y ahora expuestas; cuando los demás invitados se han ido y se quedan ellos cuatro en la sala, afirma que ha visto el trabajo que ha presentado Olivier Vignot, del joven debajo del árbol, así como la misteriosa obra que monsieur Vignot ha presentado en nombre de una artista desconocida, una tal madame o mademoiselle Rivière. Es curioso que el cuadro le recuerde algo; y también un fastidio que Vignot se niegue a revelar la identidad de madame Rivière, porque seguramente no es su nombre real.
Gilbert se dirige a Yves mientras habla, luego a Béatrice. Su alargada y hermosa cabeza se inclina hacia un lado cuando les pregunta si conocen a esta pintora; quizá joven y tímida. ¡Qué valiente ha sido esta mujer anónima enviando una obra al Salón! Yves niega con la cabeza y Béatrice aparta la vista; a Yves nunca se le ha dado bien disimular. Gilbert añade que es una pena que ninguno de los dos tenga más información, y que monsieur Vignot se muestre tan hermético. Siempre ha creído que Olivier Vignot no es lo que parece a simple vista; tiene una larga historia a sus espaldas…, como pintor. Como siempre, la habitación es acogedora, los muebles han sido retapizados con colores nuevos, están los enormes morillos de papá, la luz del fuego y las delicadas velas que iluminan el cuadro que Béatrice ha pintado de su jardín, enmarcado en oro al otro lado de la sala. Gilbert habla en tono ponderado, sus modales son respetuosos y refinados; lanza una mirada al cuadro y luego hacia ella, y se estira los perfectos puños de su camisa. Por primera vez desde que le dio permiso a Olivier para que presentara su obra, Béatrice se asusta. Pero habiendo sido aceptado el cuadro, ¿en qué sentido podría realmente perjudicarle a Gilbert Thomas descubrir su identidad?
Parece que Gilbert vaya a expresar algo de mayor calado y ahora ella se inquieta de verdad. Quizá se trate de un halago, de una sutil indirecta acerca de que quizá podría vender sus obras, si es que ella está dispuesta a seguirle el juego. Es posible que esté dispuesta a eso, pero no a preguntarle qué quiere decir. De igual modo que ha percibido la bondad de Olivier, su idealismo, desde la primera noche que se vieron junto a este fuego, intuye que hay algo en Gilbert Thomas que no encaja, algo impreciso y cruel que rechina en su interior. Desea que se vaya, pero no acierta a explicarse por qué. A Yves le parece ingenioso; le ha comprado un cuadro, una imagen preciosa de Degas (pintor considerablemente radical), una pequeña bailarina que está de pie con las manos apoyadas en las caderas mientras observa a sus compañeras de baile trabajando en la barra. Béatrice lleva la conversación hacia dicha adquisición, y Gilbert, al que Armand secunda, le contesta con entusiasmo que Degas será uno de los grandes, están convencidos de ello, que ya ha sido una buena inversión.
Béatrice se siente aliviada cuando se marchan, Gilbert le besa y le aprieta la mano y le pide a Yves que le dé recuerdos a su tío de parte de los dos.
Mary
Me gustaría poder decir que Robert Oliver y yo fuimos buenos amigos desde aquel momento, que a partir de entonces fue mi mentor y sabio consejero, y defensor acérrimo de mis obras, que me ayudó en mi carrera y yo, a mi vez, admiré la suya, y que todo siguió su curso hasta que falleció a los ochenta y tres años, dejándome en el testamento dos de sus cuadros. Pero nada de esto fue así. Robert sigue evidentemente vivo y toda nuestra extraña historia final concluyó y pasó a formar parte del pasado. Ignoro cuánto recordará él ahora de la historia; si tuviera que adivinarlo, diría que no toda, tampoco nada, sino algo. Supongo que recuerda algunas cosas de mí, otras de los dos juntos, y que se desprendió del resto como le ocurre al humus cuando hay una riada. Si él hubiera recordado todo y lo hubiera absorbido por sus poros, como hice yo, no le estaría explicando todo esto a su psiquiatra, ni a ninguno otro, y él quizá no estaría loco. ¿Es ésa la palabra, loco? Ya estaba loco antes, en el sentido de que no era como los demás, y por eso lo amaba.
La noche de nuestra primera clase de paisajismo al aire libre me senté al lado de Robert durante la cena y, naturalmente, Frank se sentó a mi lado con su desabotonada camisa. Me entraron ganas de decirle que se la abrochara de una vez. Robert estuvo un buen rato hablando con un miembro del profesorado, que tenía a su otro lado, una mujer de setenta y tantos años, una grande dame del arte encontrado, pero de vez en cuando miraba a su alrededor y me sonreía, en general distraídamente y en cierta ocasión con una franqueza que me asustó, hasta que me di cuenta de que se la dedicaba a Frank por igual; al parecer, el tratamiento que Frank le había dado al agua y al horizonte le había gustado más que el mío. Si Frank creía que me iba a dejar en ridículo delante de Robert, estaba completamente equivocado, me prometí a mí misma mientras escuchaba a Frank, que acaparó la práctica totalidad de la atención de Robert en mis narices. Cuando Frank hubo terminado su largo pavoneo en forma de preguntas técnicas, Robert volvió a dirigirse a mí; al fin y al cabo, me tenía justo pegada a su mandíbula. Me dio un golpecito en el hombro:
—Estás muy callada —me dijo sonriente.
—Frank hace mucho ruido —repuse en voz baja. Mi intención había sido decirlo más alto, a modo de pequeña reprimenda para Frank, pero me salió en voz baja y áspera, como si fuese únicamente dirigido al oído de Robert Oliver. Bajó los ojos para mirarme; como he dicho, Robert tiene que bajar la vista para mirar a casi todo el mundo. Siento recurrir a este tópico, pero nuestras miradas se encontraron. Nuestras miradas se encontraron y lo hicieron por primera vez en nuestra relación, que a fin de cuentas había sufrido una interrupción de muchos años.
—Está sólo empezando su carrera —comentó, lo cual me hizo sentir un poco mejor—. ¿Por qué no me cuentas qué tal te van las cosas? ¿Estudiaste Bellas Artes?
—Sí —contesté. Tuve que inclinarme mucho hacia él para que pudiera oírme; en el orificio de su oreja había pelos finos y negros.
—Lo siento por ti —repuso a su vez en voz más alta pero suave.
—No fue tan horrible —admití—. En el fondo disfruté.
Robert se giró, con lo que pude verlo otra vez de frente. Sentí que era peligroso para mí verlo así, que él era mucho más vital de lo que debería ser una persona. Se estaba riendo, tenía una dentadura grande y de buen aspecto, pero amarillenta; propia de la madurez. Era maravilloso que no pareciera preocuparle nada o incluso saber que sus dientes eran amarillos. Frank se blanquería los suyos un par de veces al mes antes de los treinta. El mundo estaba lleno de Franks, cuando debería estar lleno de Roberts Oliver.
—Yo también disfruté en parte —me dijo él—. Me dio un motivo de enfado.
Me atreví a encogerme de hombros.
—¿Por qué iba el arte a hacer enfadar a nadie? A mí me trae sin cuidado lo que hagan los demás.
Lo estaba imitando, imitaba su propia indiferencia, pero por lo visto le pareció insólito, porque frunció las cejas.
—Quizá tengas razón. En cualquier caso, esa etapa se supera, ¿verdad? —Estaba compartiendo su experiencia conmigo, no era una pregunta real.
—Sí —contesté, atreviéndome a mirarlo de nuevo a los ojos. Después de hacerlo un par de veces, no me resultó difícil.
—Tú lo has superado joven —me dijo tranquilamente.
—No soy tan joven. —No había sido su intención parecer hostil, pero me miró más detenidamente aún. Sus ojos se perdieron por mi cuello, recorrieron mis pechos… hicieron el habitual repaso masculino ante la presencia femenina, automático, animal. Lamenté que hubiese mostrado esa mirada, era impersonal. Hizo que me preguntara por su mujer. Ahora, como en Barnett, Robert llevaba su ancho anillo de oro puesto, de modo que tuve que presumir que seguía estando casado. Sin embargo, cuando volvió a hablar su rostro era tierno—. Tu cuadro es enormemente interpretativo.
Entonces se volvió, por alguna razón se puso a debatir con las otras personas que nos rodeaban y habló con la mesa en general, por lo que no averigüé, como mínimo entonces, a qué clase de interpretación se había referido. Me concentré en mi comida; de cualquier forma, con todo ese ruido no podía oír nada. Tras un rato así, Robert volvió a dirigirse a mí, y de nuevo se produjo esa tranquilidad entre nosotros, esa espera.
—¿A qué te dedicas ahora?
Decidí decirle la verdad.
—Bueno, tengo dos trabajos tediosos en Washington. Y cada tres meses me voy a Filadelfia a ver a mi achacosa madre. Por las noches pinto.
—Pintas por las noches —repitió él—. ¿Has pedido hacer ya alguna exposición?
—No sola, ni conjuntamente siquiera —contesté despacio—. Supongo que podría haberme movido más para que me dieran una oportunidad; no sé, en la facultad quizá, pero las clases me mantienen tan ocupada que no puedo pensar con claridad al respecto. O tal vez no me sienta del todo preparada. Seguiré pintando siempre que pueda y ya está.
—Deberías exponer. Pintando como pintas, alguna manera habrá de conseguirlo.
Me hubiera gustado que explicara mejor ese «como pintas», pero a caballo regalado, no le mires el dentado, sobre todo teniendo en cuenta que ya había calificado mi único paisaje de «interpretativo». Dije para mis adentros que no me tragaría nada, aunque desde hacía años sabía que Robert Oliver no halagaba en vano, y supe instintivamente que, aun cuando me hubiese repasado con los ojos, un acto reflejo, no recurriría al halago para conseguir nada de mí. Era sencillamente demasiado fiel a la verdad artística; podías verlo en cada arruga de su cara y hombros, oírlo en su voz. Más tarde comprendí que ese halago o rechazo sin rodeos era lo más fiable de él; era impersonal, igual que su mirada al recorrer mi cuerpo. Había cierta frialdad en él, una mirada fría debajo de su piel de color cálido y su sonrisa, una cualidad que me inspiraba confianza porque yo misma confiaba en ella. Podía valerse de un simple encogimiento de hombros para rechazarte o para ignorar tu trabajo si no creía que fuese bueno. Lo hacía sin esfuerzo, sin verse en el dilema de tener que hacer concesiones por razones personales. Valoraba la pintura y los cuadros sin ambages, los propios o los ajenos, no lo convertía en algo personal.
De postre había cuencos de fresones frescos. Me levanté a buscar una taza de té negro con crema de leche, que sabía que me mantendría despierta, aunque de cualquier forma estaba demasiado emocionada por toda la situación como para pensar en dormir. Tal vez pudiese pintar hasta tarde. Había estudios abiertos toda la noche, que no estaban demasiado lejos de los establos donde dormíamos; garajes que antaño habían probablemente albergado los primeros Ford Modelo T de la finca y que ahora estaban equipados con grandes tragaluces. Podía quedarme ahí a pintar, a realizar quizás unas cuantas versiones más de ese paisaje partiendo de la primera inacabada. Y después, descaradamente, podría decirle a Robert Oliver en el desayuno o en nuestra próxima ladera: «Estoy un poco cansada, ¡es que estuve pintando hasta las tres de la madrugada!» O quizás él saldría a pasear por la noche y pasaría por delante, y me vería por la ventana del garaje pintando con ahínco; entraría tranquilamente, me daría un golpecito en el hombro con una sonrisa y me diría que el cuadro era muy «interpretativo». Eso era cuanto yo quería: su atención, fugaz y casi inocentemente, pero no del todo.