1879
Ella se va al ropero y elige uno de los dos vestidos de día, azul o marrón suave, decidiéndose al fin por el marrón, unas medias tupidas que le abriguen y unos zapatos resistentes. Se recoge el pelo con horquillas y coge su larga capa, su sombrero forrado de seda carmesí y sus viejos guantes. Él la está esperando en la calle. Ella le sonríe sin reservas, feliz de verlo alegre. Quizá nada importe, salvo esta extraña dicha que se proporcionan mutuamente. Él lleva sus dos caballetes, y ella insiste en cargar con las bolsas. La de Olivier es una
musette de chasse
de cuero estropeado que tiene desde los veintiocho años; es una de las muchas cosas que sabe ahora de él.
Al llegar a la orilla dejan sus equipos perfectamente amontonados junto al malecón y se van a dar un corto paseo sin necesidad de ponerse de acuerdo. Hoy hace mucho viento, pero es más cálido, huele a hierba; hay amapolas y margaritas en abundancia. Ella le coge de la mano cada vez que necesita ayuda para salvar un lugar escarpado del camino. Ascienden por los riscos del este hasta una meseta a cierta altura sobre el Canal, desde donde pueden ver la playa, y los arcos y columnas, más espectaculares, que hay al otro lado. Ella tiene vértigo y no se asoma al borde, pero él echa un vistazo y le comenta que hoy la espuma de las olas salpica con fuerza, mojando el acantilado de abajo; que es sensacional.
Están completamente solos, el panorama es tan maravilloso que ella tiene la sensación de que nada más importa, y menos aún algo tan insignificante como ellos dos; incluso su deseo de tener hijos, esa espina que ella lleva clavada dentro, carece momentáneamente de importancia. No recuerda qué forma tiene la culpa ni a qué sabe. La proximidad de él es el alivio de ella, una pequeña pincelada humana en un paisaje sublime. Cuando él se acerca de nuevo, ella se apoya en él. Él le estrecha los hombros, acurrucándolos contra la parte delantera de la chaqueta que usa para pintar, rodeándola con los brazos como para apartarla del borde del acantilado. Ella está rebosante de puro alivio, luego de placer y más tarde de deseo. El viento los sacude con fuerza. Él le besa un lado del cuello por debajo del sombrero, el borde de su pelo recogido con horquillas; tal vez porque no puede verlo, ella olvida calcular la diferencia de edad que los separa.
Así podría ser con las luces apagadas, los dos juntos sin ninguna barrera, la oscuridad ocultando sus diferencias. La idea hace que el ardor palpite por su cuerpo hacia la roca que hay bajo sus pies. Él debe de notarlo, porque la estrecha contra sí. Ella es consciente de lo abultada que es su falda, del volumen de las enaguas, siente lo que él debe de sentir y, en medio de eso, la extraña sensación de pertenecerse el uno al otro, al mar y al horizonte, su fuerte abrazo en la inmensidad. Permanecen así durante tanto rato que ella pierde la noción del paso de su propia vida. Cuando el viento empieza a ser frío, regresan hacia la playa sin hablar y montan sus caballetes.
Marlow
Las calles de Acapulco se me antojaron de ensueño; únicamente me costaba creer que en mis cincuenta y dos años de vida jamás hubiese bajado al sur de la frontera. La larga carretera con calzadas separadas que va hasta la ciudad me sonaba de las películas, con su mezcla de hormigón y acero en obras, las ruinosas casas de dos pisos decoradas con buganvillas y recambios de automóvil oxidados, los pequeños restaurantes de colores vistosos y las inmensas palmeras datileras, también de aspecto oxidado, agitadas por el viento. El taxista nos habló en un inglés entrecortado, señalando el casco antiguo de la ciudad, adonde iríamos mañana para mi cita con Caillet.
Había reservado una habitación en un hotel turístico que John Garcia me había dicho que era el mejor lugar del mundo para una luna de miel; él se había alojado allí durante la suya. Me había dicho esto sin bromear, sin humor, sin curiosidad en su voz cuando le había telefoneado para pedirle su consejo y le había dicho que me había enamorado. Naturalmente, no le expliqué quién era ella; eso tendría que llegar más adelante, con explicaciones. «¡Qué buenas noticias, Andrew!», fue todo lo que dijo; entre líneas oí probables conversaciones pasadas con su mujer: «Los años no pasan en balde, ¿encontrará algún día a alguien el pobre Marlow?» Y detrás de eso la satisfacción de los que llevan mucho tiempo casados, de los que aún están casados. Pero John no había dicho nada más, tan sólo me dio el nombre del hotel, La Reina. Le di las gracias silenciosamente mientras observaba a Mary entrando en el vestíbulo, cada una de cuyas caras estaba abierta a un montón de palmeras, al océano más allá de éstas y al viento cálido que lo peinaba. El viento tenía un olor suave y tropical, e imposible de identificar para mí, como el de cierta clase de fruta madura que yo no había comido nunca. Mary se había quitado su largo jersey de monja y estaba ahí con su fina blusa, su falda en la que se enredaba la brisa, su cabeza echada hacia atrás para mirar hacia el techo del enorme patio, las hileras piramidales de balcones cubiertos de enredaderas.
—Se parece a los Jardines Colgantes de Babilonia —dijo ella, mirándome de reojo. Me entraron ganas de acercarme por detrás, rodearle tranquilamente la cintura con los brazos y estrecharla contra mí, pero intuí que no le gustaría que me tomase semejantes confianzas en un lugar nuevo, un lugar curioso donde estábamos solos entre desconocidos; por el contrario, levanté la vista hacia la claraboya como ella. A continuación fuimos hasta el largo mostrador de mármol negro de la recepción y nos dieron dos llaves para una habitación (tras un fugaz titubeo durante el cual ella pareció comprender y luego aceptar que yo le hubiese tomado la palabra). Subimos en ascensor juntos y en silencio. Era de cristal, y el patio se alejó deprisa de nuestros pies hasta que llegamos casi hasta el techo. Pensé, no por última vez, lo improcedente que era alojarse en este tipo de hotel en un país tan desesperadamente pobre que millones de sus habitantes aporreaban las puertas de nuestra nación con la esperanza de encontrar un salario digno. Pero no lo hacía por mí, dije para mis adentros; lo hacía por Mary, quien por las noches bajaba la calefacción de su apartamento a doce grados para disminuir la factura del gas.
Nuestra habitación era amplia, sencilla y decorada con elegancia: Mary se puso a curiosear, tocando la lámpara de mármol translúcido y el estuco suave de las paredes. La cama (de la que aparté la vista) era ancha y tenía una colcha de lino beige. Nuestra única gran ventana daba a otros balcones con enredaderas similares y sillas negras de madera, y al vertiginoso pozo del patio central de abajo. Me pregunté si debería haber cogido una habitación con vistas al océano pese al coste adicional (¿había sido un tacaño, teniendo en cuenta los gastos que ya había tenido?) Mary se giró hacia mí, sonriente, insegura, abochornada; supuse que no quería que pareciese que me estaba dando las gracias por rodearla de todos estos lujos, pero que, sin embargo, quería decir algo.
—¿Te gusta? —le pregunté para ser yo y no ella quien metiese la pata.
Mary se rió.
—Sí. No hay quien te aguante, pero me encanta. Tengo la sensación de que descansaré bien aquí.
—Me aseguraré de ello. —La rodeé con los brazos y la besé en la frente, y ella me besó en la boca, y acto seguido se apartó de mí y se ocupó en su equipaje. No volvimos a tocarnos hasta que fuimos dando un paseo hasta la playa, donde Mary me cogió de la mano con los zapatos en su otra mano, y caminamos por la marea entrante. El agua estaba increíblemente caliente, como el té que se deja en una tetera. Unas impresionantes palmeras bordeaban la playa, repleta de pequeñas cabañas con techos de paja y gente que hablaba en inglés y en español, que tenía la radio puesta y corría tras sus bronceados hijos. El sol lo salpicaba todo, el regocijo era infinito. Yo no había caminado por la orilla del mar desde hacía años (puede que seis o siete, pensé repentinamente horrorizado) y no había visto el océano Pacífico desde que tenía veintidós. Mary se recogió un poco la falda de tal modo que sus delgadas rodillas y largas espinillas resplandecieron desnudas en el agua, y se arremangó la blusa. Noté cómo temblaba junto a mí por el viento, o quizá simplemente vibrase con él.
—¿Quieres venir conmigo mañana? —le pregunté en voz muy alta debido al tremendo ruido de las olas.
—¿A ver a… cómo se llama? ¿Caillet? —Mary vadeó una lengua de marea—. ¿Tu quieres que vaya?
—Sí, a menos que prefieras quedarte a pintar.
—Puedo pintar el resto del tiempo —dijo ella con sensatez.
De vuelta hacia los jardines del hotel, vi que el acceso a la playa estaba patrullado por un guardia que llevaba un fusil M16 colgado sobre el uniforme.
Comimos en la terraza que había frente al vestíbulo. Mary se levantó un par de veces para ver la laguna y la cascada artificiales de fuera, donde había un par de flamencos vivos caminando (¿serían propiedad del hotel?, ¿salvajes?) Bebimos tequila en vasos pequeños de cristal grueso y los levantamos para brindar pero sin decir nada, brindando únicamente por estar allí los dos. Comimos cebiche, guacamole, tortillas... y el sabor de la lima y el cilantro permaneció en mi boca como una promesa. Esta sensación producida por el viento cálido, el susurro de las palmeras y el resuello del Pacífico no me resultaba completamente desconocida; procedía de los conceptos de jungla y océano que había tenido en mi infancia, de La isla del tesoro y Peter Pan; sí, se suponía que era eso lo que tenían que evocar estos centros turísticos, una versión mágica e inocua del trópico. Y el lugar también evocaba en mí algo más, la sensación, por ejemplo, de un largo viaje, como el de mi libro favorito,
Lord Jim
, y el aroma del Lejano Oriente y el Lejano Oeste. «El señor Kurtz; muerto», pero ¿no era ése el epígrafe de un capítulo de otra novela de Conrad, El corazón de las tinieblas? Fue una cita que T.S.Eliot utilizó para el comienzo de uno de sus poemas; evocaba en mí también a un Gauguin saliendo de una cabaña después de mantener relaciones sexuales para reanudar su pintura, un ciclo anual homogéneo porque por el clima y el calor nadie tenía que llevar mucha ropa.
—Tendremos que salir hacia casa de Caillet hacia las nueve —dije para desviar mi atención de la primera oleada de endulzamiento que me produjo el tequila en la cabeza y del perfil de Mary mientras se ponía detrás de la oreja un mechón de pelo—. Me pidió que fuéramos por la mañana antes de que empiece a hacer calor. Vive en el casco antiguo de la ciudad, en la bahía. Ver esa casa, sea como sea, será toda una aventura.
—¿Él pinta?
—Sí… es crítico y coleccionista, pero por la entrevista suya que leí, creo que por encima de todo es pintor.
Cuando regresamos a nuestra habitación, la sensación de alivio por estar en un lugar nuevo y la fatiga tras nuestro aterrizaje matutino se apoderaron de mí. Yo había vislumbrado a Mary tumbada a mi lado en la cama y durmiendo conmigo, y nuestro cohibimiento reduciéndose gradualmente entre nosotros, pero ella cogió su caballete y su bolsa.
—No te vayas lejos —dije muy a mi pesar al recordar al guardia de la playa. Pero lamenté mis palabras; no es que tuviese la sensación de que ella era joven y no me entendería, sino de que yo era mayor y podía parecer que le estaba mandando o reprendiendo.
Pero Mary no se alteró.
—Lo sé. Me instalaré en el jardín que hay junto al vestíbulo. Mirando a la playa, en el lado derecho. Por si necesitas localizarme. —Su dulzura me sorprendió y cuando me tumbé en la cama (ni siquiera me vi capaz de quitarme la camisa, estando ella ahí), Mary se inclinó y me besó como nos habíamos besado aquella tarde sobre mi manta de picnic, con todo el deseo acumulado y previamente reprimido. Reaccioné con pasión, pero echado sin moverme, dispuesto a dejarla salir de la habitación, puesto que eso quería ella. Al llegar a la puerta se volvió y me sonrió de nuevo; relajada, cariñosa, como si se sintiera a salvo conmigo.
Entonces desapareció. Me sumí en un sueño de un laberinto de árboles y luz solar, un oleaje que palpitaba en algún punto más allá de mis párpados. La luz era mortecina cuando sonó el despertador; por unos momentos pensé que había faltado a una cita, probablemente con Robert Oliver, y me incorporé aterrorizado. Se me encogió el corazón, pero no… Robert Oliver estaba vivo y, que yo supiese, relativamente bien, y en Goldengrove tenían el número de teléfono del hotel. Me acerqué a la ventana y descorrí las pesadas cortinas, luego los visillos, y vi a gente andando abajo de todo en el vestíbulo, donde habían sido encendidas unas cuantas lámparas.
Otro horror: ¿dónde estaba Mary? Nada más había dormido dos horas, pero pensé que la había dejado sola por ahí demasiado rato; di con mis chancletas y me las puse. En los jardines, las frondas de las palmeras se movían y agitaban estrepitosamente, se había levantado un viento que mugía desde el océano, ahora con demasiada fuerza como para no ser un tanto amenazante, y las olas rompían con furia cerca del hotel. Mary estaba exactamente donde había asegurado que estaría, retocando el lienzo, retrocediendo para contemplarlo, deteniendo el movimiento del pincel durante un instante. Estaba de pie con el peso del cuerpo sobre una cadera, luego cambió tranquilamente el peso al otro lado, pero percibí en ella esa clase de prisa que sientes cuando estás acabando una sesión de paisajismo y empiezas a perder la luz; la aceleración, el modo en que la sombra se aproxima cada vez más rápido hacia ti, el deseo de hacer retroceder el tiempo o de ahuyentar de tu lienzo esa sombra que se acerca sigilosa.
Al cabo de un instante reparó en mí y se volvió.
—Ya no hay luz.
Me puse tras ella.
—Es extraordinario. —Lo dije en serio. Su paisaje de colores suaves y ásperos (el azul del mar tenía ya en su superficie el brillo incoloro de la noche) era un auténtico logro, pero a su vez vi algo patético en él. Desconozco qué es lo que en ocasiones confiere patetismo a un paisaje, pero esos son los lienzos delante de los cuales te quedas más rato, sea cual sea su técnica. Mary había captado el último latido de un día perfecto, perfecto porque se estaba acabando. No supe cómo decirle todo esto o si querría que le dijera nada más, así que me quedé callado y observé su perfil mientras ella examinaba su obra.
—No está nada mal —comentó Mary al fin, y empezó a limpiar la paleta con una espátula, rascando las virutas sobre una pequeña caja. Sostuve el lienzo húmedo mientras ella cerraba el caballete y recogía todo.