—Ha sido encantador. —Me rodeó lentamente con los brazos y me chocó que empleara una palabra tan femenina. Me abrazó unos instantes y me besó en la mejilla, y yo tuve la precaución de no moverme; a fin de cuentas, tenía que memorizarlo.
—Así es. —Entonces me liberé de él y abrí la puerta de mi furgoneta.
—Espera… aquí tienes mi dirección y número de teléfono. Si vienes por el sur, llámame.
«Y un cuerno.» Yo no llevaba encima ninguna tarjeta de visita, pero encontré un trozo de papel en mi guantera y anoté en él mi dirección de correo electrónico y mi teléfono.
Robert le echó un vistazo.
—No utilizo mucho el correo electrónico —me dijo—. Lo uso por trabajo, si tengo que hacerlo, pero poco más. ¿Por qué no me das tu dirección de verdad y algún día te envío un dibujo?
Añadí la dirección de mi casa.
Robert me acarició el pelo, como si fuese la última vez.
—Supongo que lo entiendes.
—¡Oh, sí! —Le besé fugazmente la mejilla. Tenía un sabor acre, incluso muy levemente aceitoso, a un aceite virgen extra de primera calidad, prensado en frío; su recuerdo permaneció horas en mis labios. Me subí a la furgoneta. Arranqué y me fui.
Su primer dibujo llegó a mi buzón diez días después. Era un simple boceto, caprichoso y apresurado, en un papel doblado; mostraba la silueta de una especie de sátiro saliendo de las olas y a una doncella sentada en una roca cercana. En la carta adjunta ponía que había estado pensando en nuestras conversaciones, con las que había disfrutado, y que estaba trabajando en un nuevo lienzo basado en su cuadro de la playa; me pregunté en el acto si habría incluido las figuras de la mujer y la niña. Me proporcionó un apartado de correos y me dijo que le escribiese a esa dirección, y que tenía que mandarle un dibujo mejor que el suyo, para bajarle los humos.
Mary
Robert y yo nos escribimos durante mucho tiempo, y aquellas cartas siguen siendo una de las mejores cosas que he vivido jamás. Es curioso: en esta era del correo electrónico y los buzones de voz, y todas esas cosas con las que ni siquiera yo he crecido, una simple y vieja carta escrita en papel adquiere una intimidad asombrosa. Finalizada la jornada, al volver a casa me encontraba con una (muchos días, ninguna) o con un boceto, o ambas cosas, metidas en un sobre con mi dirección garabateada con la rápida escritura de Robert. Con los dibujos, me hice un collage en el tablón que había colgado encima de mi escritorio. En casa, mi despacho es también mi habitación, o vicecersa; podía ver todos sus bocetos, una exposición que iba aumentando, cuando me tumbaba en la cama con mi libro por las noches o cuando me despertaba por las mañanas.
Curiosamente, nada más clavar dos o tres bocetos de aquellos, dejé de tener esa sensación de soltería y de estar siempre buscando a alguien, a la persona adecuada. Empecé a pertenecer a Robert; yo, que nunca había querido pertenecer a nada. Supongo que, al final, pertenecemos a aquello que amamos. No es que pensara que Robert estaba disponible o que yo tenía obligación de serle fiel; al principio era únicamente la sensación de no querer que nadie más viera esos dibujos desde mi cama. Robert dibujaba árboles, gente, casas, a mí, de memoria; en su último proyecto estaba teniendo «mala racha». Todavía no sé qué significaba para él enviarme todas aquellas imágenes, no sé si las habría hecho igualmente para embutirlas en un archivador o las habría tirado al suelo de su despacho, o si hizo más o las dibujó con renovada inspiración porque eran para mí.
En cierta ocasión, me envió un fragmento de un poema de Czeslaw Milosz, con una nota en la que decía que era uno de sus favoritos. No supe si interpretarlo o no como una declaración del propio Robert, pero lo llevé en mi bolsillo durante varios días antes de añadirlo a mi tablón:
¡Oh, amor mío! ¿Dónde están ellos? ¿Adónde han ido?
El destello de una mano, la línea de un movimiento, el susurro de los guijarros.
Lo pregunto no con tristeza, sino con asombro.
Sin embargo, no enganché sus cartas en mi tablón. Éstas a veces llegaban con los bocetos, a veces solas, y a menudo eran muy breves, una idea, una reflexión, una imagen. Creo que, en el fondo, Robert era (es) también un escritor; si alguien hubiera compilado ordenadamente todos esos fragmentos que me escribía, habrían dado lugar a una especie de novela corta e impresionista, pero muy buena, sobre su vida cotidiana y la naturaleza que constantemente intentaba pintar. Yo le contestaba cada vez; mi norma era copiar lo que sea que él hiciese para mantener un equilibrio, de modo que si él nada más me enviaba un boceto, yo a mi vez le enviaba únicamente un boceto, y si él me escribía nada más una carta, yo le contestaba únicamente con una carta. Si me enviaba las dos cosas, aplicaba mi norma, y a lo mejor le escribía una carta más larga y la ilustraba en la misma hoja.
Desconozco si él se fijó alguna vez en esta pauta, y es una de las cosas que no le pregunté, pero que evitó que le escribiese con excesiva frecuencia. En cuanto nuestra correspondencia fue tomando ritmo, nos enviamos cartas o bocetos varias veces a la semana. Tras nuestra última pelea creé una regla totalmente nueva: quemaría únicamente las cartas y conservaría los bocetos, aunque de mi tablón lo saqué todo menos su primer boceto. El primero, el del sátiro y la doncella, lo encolé en una cartulina a las pocas semanas de que Robert se fuera de casa y pinté encima con acuarelas, y luego hice una serie de tres pequeños cuadros a juego basados en él. También podría haber mezclado los colores con lágrimas auténticas, ¡qué doloroso era pintar llorando!
Con frecuencia, visualizaba el buzón privado en el que Robert introducía la mano cada pocos días. Me preguntaba qué tamaño tendría y si le cabía la mano o sólo los dedos; lo visualizaba a él palpando en su interior, como cuando Alicia en el País de las Maravillas le propina una patada a algún animalito, una lagartija o un ratón, con un pie atascado en la chimenea. Naturalmente, él sabía mi dirección, lo que significaba que sabía dónde vivía. Y también vi una vez la Universidad de Greenhill; aproximadamente a mitad de nuestra correspondencia, Robert me sorprendió invitándome a asistir a la inauguración de una exposición que hacía allí, la segunda desde que había empezado a dar clases. Me dijo que me invitaba porque había respaldado su obra y me insinuó que no podía ofrecerme un sitio donde dormir; de lo cual inferí que quería invitarme, pero no estaba seguro de querer que yo fuese.
No era mi deseo contrariarle, pero tampoco me gustaba ir en contra de mí misma, así que me fui en coche desde Washington (como sabe, está únicamente a un día largo de viaje) y me instalé en un Motel 6 de las afueras de la ciudad. Hubo un cóctel con vino y quesos en la nueva galería de arte del campus de Greenhill. Como no me atreví a telefonear a Robert, le mandé una nota a su apartado de correos varios días antes de mi llegada para la inauguración, que no recibió hasta demasiado tarde.
Cuando llegué al cóctel me temblaban las manos. No había visto a Robert desde el seminario de Maine (y desde que habíamos empezado a escribirnos) y ya me arrepentía de haber venido; quizá se ofendería, quizá pensase que había venido a alterar de algún modo su vida, lo cual honestamente no pretendía. Tan sólo quería verlo, tal vez de lejos, y ver los cuadros nuevos de cuya concepción y ejecución yo había oído hablar semana tras semana. Me había vestido muy informal, con un cuello alto negro y mis habituales pantalones vaqueros, y llegué a la galería media hora después de que empezaran a servir las copas. Vi a Robert nada más entrar, descollando entre el gentío en una esquina; al parecer, varios invitados con sendas copas de vino en las manos le estaban haciendo preguntas sobre sus cuadros. El lugar estaba abarrotado, no sólo de alumnos y profesores, sino también de un montón de gente elegante que no tenía aspecto de estudiar en una pequeña universidad rural. Probablemente hubiese también compradores allí.
Los cuadros, cuando tenías ocasión de vislumbrarlos, eran fascinantes; en primer lugar, eran más grandes que cualquier obra realizada por él que yo hubiera visto antes, eran prácticamente paisajes y retratos de tamaño natural, a menudo retratos de cuerpo entero de la dama que recordaba de sus lienzos en el Barnett College, salvo que ahora su tamaño no solamente era mayor, sino que había sido empujada a una escena terrible en la que, afligida, estrechaba en sus brazos lo que parecía el cadáver de otra mujer de más edad. Me pregunté si sería su madre. La mujer de más edad tenía una herida horripilante en medio de la frente. Recuerdo que había otros cadáveres en el suelo, algunos boca abajo sobre los adoquines o con sangre en la espalda, pero eran cuerpos de hombres. El segundo plano era más impreciso que las figuras: una especie de calle, una pared, escombros o basura amontonada. Las imágenes eran claramente de mediados del siglo XIX; pensé al instante en el cuadro de Manet de la ejecución del Emperador Maximiliano I de México, el que parece un Goya, aunque las imágenes de Robert eran más minuciosas y realistas.
Resultaba difícil saber de qué iba todo aquello; lo único que sé es que en cuanto veías esos cuadros, la fuerza de la fantasía de Robert te arrollaba: la mujer estaba tan hermosa como siempre, incluso con el rostro pálido y la parte frontal de su vestido manchada, pero Robert había plasmado algo horrible. Y el hecho de que ella fuera preciosa lo volvía más horrible todavía, era como si algo le hubiera obligado a verla con sangre en el vestido, y la cara adusta. Yo había deducido por sus cartas que los cuadros eran brutales y extraños, pero verlos en persona era completamente diferente, chocante; sentí un temor momentáneo, como si me hubiese estado carteando con un asesino. Fue muy desconcertante; me hizo dudar de mi creciente amor hacia Robert. Entonces reparé en la calidad formidable y escultural de las figuras, la sensación de compasión, el dolor más profundo que la herida abierta, y supe que estaba ante cuadros cuya importancia tardaría mucho más que todos nosotros en desaparecer.
Estuve a punto de irme sin siquiera saludar a Robert, en parte por lo conmocionada que estaba, para mantener la sensación de intimidad entre nosotros… y en parte también por una timidez asombrosa, lo reconozco. Pero había hecho un largo viaje en coche, así que cuando algunos admiradores se fueron, me obligué finalmente a acercarme hasta él. Robert me vio abriéndome paso entre el gentío, y por unos momentos se quedó petrificado. Entonces, una expresión de sobresalto y alegría iluminó su cara (posteriormente, el recuerdo de aquella expresión fue para mí como un tesoro), pero recuperó la compostura y vino hacia mí para darme afectuosamente la mano, consiguiendo que todo fuera muy formal, que saliese bien, y consiguió susurrarme que mi visita le había emocionado. Yo había medio olvidado lo corpulento que era Robert en persona, lo espectacular que era, su extraño atractivo. Me envolvió el codo con la mano; empezó a presentarme a un corrillo de personas que iban y venían sin dar más datos que mi nombre y, en un par de ocasiones, diciendo que también pintaba.
Entre esa gente, durante esas escuetas presentaciones, se encontraba su mujer, también me dio la mano afectuosamente e intentó hacerme alguna pregunta amable sobre mí misma, para que fuera quien fuera me sintiese bien recibida. Afortunadamente, alguien la abordó un segundo después. Haberla identificado me produjo una súbita angustia, sentí una oleada de algo que habría llamado celos, de no haber sabido lo absurdo que sería eso. Me cayó bien de entrada, pero muy a mi pesar nunca más volveríamos a hablar. Era mucho más baja que Robert (yo me había imaginado a su lado una especie de cazadora, una amazona, una Diana imponente); de hecho, apenas me llegaba al hombro. Tenía el pelo rubio oscuro y pecas, era como una flor dorada vestida con un tallo verde. Si hubiera sido amiga mía, le habría pedido que me dejase pintarla únicamente por el placer de elegir los colores.
Conservé el calor de su mano en la mía durante el resto de la velada, después de haberme ido pronto y discretamente sin volver a hablar con Robert, para que no tuviese que hacer frente al interrogante de dónde me alojaba y por cuánto tiempo; y también de regreso, después de llevar varias horas de coche en dirección a Washington, cuando yacía acurrucada y muda en la cama de un motel al sur de Virginia, llena de Robert. Llena de ellos, de Robert y su mujer.
75Mayo de 1879
Étretat
Para: M. Yves Vignot
Rue de Bologne, Passy, París
Mon cher mari:
Espero que, como cabe esperar, papá y tú recibáis esta carta sin problemas. ¿Has tenido mucho trabajo? ¿Regresarás a Niza o puedes quedarte en casa varias semanas, como pretendías? ¿Sigue lloviendo?
Aquí todo va como una seda y he pasado el primer día pintando en el paseo, ya que hace un tiempo muy soleado para ser mayo, si bien fresco, y ahora estoy descansando antes de cenar. El tío me ha acompañado. Está trabajando en un gran lienzo del agua y los acantilados. Yo confieso que sólo he pintado una cosa que me haya gustado y que, además, está bastante abocetada: un par de lugareñas que pasean con sus enormes y preciosas faldas recogidas y una niña que las sigue dificultosamente, pero sin duda tendré que intentar algo más sublime a fin de no bajar el listón. El paisaje es tan bello como lo recordaba de nuestra visita, aunque está muy cambiado por las diferencias propias de la estación: las colinas empiezan ya a verdear y el horizonte parece gris azulado, sin esas nubes esponjosas que hay en pleno verano. Nuestro hotel es bastante acogedor, de modo que no tienes por qué preocuparte; está impoluto, bien decorado y me gusta su relativa sencillez. Esta mañana he desayunado copiosamente; habrías dado tu aprobación. El viaje no me cansó en absoluto y nada más llegar a mi habitación me quedé plácidamente dormida. El tío se ha traído consigo los apuntes para varios artículos que se dedicará a preparar cuando no pintemos, por lo que podré descansar esas horas, tal como me pediste. Asimismo, he empezado a leer a Thackeray, para pasar el rato. No es necesario que me mandes a nadie. Me las arreglo de maravilla y me alegra que Esmé cuide tan entrañablemente de papá, aunque aproveche para hacer otras cosas. Por favor, cuídate mucho; no salgas sin abrigo, a menos que el tiempo se vuelva más primaveral. Lealmente tuya,
Béatrice
Mary
Una mañana me di cuenta de que llevaba cinco días sin recibir ninguna carta ni dibujo de Robert, que entonces era mucho tiempo para nosotros. Su último boceto había sido un autorretrato en el que caricaturizaba humorísticamente sus propios y pronunciados rasgos, su pelo rizado y, en cierto modo, vivo como el de Medusa, la hechicera. Al pie de éste había escrito: «¡Oh, Robert Oliver! ¿Cuándo pondrás orden en tu vida?» Fue probablemente la única vez que lo vi haciendo una autocrítica directa, y me sorprendió un poco. Pero la interpreté como una alusión a una de las «melancolías» de las que, de improviso, me hablaba en ocasiones, o como un reconocimiento de la progresiva doble vida que llevaba debido a nuestras cartas. En realidad, me lo tomé como una especie de cumplido, que es la manera en que uno quiere ver las cosas cuando está enamorado, ¿verdad? Pero entonces estuvo tres días sin mandarme nada, que fueron cuatro y luego cinco, y me salté mi norma y le escribí por segunda vez, preocupada, ansiosa, intentando aparentar normalidad.