También me moría de ganas de ver los cuadros de Béatrice de Clerval en el Museo de Orsay antes de que cerraran; los del Museo de Maintenon podían esperar hasta mañana, después de visitar a Henri Robinson. Seguí a lo largo del río hacia el Museo de Orsay; la última vez que estuve en París no lo visité, y en aquel entonces lo habían inaugurado recientemente. No intentaré describir la impresión que causa en uno el inmenso vestíbulo con techo de cristal, su colección de esculturas, el fantasma lleno de esplendor de la estación de tren que otrora prestó un servicio a la generación de Béatrice de Clerval y a otras. Era bellísimo; me quedé allí varias horas.
Primero fui a ver la obra de Monet y estar delante de Olympia, y ver su desafiante mirada, me produjo una sensación embriagadora. Entonces topé con una maravillosa sorpresa: un lienzo de Pissarro que mostraba una casa de Louveciennes en invierno. No recordaba haberlo visto nunca en ningún sitio, la casa rojiza y los sinuosos árboles cargados de nieve, la nieve bajo los pies, la mujer y la niña pequeña de la mano y abrigadas contra el frío. Pensé en Béatrice y su hija, pero este cuadro estaba fechado en 1872, años antes del nacimiento de Aude. Había, asimismo, otros paisajes invernales en la galería: de Monet y de Sisley, más de Pissarro,
effets d’hiver
, nieve y carros y cercas, árboles y más nieve. Vi cielos nublados sobre los campanarios de las iglesias de sus pueblos de adopción: Louveciennes, Marly-le-Roi y otros tantos… y sobre los parques de París. Al igual que a Béatrice, a estos pintores les habían fascinado sus jardines en invierno.
Junto a Sisley y Pissarro encontré dos cuadros de Béatrice de Clerval, uno era un retrato de una chica de cabellos dorados que estaba cosiendo (debía de ser la doncella descrita en las cartas). El otro era un cuadro de un cisne que flotaba con aire pensativo sobre el agua marrón, un cisne del montón, nada espectacular. Béatrice había practicado esa figura con rigor, pensé, preparándose quizá para el cuadro que vería mañana en casa de Henri Robinson. Descubrí un paisaje realizado por Olivier Vignot, una escena bucólica, unas vacas que pastaban, un prado, una hilera de álamos, nubes perezosas y fecundas. Tal vez Béatrice había respetado su obra más de lo que me había imaginado; era un cuadro hecho con pericia, aunque a duras penas innovador. La cartela lo fechaba en 1854. Béatrice, pensé, tenía tres años en aquella época.
Una vez que acabé mi recorrido, improvisé una cena a base de bistec y frites, y volví al hotel. Allí, a pesar de mis esfuerzos por leer un capítulo de una excelente crónica de la guerra franco-prusiana, dormí durante trece horas y me desperté a la mañana siguiente a una hora razonable, descubriendo una realidad igualmente razonable: que ya no era un joven mochilero.
Marlow
La calle de Henri Robinson en Montmartre era empinada; no estrecha, pero de todos modos pintoresca, con balcones de hierro forjado. Di con la dirección y me quedé unos cuantos minutos en la calle antes de llamar; el timbre sonó con fuerza, aunque su apartamento se encontraba en la segunda planta del edificio. Subí; la escalera estaba oscura y polvorienta, y me pregunté cómo un hombre de noventa y ocho años podía ascender por ella. La única puerta de la segunda planta se abrió antes de que yo pudiera tocarla; allí había una anciana, una mujer con un vestido marrón, medias tupidas y zapatos. Durante unos extraños instantes, me pareció estar viendo a Aude de Clerval. La mujer llevaba un delantal y era de sonrisa fácil, y pronunció unas palabras que no entendí para guiarme hasta el cuarto de estar. De haber vivido hasta ahora, Aude habría tenido ciento veinte años.
Henri Robinson recibía en una jungla; las plantas inundaban el espacio con ordenada profusión. La habitación era soleada, por lo menos por el lado que daba a la calle, la luz se filtraba por las cortinas de seda de listas rosadas. Las paredes eran de un suave y pálido jade, al igual que un par de puertas cerradas. Había cuadros por doquier, no con la meticulosa distribución que había visto en casa de su viejo amigo Caillet, sino ocupando cualquier espacio disponible. Cerca del sillón de Henri había un retrato al óleo que supuse que sería Aude de Clerval, una mujer de edad de rostro alargado y ojos azules, con un peinado de los años cuarenta o cincuenta. Me pregunté si era ése el retrato de Aude que Pedro Caillet afirmaba haber pintado; no vi ninguna firma. Asimismo, había varias obras pequeñas que podrían haber sido de Seurat (en cualquier caso, eran puntillistas) y un sinfín de cuadros del período de entreguerras. No vi nada que se pareciera a la obra de Béatrice de Clerval y ni rastro de un cuadro que pudiera titularse El rapto del cisne. Las hornacinas y estantes que no se hundían bajo el peso de los libros lucían una colección de cerámica de esmalte celedón, que podría haber sido coreana y antigua. Tal vez pudiera preguntarle más tarde al respecto.
Henri Robinson estaba sentado en un sillón prácticamente tan desgastado como él mismo. Cuando entré, se levantó despacio pese a mi conato de protesta, unas torpes palabras en francés para que no se levantara, y extendió una mano translúcida. Era un poco más bajo que yo, de complexión esquelética pero capaz de mantenerse erguido una vez que se había enderezado. Llevaba una camisa de vestir a rayas, pantalones oscuros y una chaqueta roja con botones dorados. Los mechones de pelo que le quedaban estaban peinados hacia atrás, su nariz era tan translúcida como sus manos, tenía las mejillas sonrojadas y los ojos de un marrón que perdía intensidad tras las gafas. En la juventud debió de ser un rostro atractivo, de ojos oscuros y pómulos altos, y una nariz delicada y recta. Le temblaban las manos y los brazos, pero su apretón fue firme. Pensé con un escalofrío que estaba tocando una mano que había acariciado la de Aude, cuya propia mano sin duda Béatrice había sostenido y acariciado en el pasado.
—Buenos días —dijo en un inglés claro pero con un cierto acento afrancesado—. Pase y siéntese, por favor. —De nuevo la mano con venas azules, que me señalaba un sillón—. Hay demasiados periódicos. —Su sonrisa reveló unos dientes jóvenes y alineados: dentadura postiza. Aparté los papeles del segundo sillón y esperé a que él se hubiera sentado en su propia butaca ayudándose de sus escuálidos brazos.
—Monsieur Robinson, gracias por recibirme.
—Es un placer —me contestó—. Aunque, como le dije, el hombre del que me habló no está entre mis favoritos.
—Robert Oliver está enfermo —expliqué—. Supongo que estaba enfermo cuando le robó esto, porque su estado es cíclico, y crónico. Pero sé que tuvo que llevarse un disgusto. —Extraje las cartas del bolsillo interior de mi chaqueta; las había introducido en un sobre, del que las saqué dejando el fajo en sus manos.
Él bajó los ojos con asombro, luego me miró.
—¿Son suyas? —pregunté.
—Sí —dijo. Movió un poco la cara, la nariz se le enrojeció y frunció, la voz se le empañó como si el fantasma de las lágrimas se hubiese apoderado de él unos instantes—. En realidad, pertenecían a Aude de Clerval, con quien viví durante más de veinticinco años. Su madre se las dio cuando se estaba muriendo.
Pensé en Béatrice, no joven y ardiente, sino en la madurez, con el pelo blanco quizá, destrozada por la enfermedad, consumida cuando debería haber estado en la flor de la vida. Había fallecido a los casi sesenta años. Más o menos a mi edad, y yo ni siquiera tenía una hija de la que despedirme.
Asentí con discreción para demostrarle que comprendía su indignación. La vista de Henri Robinson parecía bastante aguda a través de sus gafas de montura dorada.
—Es probable que mi paciente, Robert Oliver, no se diera cuenta del daño que podría hacer con este hurto. No le puedo pedir que lo perdone, pero quizá lo pueda comprender. Estaba enamorado de Béatrice de Clerval.
—Eso lo sé —repuso el anciano con bastante brusquedad—. Yo también se qué es la obsesión, si es a eso a lo que se refiere.
—Debo decirle que he leído las cartas. Las hice traducir. Y me imagino que nadie podía evitar quererla.
—Al parecer, era muy dulce,
tendre
. Verá, yo también la quise a través de su hija. Pero ¿a qué se debe su interés por ella, doctor Marlow?
Había recordado mi nombre.
—A Robert Oliver. —Describí la detención de Robert, mis esfuerzos por lograr conocerlo durante sus primeras semanas que estuvo a mi cargo, el rostro que dibujaba y luego pintaba en lugar de hablar, mi necesidad de entender la visión que lo impulsaba. Henri Robinson me escuchó juntando las manos, con los hombros encorvados bajo el jersey, simiesco y absorto. De vez en cuando parpadeaba pero no decía nada. Con una extraña sensación de alivio, le seguí hablando de mi entrevista a Kate, de los cuadros de Béatrice pintados por Robert, de Mary y la historia que Robert le contó acerca de que había descubierto el rostro de Béatrice entre la multitud. No mencioné que había ido a ver a Pedro Caillet. Podía darle recuerdos de su parte después, si me parecía oportuno.
Henri Robinson escuchó en silencio. Pensé en mi padre… Robinson, igual que mi padre, adivinaría muchas cosas aun cuando no se lo contara todo. Hablé despacio y con claridad, no sabía con certeza qué nivel de inglés tendría, y avergonzado de no intentar siquiera practicar mi francés oxidado. Daba la impresión de que me entendía, en todos los sentidos. Cuando hube terminado, golpeteó con los dedos el fajo de cartas que descansaba en su regazo.
—Doctor Marlow —me dijo—, le estoy profundamente agradecido por habérmelas devuelto. Di por sentado que me las había robado Robert Oliver… las perdí de vista después de su segunda visita. La verdad es que las ha tenido durante muchos años.
Recordé haberme agachado en el suelo del despacho de casa de Kate y haber leído la palabra «Étretat».
—Sí. En fin, supongo que, si ha dejado de hablar, eso tampoco se lo habrá contado. —Henri Robinson puso sus huesudas rodillas rectas—. Vino aquí por primera vez a principios de la década de 1990, tras leer un artículo sobre mi relación con Aude de Clerval. Me escribió, y me conmovieron tanto su entusiasmo y la evidente seriedad con la que se tomaba el arte que accedí a dejar que viniera a verme. Hablamos bastante; sí, desde luego en aquel entonces hablaba. Y sabía escuchar. De hecho, era muy interesante.
—¿Puede decirme de qué hablaron, monsieur Robinson?
—Sí que puedo. —Colocó un brazo en cada reposabrazos del sillón. Con esa delicada nariz y mentón, y su pelo enmarañado, este hombre destilaba una fuerza extraordinaria—. Nunca he olvidado el instante en que entró en mi apartamento. Como sabe, Robert Oliver es muy alto, tiene un porte imponente, como el de un cantante de ópera. No pude evitar sentirme un poco intimidado; él era un completo desconocido y yo estaba solo en aquella época. Pero era encantador. Se sentó en el sillón, donde está usted sentado creo, y hablamos primero de pintura y luego de mi colección, que había donado al Museo de Maintenon, a excepción de una obra. Se fue a verla la misma tarde, y le impresionó mucho.
—Yo todavía no he ido al Maintenon, pero tengo la intención de hacerlo —comenté.
—Sea como sea, estuvimos aquí sentados charlando, y finalmente me preguntó si podía contarle lo que sabía sobre Béatrice de Clerval. Le hablé un poco de su vida y su obra, y me dijo que de eso ya sabía muchas cosas porque había estado investigando. Quería saber cómo hablaba Aude de su madre. No me cupo duda de que los cuadros de Béatrice le apasionaban, si «pasión» es la palabra correcta. Desprendía algo muy cálido; de hecho…, me atraía.
Henri tosió.
—De modo que empecé a relatarle lo que recordaba de labios de Aude: que su madre había sido dulce y alegre, una eterna enamorada del arte, pero completamente volcada en su hija. Aude me aseguró que en todos los años que la conoció su madre jamás pintó ni dibujó. Jamás. Y que jamás habló de sus cuadros con pesar; se reía si Aude le preguntaba al respecto y decía que su hija era su mejor obra, y que ya no necesitaba nada más. En la adolescencia, Aude empezó a dibujar y pintar un poco, y su madre siempre se mostró solícita y entusiasta, pero nunca participó. En cierta ocasión, Aude me contó que le suplicó a su madre que dibujase con ella y que su madre le dijo: «Ya he hecho mis últimos dibujos, cariño, y te están esperando». Y se negó a explicar lo que quería decir y por qué no quería dibujar más. Es algo que siempre preocupó a Aude.
Henri Robinson se volvió hacia mí, sus ojos oscuros estaban cubiertos por una brillante película parecida al agua jabonosa, que podrían haber sido cataratas o quizás el reflejo de sus gafas.
—Doctor Marlow, soy un hombre viejo y quise mucho a Aude de Clerval. Nunca se ha ido del todo. Y Robert Oliver parecía sumamente interesado en su historia y en la historia de Béatrice de Clerval, así que le leí las cartas. Se las leí. A posteriori, creo que Aude habría querido que lo hiciera. Aude y yo las leímos juntos en voz alta una o dos veces, y dijo que creía que eran para las personas que pudiesen apreciar la historia que había en las mismas. Por eso nunca las he publicado ni he escrito sobre ellas.
—¿Le leyó las cartas a Robert?
—Bueno, sé que seguramente no debería haberlo hecho, pero era tal su interés que pensé que necesitaba oírlas. Fue un error.
Me imaginé a Robert, apoyado en sus grandes codos e inclinado hacia delante, escuchando mientras el hombre frágil del otro sillón leía en voz alta las palabras de Béatrice y Olivier.
—¿Las entendió?
—¿Se refiere a la lengua? ¡Oh!, se las traduje cuando fue necesario. Y su francés era bastante bueno, ¿sabe? ¿O se refiere al contenido de las cartas? No sé qué es lo que entendió del contenido.
—¿Cuál fue su reacción?
—Cuando llegué al final, vi que la expresión de su cara era muy… ¿Cómo lo llaman ustedes…? Sombría. Creí que iba a llorar. Entonces dijo algo extraño, pero como si pensara en voz alta: «Vivieron, ¿verdad?» Y le dije que sí, que cuando uno lee cartas viejas entiende que la gente del pasado realmente vivió, y es muy conmovedor. Yo mismo me emocioné leyéndoselas en voz alta a este desconocido. Pero él me dijo que no, que no…, que se refería a que ellos realmente habían vivido, pero él no. —Henri Robinson meneó la cabeza con los ojos clavados en mí—. Entonces empecé a pensar que era un poco excéntrico. Pero, como es lógico, estoy acostumbrado a tratar con artistas. Aude era tremendamente peculiar con respecto a su historia y los cuadros de su madre; era algo que me gustaba de ella. —Hizo una pausa—. Antes de despedirnos, Robert me dijo que las cartas le habían ayudado a saber mejor lo que Béatrice habría querido que él pintase. Dijo que se entregaría en cuerpo y alma a pintar su vida, a su memoria y a rendirle tributo. Hablaba como un hombre enamorado de los muertos, como dice usted… Sé lo que eso significa, doctor. Me hago cargo.