—¡Robert!
No dijo nada, pero me lanzó una mirada fugaz y luego se concentró de nuevo en el lienzo. Como he dicho, soy razonablemente alto, estoy razonablemente en forma, aunque disto mucho de tener el aspecto despreocupado e imponente de Robert. Me pregunté qué sentiría si le propinara un puñetazo. Kate seguramente había tenido ganas de hacerlo. Y Mary. Podría decirle: «Lo hice por ella. Puede usted hablar con quien le dé la gana».
—Robert, míreme.
Él bajó el pincel y me dedicó una cara de paciencia y mofa como la que recuerdo que utilizaba yo en mi adolescencia para provocar conscientemente a mis padres. Yo no tenía hijos adolescentes, pero su gesto, que seguramente algo significaría, me contrarió más de lo que cualquier arrebato suyo hubiera podido contrariarme jamás. Era como si esperase a que la fastidiosa interrupción cesara para poder volver a pintar.
Carraspeé y me tranquilicé.
—Robert, ¿entiene mi deseo de ayudarle? ¿Le gustaría volver a tener una vida normal…, una vida ahí fuera? —Gesticulé hacia la ventana, pero supe que con la palabra «normal» ya había perdido este asalto.
Él devolvió su atención al caballete.
—Quiero ayudarle, pero me será imposible hacerlo a menos que usted colabore. Me he tomado ciertas molestias por usted, ¿sabe?, y si está lo bastante bien para pintar, sin duda lo estará para hablar.
Ahora la expresión de su cara era serena pero hosca.
Esperé. ¿Podía haber algo peor que gritarle a un paciente? (¿Acostarse con su ex novia, quizá?) Muy a mi pesar, noté que empezaba a alzar la voz. Lo que más me irritaba era mi sensación de que él sabía que no quería ayudarle simplemente por su propio bien.
—Maldito sea, Robert —dije con voz queda, pero temblorosa, en lugar de gritar. De pronto se me ocurrió que en todos mis años de formación y ejercicio de la profesión jamás me había comportado así con nadie. Jamás. Seguí mirándolo mientras salía de la habitación. No me daba miedo que se abalanzara sobre mí o me tirara algo; yo mismo corría el peligro de hacerlo. Más tarde lamenté no haber apartado los ojos de él en aquel momento, porque me vi obligado a ver los cambios en su expresión; no me devolvió la mirada, pero levantó el rostro hacia el lienzo con una leve sonrisa. Triunfo: una victoria insignificante, pero probablemente el único tipo de victoria que podía conseguir en la actualidad.
1879
Yves se queda media semana, recorre la playa con una mano sobre el hombro de Olivier y besando a Béatrice en la nuca cuando ella agacha la cabeza para sujetarse el pelo con horquillas. Está disfrutando de unas auténticas vacaciones; en privado dice que son una luna de miel. Le encanta contemplar el Canal; le relaja enormemente. Pero lamentándolo mucho, debe regresar, y se disculpa por tener que dejarlos tan pronto. Ella no se atreve a mirar a Olivier durante todo el tiempo que Yves está allí, salvo para pasarle la sal o el pan en la mesa. Le resulta insoportable y, sin embargo, hay momentos en los que ella se mira al espejo o los ve a los dos paseando juntos, y siente que está rodeada de amor, se siente amada por ambos, como si esto fuera lo correcto. Cogen un cabriolé con Yves hasta la estación de Fécamp; Olivier pone reparos, pero Yves insiste en que vaya para que Béatrice no tenga que hacer el trayecto de vuelta sola. El tren silba con estrépito; las ruedas inician su ronco movimiento. Yves se asoma a la ventanilla y saluda con el sombrero en la mano.
Ellos regresan al hotel y se sientan en el mirador a hablar de temas cotidianos. Pintan en la playa y cenan; ahora que el tercer invitado se ha ido, de nuevo son la pareja que eran. En virtud de cierta anuencia mutua, ella no vuelve a poner un pie en la habitación de Olivier, ni él la visita a ella tampoco. Cualquier muro entre ellos ha sido ya derribado, y Béatrice no ansía una repetición. Le basta con compartir este silencioso recuerdo con él. El instante en que él… o el instante en que ella…, o el modo en que las lágrimas de sorpresa y placer de Olivier cayeron sobre el rostro de Béatrice. Ella había creído que después de semejante transgresión él le pertenecería para siempre, pero lo mismo puede decirse a la inversa.
En el tren de regreso a París, cuando están solos, él le sostiene la mano en su gran guante, como si de un pájaro se tratase, y la besa antes de que ella se apee para solicitar su equipaje. Hablan muy poco. Ella sabe, sin necesidad de preguntarlo, que él vendrá a cenar al día siguiente. Juntos le explicarán a papá casi todo sobre sus vacaciones. Empezarán a trabajar conjuntamente en su gran cuadro. Ella lo recordará a él, su cuerpo largo y suave, su pelo plateado, al joven enamorado que lleva dentro, hasta el día de su propia muerte. Siempre lo llevará consigo, será un espíritu del Canal.
Marlow
La contestación de Henri Robinson fue impactante.
95Monsieur le Docteur:
Gracias por su carta. Creo que su paciente debe de ser un hombre llamado Robert Oliver. Vino a verme a París hará casi diez años y de nuevo más recientemente, y tengo motivos para creer que durante su segunda visita se llevó algo valioso de mi apartamento. Mentiría si le dijera que deseo ayudar a su paciente, pero si pudiera usted arrojar un poco de luz sobre este asunto, estaré encantado de recibirlo. Contemplaré la posibilidad de dejarle ver
El rapto del cisne
. Le ruego que tenga presente que no está en venta. ¿Qué le parecería cualquier mañana de la primera semana de abril, si le va bien?Saludos cordiales,
Henri Robinson
Marlow
Deseaba fervientemente poder llevarme a Mary conmigo a París, pero tenía clases. Por cómo rehusó, supe que no habría venido aun cuando el viaje hubiera coincidido con sus vacaciones; después de lo de Acapulco, no podía aceptar un regalo de tales dimensiones. Una vez había sido un placer, pero con dos estaría en deuda. Di con un libro sobre el Museo de Orsay, al que sabía que ella quería ir desde hacía tiempo, y ella lo hojeó lentamente.
Aun así, negó con la cabeza, de pie en mi cocina mientras su melena captaba la luz. Era un no decisivo. No era tanto un rechazo como la serena comprensión de las propias limitaciones. Estaba preparando el desayuno para los dos mientras hablábamos, un gesto sorprendentemente hogareño. Era la cuarta vez que se quedaba a dormir en mi apartamento; todavía podía contar las noches. Cuando se fue, más temprano que yo incluso (hacia el estudio o las clases de la universidad, o a la cafetería en la que le gustaba dibujar los días que tenía menos carga de trabajo), dejé la cama sin hacer y cerré la puerta de la habitación al salir para conservar su aroma. Volcó cuatro huevos y un poco de beicon en un plato, y me los colocó delante con una amplia sonrisa.
—No puedo ir contigo a Francia, pero puedo cocinarte unos huevos, por esta vez. Pero que no sirva de precendente.
Serví el café.
—Si vienes a Francia conmigo, podrás tomar esos magníficos huevos pasados por agua en pequeñas hueveras acompañados de pan y mermelada, y un café mucho mejor que éste.
—
Merci
. Ya sabes la respuesta.
—Sí, pero ¿qué me dirás cuando te pida que te cases conmigo, si ni siquiera consigo que te subas a un avión para ir a Francia?
Mary se quedó helada. Lo había dicho con naturalidad, casi sin saber que lo iba a decir, pero ahora comprendí que llevaba semanas planeándolo. Ella estaba jugando con el tenedor. Mi obstáculo, pensé demasiado tarde, tomó la forma de un Robert Oliver repanchingado en algún sitio a mis espaldas. No fue necesario preguntarle a Mary que éra lo que le mantenía la mirada fija, de nada serviría advertirle que allí no había nadie, o que el Robert que conoció había sido reemplazado por un hombre aletargado que se dedicaba a hacer bocetos desde su habitación de un psiquiátrico. ¿Le había pedido Robert alguna vez que se casara con él, aunque fuese bromeando? La respuesta, dije para mis adentros, estaba escrita en las arrugas que rodeaban la boca y los ojos de Mary, en su cortina de pelo.
Entonces se rió.
—Si he llegado hasta aquí sin casarme, doctor, ahora no necesito hacerlo. —Y me sorprendió, con esa forma suya de saber cosas que yo no pensaba que alguien de su generación sabría, con una frase de una canción de Cole Porter—: «Porque los maridos son todos un aburrimiento y no dan más que problemas».
—Bésame, Kate —dije rápidamente el título de la película, dando un manotazo encima de la mesa—. De todas formas, eres demasiado joven para casarte sin permiso de tu madre. Y no soy ningún Humbert Humbert, ningún…
Ella se rió y me salpicó unas gotas de zumo de naranja.
—No seas zalamero. —Volvió a coger el tenedor y cortó sus huevos—. Cuando tú tengas ochenta, amigo, yo tendré…
—Serás mayor que yo ahora, pero fíjate en lo joven que soy. «Bésame, Kate!» —exclamé, y Mary se rió con más naturalidad y se sentó en mi regazo. Pero había un eco extraño en la cocina, el nombre de Kate, la ex mujer de Robert. Los dos lo percibimos sin decir nada. Tal vez para acallarlo, Mary me besó con fuerza. Entonces le di mi último trozo de beicon y así terminamos de desayunar, con Mary en mi regazo y los dos bien pegaditos para ahuyentar los malos espíritus.
Tenía un montón de cosas que hacer antes de irme de viaje, y el día antes de volar hacia París el papeleo me ocupó gran parte de la mañana. Vi a Robert a mediodía y me senté con él manteniendo el silencio habitual; no tenía ninguna intención de decirle aún que había decidido hacerle una visita a Henri Robinson. Probablemente repararía en mi ausencia, pero como él no estaría dispuesto a hacerle preguntas a nadie, yo sí lo estaba a dejar que mi paradero levantara sus sospechas.
Asimismo, había algo más de lo que tenía que ocuparme. Alrededor de las cuatro volví a la habitación de Robert, cuando sabía que él estaba en el jardín pintando. Para mi alivio, su puerta estaba abierta, con lo que no tuve la sensación de allanamiento que habría tenido en caso contrario, aunque en el pasillo miré un par de veces por encima de mi hombro. Encontré las cartas en el estante superior del armario, el fajo estaba muy bien cuidado. Sentí placer al volver a tener en mis manos los originales, como si los hubiese echado de menos sin saberlo; el papel desgastado, la tinta marrón, la caligrafía elegante de Béatrice. Quizá Robert se enfadaría cuando descubriera que no estaban, e intuiría quién se los había vuelto a llevar. Pero eso no había modo de evitarlo. Los introduje en mi maletín y salí sigilosamente.
Mary pasó la noche en mi apartamento. De pronto me desperté y me la encontré también despierta y mirándome fijamente en la semipenumbra. Acerqué una mano a su cara.
—¿Por qué no duermes?
Ella suspiró y giró la cara para besar mis dedos.
—He dormido, pero me he despertado sobresaltada. Luego me he puesto a pensar en tu viaje a Francia.
Atraje su sedosa cabeza hacia mi cuello.
—¿Qué?
—Creo que estoy celosa.
—Ya sabes que estabas invitada.
—No es por eso. No quería ir. Pero, en cierto modo, la verás, ¿verdad?
—No olvides que yo no soy…
—No eres Robert, lo sé. Pero no te puedes ni imaginar lo que fue vivir con ellos.
Me apoyé con dificultad sobre un codo para mirarla a la cara.
—¿Con ellos? ¿De qué me estás hablando?
—Con Robert y Béatrice. —Su voz era penetrante y clara, no pastosa por el sueño—. Creo que es algo que únicamente podría decirle a un psiquiatra.
—Y es algo que yo únicamente podría oír de labios del amor de mi vida. —Vi el destello de sus dientes en la oscuridad; acerqué una mano a su cara y la besé—. Tranquilízate, mi amor, y duérmete.
—Por favor, deja que la pobre muera como es debido.
—Lo haré.
Ella acomodó su frente en mi hombro y la envolví con su pelo como si fuese un amplio chal antes de que se volviera a dormir. Esta vez fui yo quien se quedó despierto. Dormido o no, pensé en Robert, en Goldengrove, en la cama un tanto pequeña para su robusta complexión. ¿Por qué había ido a Francia en aquellas dos ocasiones? ¿Había sido porque se preguntaba, al igual que yo, qué mano había pintado Leda? ¿Había hallado una respuesta? Quizá sí que hubiera sido realmente un tema demasiado delicado para una mujer de 1879 en un país católico. Si Robert creía que su propia doña Melancolía había hecho el cuadro, ¿por qué iba a atacarlo? ¿Había tenido celos del cisne por alguna razón que yo no podía comprender? Pensé en levantarme, vestirme, coger las llaves del coche y conducir hasta Goldengrove. Conocía los códigos de las alarmas, los trámites de acceso, al personal nocturno. Iría silenciosamente hasta la habitación de Robert, llamaría a la puerta, la abriría y lo zarandearía para despertarlo. Sobresaltado, él hablaría. «Me llevé una navaja al museo. La ataqué porque…»
Hundí la cara en el pelo de Mary y esperé a que se me pasara el impulso.
Marlow
El aeropuerto De Gaulle era más ruidoso de lo que recordaba y, en cierto modo, más grande, más frío y funcional. Sería aquí mismo donde tres años después de lo que ahora estoy narrando, llegando para una luna de miel tardía, vería la misma terminal despejada por la policía y oiría la explosión desde un lugar seguro tras unas cuantas tiendas: estaban explosionando una maleta que habían dejado en medio de una de las inmensas salas. El ruido nos traspasó los nervios, un eco de la bomba que resultó no estar dentro. Pero en el año 2000, yo tenía los nervios más tranquilos y estaba solo.
Cogí un taxi hasta el hotel que Zoe me había recomendado: allí mi habitación era poco más que una caja de cemento, con una ventana que daba al hueco de ventilación del edificio central y una cama dura y chirriante; pero estaba a un paso de la Gare de Lyon y tan sólo a unos metros de un bistró con el consabido toldo, que el dueño enrollaba por las mañanas mediante una gran manivela. Dejé mis bolsas y me fui allí para ingerir la primera de numerosas comidas, ésta increíblemente gratificante después del vuelo en avión, el café era humeante y cargado, con abundante leche. Luego volví a la caja de mi cuarto y dormí como un tronco durante una hora, incluso pese a la cafeína. Cuando me desperté, tuve la sensación de que había perdido la mitad del día. Me duché con agua caliente, gimiendo de placer; me afeité y paseé un poco por la ciudad con una guía de viaje de bolsillo.
Henri vivía en Montmartre, pero en cualquier caso no lo iría a ver hasta mañana por la mañana. A los pocos minutos de haber dejado el hotel, vislumbré las cúpulas de la Basílica del Sacré-Coeur recortadas contra el cielo. Recordaba algunos monumentos históricos de mi anterior visita, hacía unos doce o trece años. La guía me recordó que la blanca iglesia de ensueño había sido construida tras la caída de la Comuna de París como símbolo del poder del gobierno. Sin embargo, no me vi con energías para entrar a visitarla y, por el contrario, seguí paseando; el libro se quedó en mi bolsillo la mayor parte del día, excepto en una ocasión en la que me puse a mirar unas casetas de libros, junto al Sena, y me alejé mucho del hotel. El clima era húmedo, entre cálido y fresco, la luz del sol se abría paso de vez en cuando para dar brillo al agua. Lamenté no haber venido en tanto tiempo, cuando todo esto estaba a un simple viaje en avión desde Washington. Cogí una escalera que bajaba hasta el nivel del río, extendí mi pañuelo sobre la resbaladiza piedra y me senté a dibujar el barco (un restaurante bordeado de macetas de flores) anclado al otro lado.