Entonces me acordé de Robinson, clavado en su sillón, y regresé al salón. Sabía que nunca más volvería a ver El rapto del cisne. Le había dedicado cinco minutos y había cambiado mi forma de ver el mundo.
—¡Ah…, está usted impresionado! —Hizo un gesto amplio con las manos: de aprobación.
—Sí.
—¿Cree que es la mejor obra de Béatrice?
—Eso lo sabrá usted mejor que yo.
—Ahora estoy cansado —anunció Henri; lo mismo que Caillet nos había dicho a Mary y a mí, recordé de pronto—. Pero me gustaría que viniese otra vez mañana, después de haber visto mi colección del Maintenon. Entonces podrá decirme si me he quedado con el mejor cuadro.
Me acerqué rápidamente a recibir su mano extendida.
—Lamento haberme quedado tanto rato. Será un honor volver a venir. ¿A qué hora vengo mañana?
—Duermo la siesta a las tres. Venga por la mañana.
—No sabe cuánto se lo agradezco.
Nos dimos la mano y él sonrió, revelando de nuevo esos dientes artificialmente perfectos.
—He disfrutado con nuestra charla; después de todo, tal vez decida perdonar a Robert Oliver.
Marlow
El Museo de Maintenon estaba en Passy, cerca del Bois de Boulogne y quizá cerca de la casa familiar de Béatrice de Clerval, aunque no tenía ni idea de cómo dar con ella y había olvidado preguntarselo a Henri. De todas formas, lo más probable es que no la hubiesen convertido en un museo; dudaba que su fugaz carrera le hubiera valido una placa. Cogí el metro y luego caminé unas cuantas manzanas, atravesando un parque lleno de niños con abrigos de alegres colores que se apiñaban en los columpios y estructuras de madera para trepar. El museo en sí era un edificio del siglo XIX alto y de color crema con techos de escayola profusamente decorados. Di una vuelta por el primer piso y recorrí una galería con obras de Manet, Renoir y Degas, algunas de las cuales había visto con anterioridad, luego entré a una sala más pequeña que albergaba la donación de Robinson, cuadros pintados por Béatrice de Clerval.
Fue más prolífica de lo que me había supuesto, y empezó a pintar de jovencita; la primera obra de la colección lo pintó a los dieciocho años, cuando todavía vivía en casa de sus padres y estudiaba con Georges Lamelle. Era un esfuerzo lleno de entusiasmo, aunque carecía de la técnica de su cuadros posteriores. Pintó con ahínco; con tanto afán, a su modo, como Robert Oliver se había afanado en su obsesión. Me la había imaginado como esposa, como joven ama de casa, e incluso como amante; pero había olvidado la pintora tenaz que debía de haber sido a diario para poder concluir todos esos cuadros y mejorar la técnica año tras año. Había retratos de su hermana, algunas veces con un bebé en los brazos, y había flores maravillosas, quizá del jardín mismo de Béatrice. Había pequeños bocetos al carbón, y un par de acuarelas de jardines y de la costa. Había un alegre retrato de Yves Vignot recién casado.
Me alejé con desgana. Las paredes del tercer piso del Museo de Maintenon estaban forradas con enormes lienzos de Monet de la localidad de Giverny, principalmente de nenúfares, la mayoría de ellos pertenecientes a la última etapa de su carrera y ejecutados casi de forma abstracta. Hasta entonces no me había dado cuenta de la cantidad de nenúfares que realmente había conseguido pintar; acres de nenúfares, esparcidos ahora por todo París. Compré un puñado de postales, algunas de ellas regalos para las paredes del estudio de Mary, y salí del museo para pasear por el Bois de Boulogne. Una lancha con toldo se acercó a la orilla de un pequeño lago que había allí, como si hubiese venido expresamente para llevarme hasta el otro lado; navegaba hasta una isla en la que había una magnífica casa. Pagué y me subí a la lancha, seguido de una familia francesa con dos niños pequeños, todos vestidos para una ocasión especial. La niña me echó una mirada furtiva y me devolvió la sonrisa antes de ocultar el rostro en el regazo de su madre.
Resultó que la casa era un restaurante con mesas fuera a la sombra, glicinas en flor y precios de infarto. Me tomé un café y una pasta, y dejé que el sol reflejado en el agua me serenara. Me di cuenta de que no había cisnes, aunque en la época de Béatrice seguramente habría. Visualicé a Béatrice y a Olivier junto al agua con sus caballetes, las prudentes orientaciones de él, los intentos de ella por captar el cisne alzando el vuelo entre los juncos. ¿Alzando el vuelo o aterrizando? ¿Había recreado en mi imaginación las conversaciones entre ambos con demasiada libertad?
Pese a haber descansado en la isla, cuando llegué a la Gare de Lyon estaba exhausto. El bistró próximo al hotel estaba abierto, y por lo visto el camarero ya me consideraba un viejo amigo, echando por tierra el mito de que todos los parisinos tratan mal a los extranjeros. Me sonrió como si entendiera el día que había tenido y lo desesperadamente que necesitaba una copa de vino tino; al marcharme, me sonrió de nuevo, sostuvo la puerta para dejarme pasar y correspondió a mi
«au revoir, monsieur»
como si llevase años cenando allí.
Tenía pensado encontrar un sitio para llamar a Mary con mi nueva tarjeta de teléfono, pero al volver al hotel me desplomé en la cama y me dormí como un tronco, sin pretender leer primero. Henri y Béatrice fueron los protagonistas de mi sueño; me desperté con un sobresalto que guardaba cierta relación con el rostro de Aude de Clerval. Robert estaba a la espera, y supuestamente tenía que llamarle a él, no a Mary. Me desperté y me dormí, y dormí más de la cuenta.
Junio de 1892, es temprano por la mañana y las dos personas que esperan en el andén de un tren provincial tienen el aspecto despabilado y alerta de los viajeros que llevan levantados desde el amanecer, van perfectamente vestidas y se mantienen al margen del bullicio de la aldea. La más alta es una mujer que está en la flor de la vida, la otra una chica de once o doce años que carga una cesta en un brazo. La mujer viste de negro y lleva el sombrero negro firmemente atado debajo del mentón. El velo le hace ver el mundo tiznado, y ansía levantarlo para volverse a llenar de los colores de la estación ocre y el campo que hay al otro lado de la vía, con la hierba verde y dorada y las primeras amapolas del verano, que ve de color cadmio incluso tras la penumbra de su retículo. Pero sigue sujetando su bolso con firmeza, con el velo sobre su rostro. Su aldea es estrictamente conservadora, al menos para las mujeres, y ella es una dama entre aldeanos.
Se vuelve hacia su acompañante.
—¿No querías traer nuestro libro? —Las últimas noches han estado leyendo una traducción de Grandes esperanzas.
—Non, maman. Es que tengo que acabar mi labor.
La mujer alarga una mano enfundada en un delicado encaje negro para acariciar la mejilla de la niña, allí donde se curva hacia una boca parecida a la suya propia.
—Después de todo, ¿la tendrás lista para el cumpleaños de papá?
—Si me sale bien, sí. —La chica echa un vistazo al interior de su cesta, como si su proyecto estuviera vivo y necesitara atención constante.
—Saldrá bien. —Durante unos instantes a la mujer la inunda la sensación de que el tiempo se esfuma, lo que ha hecho que esta flor, su preciosidad, crezca y tenga voz propia de la noche a la mañana. Aún puede sentir las piernecitas robustas de su hija estirándose contra su regazo. Los recuerdos se pueden evocar de un momento para otro, y ella los evoca a menudo: el placer y el dolor se mezclan. Pero por nada del mundo lamenta haber llegado hasta aquí; es una mujer que tiene el corazón solo, que ha pasado los cuarenta, una mujer con un marido que la adora y la espera en París, una mujer madura y sumida en el duelo. Este pasado año han perdido al ciego bondadoso al que ella quería como a un padre. Ahora, además, hay otro motivo de tristeza.
Pero, asimismo, siente que la vida sigue el curso lógico: una hija que crece, una muerte que trae alivio así como dolor, la modista, que le está cosiendo algo un poco más moderno que lo que llevó cuando murió su madre hace años (las faldas han vuelto a cambiar desde entonces). La niña tiene todo esto por delante, con la labor en su cesta, sus sueños de cumpleaños, su amor por su padre, que supera el que siente por cualquier otro hombre. Béatrice no ha vestido a su hija de riguroso negro; por el contrario, la niña lleva un vestido blanco con el cuello y los puños grises, y una cinta negra alrededor de su bonita cintura todavía delgada, pero que pronto tendrá curvas. Coge la mano de la niña y la besa a través del velo; ambas se sorprenden.
El tren a París raras veces se retrasa; esta mañana viene un poco antes, un rugido lejano interrumpe el beso y las dos se disponen a esperar. La niña siempre se imagina que el tren choca contra la propia aldea, destruyendo casas, amontonando viejas piedras y levantando nubes de polvo, volcando gallineros y destrozando los puestos del mercado: un mundo
bouleversé
, como una de las ilustraciones de su libro de canciones infantiles, en la que aparecen unas ancianas recogiéndose el delantal y huyendo despavoridas con sus zuecos de madera, que parecen una extensión de sus enormes pies. Un desastre cómico, y entonces el polvo se asienta y en un instante todo vuelve a la normalidad mientras gente como maman sube discretamente al tren. Maman lo hace todo discretamente, con dignidad: lee discretamente para sí, te gira la cabeza discretamente un poco más a la derecha cuando te sientas para que te trence el pelo, te acaricia la mejilla discretamente.
Maman tiene también reacciones inesperadas que Aude reconoce en sí misma, pero no tiene modo de saber aún que son instantes de la juventud que jamás nos abandonan; el inesperado beso de una mano, el abrazo alegre de la cabeza y el sombrero de papá, sentado en el banco del jardín leyendo su periódico. Maman está guapa hasta vestida de luto, como lo están ahora por el abuelo de Aude y no hace mucho por la muerte del tío de papá en la lejana Algeria, adonde éste se fue a vivir hace años. O la sorprende de pie junto a la ventana trasera viendo cómo la lluvia cae sobre el prado, y detecta la extraña tristeza que hay en sus ojos. Su casa de la aldea es la última de todas, de modo que desde el jardín puedes acceder directamente al campo; más allá de los prados empieza un bosque más oscuro al que Aude no puede ir, salvo con su padre o su madre.
En el tren, en cuanto el revisor ha guardado su equipaje, Aude se acomoda imitando a su madre. Pero la calma le dura poco; al cabo de un momento se vuelve a levantar de un salto para ver por la ventanilla a un par de caballos guiados por su cochero favorito, Pierre le Triste, quien a diario viene con paquetes, repartos de las pequeñas tiendas del centro de la aldea, en ocasiones para la propia maman. Después de todos estos años lo conocen bien; papá compró su casa en la aldea el año en que Aude nació, la fecha perfecta y redonda de 1880. Aude no recuerda una época anterior a esta aldea, justo a medio camino entre Louveciennes y Marly-le-Roi y que el tren cruza tres veces por semana exhalando vapor, una época anterior a las estancias cortas y los largos veranos aquí con su madre y a veces también con su padre. Pierre se ha apeado y parece estar discutiendo con el revisor de fuera acerca de un paquete y una carta; decora su rostro una sonrisa, es la desbordante alegría que le ha hecho acreedor de su apodo cariñosamente irónico. Por la ventanilla Aude puede oír su voz, pero no entiende las palabras.
—¿Qué ocurre, cariño? —Su madre se está quitando los guantes y la capa, colocando su bolso, la cesta de Aude y su pequeño refrigerio.
—Es Pierre. —El revisor la localiza y la saluda con la mano, y Pierre saluda a su vez y se aproxima al tren, indicándole a Aude con sus grandes brazos que baje la ventanilla y coja un paquete y una carta. Su madre se levanta para recibirlos y le entrega el paquete a Aude, asintiendo para hacerle saber que puede abrirlo ahora mismo. Lo ha enviado papá desde París, un regalo tardío pero bienvenido; esta noche lo verán, pero le ha enviado a Aude un pequeño chal de color marfil con margaritas en las esquinas. Ella lo dobla satisfecha y se cubre con éste el regazo. Maman se ha sacado una horquilla azabache del pelo y está abriendo su carta, que también es de papá, aunque de su interior cae otro sobre, uno con sellos desconocidos y una letra temblorosa que Aude no ha visto nunca con anterioridad. Maman la coge rápidamente y la abre con un cuidado trémulo; parece haberse olvidado del chal nuevo. Desdobla la única hoja que hay, la lee y la vuelve a doblar, la desdobla y la lee, de nuevo la introduce lentamente en el sobre y la deja descansar encima de la seda negra de su regazo. Se reclina, se baja el velo; pero Aude la ve cerrar los ojos, ve que las comisuras de su boca descienden y tiemblan como hace la boca cuando uno decide no llorar. Aude baja la mirada, y acaricia el chal y sus margaritas; ¿qué puede haber hecho que maman se sienta así? ¿Debería intentar consolarla, decir algo?
Maman está quieta, y Aude mira por la ventanilla en busca de respuestas, pero únicamente está Pierre con sus botas y enorme chaqueta, descargando una caja de vino, que un muchacho se lleva en una carretilla. El revisor se despide de Pierre con la mano y el silbato del tren suena una y dos veces. Nada malo ha ocurrido en la aldea, que ha cobrado vida por doquier.
—¿Maman? —intenta Aude con un hilo de voz.
Los ojos oscuros que se ocultan tras el velo se abren, brillantes por las lágrimas, tal como Aude se temía.
—¿Sí, mi amor?
—¿Algo va… te han dado una mala noticia?
Maman la mira largo rato, y luego dice con la voz un tanto temblorosa:
—No, no hay nada nuevo. Es sólo una carta de un viejo amigo que ha tardado mucho en llegarme.
—¿Es de tío Olivier?
Maman coge aire, a continuación lo suelta.
—¿Por qué? Sí, lo es. ¿Cómo lo has adivinado, cariño?
—¡Oh! Porque ha muerto, supongo, y eso es muy triste.
—Sí, muy triste. —Maman entrelaza las manos encima del sobre.
—¿Y te escribía para hablarte de Algeria y el desierto?
—Sí —afirma ella.
—Pero ¿ha llegado demasiado tarde?
—En realidad, nunca es demasiado tarde —dice maman, pero se le enredan las palabras con un sollozo. Esto es preocupante; Aude desearía que el viaje hubiese terminado y que papá estuviese allí con ellas. Nunca ha visto llorar a maman. Sonríe más que casi todas las personas que conoce, exceptuando a Pierre le Triste. Especialmente cuando mira a Aude.
—¿Lo queríais mucho papá y tú?