—Nada —dije.
—Nada —repitió él.
Fuimos hasta la tienda de comestibles y le preguntamos al tendero por una familia llamada Renard, pero él se encogió de hombros con simpatía y siguió pesando salchichas. Entramos en la iglesia tras encontrar el modo de sortear las escaleras. El interior era frío y oscuro, una caverna. Henri se estremeció y me pidió que lo llevara hasta el pasillo, donde se quedó un rato con la cabeza agachada (debía de estar volviendo a contactar con sus muertos, pensé). A continuación fuimos a la
mairie
para ver si Esmé Renard o su familia figuraban en algún archivo. La señora que estaba detrás del mostrador nos ayudó encantada; saltaba a la vista que no había visto a nadie en toda la mañana y que estaba cansada de teclear, y cuando apareció otro funcionario (no acabé de entender del todo quién era, aunque en una localidad tan pequeña podría haberse tratado del mismísimo alcalde), nos buscaron una serie de documentos. Tenían archivos con la historia del pueblo y también un registro de nacimientos y defunciones, que originalmente había estado en la iglesia, pero que ahora se guardaba en una caja de metal ignífuga. No constaba ningún Renard; a lo mejor no habían sido ellos mismos los propietarios de la casa y únicamente la habían alquilado.
Y luego les dimos las gracias y nos dispusimos a salir del edificio. En la entrada, Henri me hizo una señal para que nos detuviéramos y alargó el brazo para darme la mano.
—No importa —me dijo amablemente—. Verá, hay muchas cosas para las que nunca se halla una explicación. En realidad, no es tan horrible.
—Es lo que me dijo ayer, y estoy convencido de que tiene razón —repuse, apretando su mano con suavidad; era como una colección de cálidas ramitas. Lo que Henri decía era verdad; mi corazón ya estaba latiendo por otra cosa. Me dio unas palmaditas en el brazo.
Tardé unos segundos en dirigir la silla hacia la salida. Al levantar la vista, el boceto estaba ahí. Enmarcado y colgado en la vieja pared de yeso de la entrada, una audaz porción de la escena al carboncillo sobre papel: un cisne, pero no la víctima del cuadro que había visto el día anterior; éste se apresuraba a aterrizar en lugar de levantar el vuelo con dificultad. Debajo del cisne yacía una figura humana, una grácil pierna parcialmente cubierta de tela. Accioné con cuidado el freno de la silla de Henri y me acerqué unos pasos. El cisne, la pantorrilla de la doncella, su pie adorable y las iniciales escritas en una esquina apresuradamente pero reconocibles, tal como las había visto sobre las flores y la hierba y junto al pie de uno de los raptores del cisne calzado con gruesas botas. La firma me resultaba familiar, se parecía más a un carácter chino que a un conjunto de letras latinas, era la característica firma de Béatrice. Había firmado así una cantidad de veces limitada y demasiado escasa, y luego había dejado de pintar para siempre. La puerta del despacho que quedaba a nuestras espaldas estaba cerrada, así que descolgué con cuidado el pequeño cuadro de la pared y lo puse sobre el regazo de Henri, sujetándolo de tal manera que no se le pudiese caer sin querer. Se puso bien las gafas y miró atentamente:
—¡Ah…, mon Dieu! —exclamó.
—Entremos de nuevo. —Lo contemplamos hasta saciarnos y lo volví a colgar en la pared con dedos temblorosos—. Ellos sabrán algo sobre esto, y si no alguien más.
Dimos media vuelta y volvimos al despacho, donde Henri pidió en francés información sobre el dibujo de la entrada. El joven alcalde (o quienquiera que fuese) se mostró nuevamente encantado de ayudarnos. Tenían varios dibujos como ése en un cajón; él no estuvo aquí cuando fueron encontrados en una casa en obras, pero a su antecesor le había gustado ése y lo había hecho enmarcar. Le pedimos si nos los dejaba ver, y después de buscar un poco encontró un sobre y nos lo dio. Debía atender una llamada en su despacho, pero no tenía inconveniente en que nos sentáramos allí ante la atenta mirada de la secretaria y examináramos los dibujos, si queríamos.
Abrí el sobre y le pasé los bocetos a Henri uno por uno. Eran estudios, principalmente sobre un grueso papel marrón, de alas, arbustos, de la cabeza y el cuello de un cisne, de la figura de la chica sobre la hierba con una mano en primer plano hundiéndose en la tierra. Junto con estos había una hoja de papel grueso, que desdoblé y le di a Henri.
—Es una carta —anunció—. Y estaba aquí mismo… una carta.
Yo asentí y el leyó, atascándose, traduciéndomela, en ocasiones haciendo una pausa cuando se le quebraba la voz.
Septiembre de 1879
Amado mío:
Te escribo desde lo que percibo como la mayor de las distancias posibles, desde la mayor agonía concebida. Temo estar separada de ti para siempre, y eso me está matando. Te escribo apresuradamente desde mi estudio, al cual no debes regresar. Ven, por el contrario, a casa. No sé por dónde empezar. Esta tarde, después de que te marcharas, he seguido trabajando en la figura; me estaba dando problemas y me he quedado más rato del previsto. Hacia las cinco, cuando la luz empezaba a desvanecerse, han llamado a la puerta; pensé que podía ser Esmé, trayéndome el chal. Sin embargo, era Gilbert Thomas, a quien ya conoces. Ha hecho una reverencia al entrar y ha cerrado la puerta. Me ha sorprendido, pero he supuesto que se había enterado de que Yves me ha regalado un estudio.
Me ha dicho que primero ha pasado por casa y se ha enterado de que me encontraba tan sólo a unos metros de distancia. Ha sido educado; me ha dicho que hacía algún tiempo que quería hablar conmigo de mi carrera, que, como sé, su galería es un gran éxito y únicamente necesita pintores nuevos para que triunfe aún más, que hace mucho tiempo que admira mi destreza, etcétera. De nuevo ha hecho una reverencia, con el sombrero frente a él. Entonces se me ha acercado, ha examinado nuestro cuadro y me ha preguntado si lo he pintado yo sola, sin ayuda… en ese momento ha hecho una sutil mueca, reparando en mi estado, aunque todavía llevaba puesto el blusón. No he querido explicarle que pronto lo terminaría y empezaría mi reclusión; no he querido ponerlo en evidencia ni a él ni a mí misma, ni mencionar que me has ayudado, de modo que no he dicho nada. Ha examinado detenidamente la superficie del cuadro, y ha dicho que era extraordinario y que había alcanzado mi plenitud bajo la tutela de mi mentor. He empezado a sentirme incómoda, aunque era imposible que él supiera que hemos trabajado conjuntamente. Me ha preguntado qué precio le pondría al cuadro y yo le he dicho que no pretendía venderlo hasta que hubiera sido juzgado por el Salón, y que incluso entonces quizá quisiera quedármelo. Con una amable sonrisa me ha preguntado qué precio le pondría a mi reputación o a la de mi hijo.
A fin de tener un momento para pensar, he fingido que estaba limpiando mi pincel, y acto seguido le he preguntado con la máxima serenidad posible a qué se refería. Él me ha dicho que seguramente pretendería volver a presentar el cuadro con el seudónimo de Marie Rivière; que no era ningún secreto para él, que veía a diario obras de artistas. Pero que ni la reputación de Marie ni la mía valdría menos que un cuadro. Naturalmente, él aceptaba de buena gana que las mujeres pintaran. De hecho, durante su viaje a Étretat a fines de mayo, había visto a una mujer pintando en plein airen la playa y entre acantilados, debidamente acompañada por un familiar de más edad, y tenía una nota que ella quizás había echado de menos. La ha extraído de su bolsillo, me la ha enseñado para que la leyera y cuando he querido cogerla, la ha retirado. He visto enseguida que era la nota que me escribiste aquella mañana, el lacre estaba roto. No la había visto nunca antes, pero era tu letra, iba dirigida a mí, eran tus palabras sobre nosotros, sobre nuestra noche… se la ha vuelto a guardar en la chaqueta.
Ha dicho que es una maravilla cómo las mujeres están empezando a entrar en la profesión, y que mis cuadros están a la altura de los que ha visto pintados por otras mujeres. Pero que una mujer puede cambiar de idea acerca de la pintura después de convertirse en madre y, desde luego, ante cualquier escándalo público; que el dinero no era suficiente recompensa a cambio de este cuadro soberbio, pero que si lo concluía volcando toda mi destreza, él me haría el honor de poner su propio nombre en una esquina del mismo. El honor sería todo suyo, en realidad, puesto que el cuadro ya era excelente, una combinación perfecta de lo antiguo y lo moderno, de la pintura clásica y natural (ha dicho que la chica es especialmente perfecta y joven, y que ha sido plasmada con la suficiente belleza como para atraer a cualquiera…), y estaría encantado de hacer lo mismo con cualquier cuadro futuro, bien entendido que ello me ahorraría cualquier situación desagradable. Ha seguido divagando como si hubiese simplemente estado hablando del mobiliario del estudio o de algún color interesante que yo estuviera utilizando.
No he podido mirarlo a la cara, ni hablar. Si hubieses estado ahí, me temo que lo habrías matado, o él a ti. Ciertamente, desearía que estuviera muerto, pero no lo está, y no me cabe ninguna duda de que hablaba en serio. El dinero no podrá hacerle cambiar de parecer. Aunque le entregue el cuadro cuando esté acabado, no nos dejará en paz. Es preciso que te marches, amor mío. Es horrible, especialmente porque esta amistad, que es la alegría de mi vida y que ha dotado a mi pincel de todo este talento renovado, ahora es completamente pura. Dime qué debo hacer y ten presente que mi corazón estará contigo decidas lo que decidas, pero ten piedad de Yves, sólo eso, por favor, mi amor. No puedo apiadarme de mí misma ni de ti. Ven a casa una vez más y traéme todas mis cartas, ya pensaré qué hacer con ellas. Pero jamás pintaré para este monstruo cuando termine este cuadro, y si lo hago será sólo una última vez para dejar constancia de esta infamia.
B.
Henri alzó la vista y me miró desde su silla.
—¡Dios mío! —exclamé—. Tenemos que decírselo. Decirles lo que tienen aquí. Lo de estos dibujos.
—No —repuso él. Intentó volverlo a introducir todo en el sobre, entonces me indicó que precisaba ayuda. Obedecí, pero lentamente. Él sacudió la cabeza—. Si ya saben algo, no hay ninguna necesidad de que sepan más. Es mejor que no sepan más. Y si no saben nada, mejor todavía.
—Pero nadie entiende… —Hice un alto.
—Sí, usted sí. Usted sabe todo lo que necesita saber. Y yo también. ¡Ojalá estuviese aquí Aude! Diría lo mismo. —Pensé que Henri tal vez lloraría, como había estado a punto de hacer con las cartas, pero se le iluminó la cara—. Lléveme fuera para que me dé el sol.
Marlow
En el avión hacia el aeropuerto de Dulles, con una manta sobre las rodillas, me imaginé la última carta de Olivier; quemada, tal vez, en la chimenea de la habitación parisina de Béatrice.
1051891
Amor mío:
Sé el riesgo que corro al escribirte, pero disculparás la necesidad de un anciano artista de despedirse de una compañera. Lacraré esta carta con cuidado, confiando en que nadie más que tú la abra. No me escribes nunca, pero siento tu presencia cada uno de mis días en este lugar extraño, inhóspito y hermoso; sí, he intentado pintarlo, aunque sabe Dios qué será de mis lienzos. En su última carta, de hace aproximadamente ocho meses, Yves me dijo que no has pintado en absoluto y que te has dedicado a tu hija, que tiene los ojos azules, un carácter abierto y es ágil de mente. Qué adorable e inteligente ha de ser, ciertamente, si en tus cuidados le has transmitido ese don que tienes. Pero ¿cómo has podido, amor mío, renunciar a tu talento natural? Quizá lo hayas disfrutado en la intimidad por lo menos. Ahora que llevo una década en África y que Thomas está muerto, ninguno de los dos podríamos ser ya una amenaza para tu reputación. Thomas se quedó con tus mejores obras en beneficio de su propia fama; ¿no podrías vengarte, pintando mejor incluso a partir de ahora? Pero recuerdo que eres una mujer obstinada, o cuando menos resuelta.
No importa; a los ochenta veo lo que ni siquiera a los setenta podía ver, que al final uno lo perdona casi todo, salvo a sí mismo. Sin embargo, ahora me perdono incluso a mí mismo, ya porque soy débil de carácter, ya porque cualquiera hubiera caído como yo rendido a tus pies, o quizá simplemente porque no me queda mucho tiempo de vida… cuatro meses, seis. No es que me importe especialmente. Todo lo que me diste arrojó un haz de luz sobre mis años pasados y redobló su luminosidad. Después de haber tenido tanto, no me puedo quejar.
Pero no he cogido hoy la pluma para poner a prueba tu paciencia con filosofías, sino para decirte que el deseo que me susurraste, en un momento que recuerdo con total agudeza de sentimientos, se hará realidad, tu petición de que muriese con tu nombre en los labios. Lo haré. Estoy seguro de que no es necesario que te lo diga, y puede que esto nunca llegue siquiera a tus manos (aquí el correo es, en el mejor de los casos, precario). Pero ese nombre musitado llegará de un modo u otro a tus oídos.
Ahora, mi queridísimo amor, piensa en mí con todo el perdón que seas capaz de reunir y que los dioses te colmen de felicidad hasta que seas mucho más anciana que este viejo despojo. Que Dios bendiga a tu pequeña y a Yves, afortunados de quedar a tu buen recaudo. Cuéntale a la niña alguna que otra historia sobre mí cuando crezca. Le dejo mi dinero a Aude… sí, Yves me ha dicho cómo se llama y él guardará mis ahorros para ella en la cuenta de París. Destina una pequeña parte de estos para llevarla algún día a Étretat. Si en algún momento vuelves a coger un pincel, recuerda que junto con todas las aldeas, acantilados y paseos que se pueden dar por sus alrededores, es el paraíso de un pintor. Te beso la mano, mi amor.
Olivier Vignot
Marlow
La mañana de mi regreso a Goldengrove era igualmente soleada; parecía que me hubiese traído la primavera desde Francia. También había traído para Mary un anillo de oro del siglo XIX engastado con rubíes, que me había costado más que el montante total de mis gastos de los últimos seis meses. El personal se alegró de verme, y despaché la primera avalancha de mensajes y papeleo en el tiempo que tardé en tomarme una única taza de café. Sus notas y las del doctor Crown, a cuyo cuidado había dejado a Robert, eran esperanzadoras; Robert seguía sin hablar, pero había estado entretenido y alegre, más participativo en las comidas colectivas, y había sonreído a los pacientes y al personal.
A continuación examiné a mis otros pacientes, dos de los cuales eran nuevos. Una de ellas era una chica joven a la que habían dado el alta tras permanecer bajo vigilancia por riesgo de suicidio en un hospital de Washington, y que estaba decidida a restablecerse lo suficiente para no hacer sufrir más a su familia. Me contó que ver llorar a su madre por ella había cambiado su perspectiva de muchas cosas. La otra recién llegada era una anciana; tenía mis dudas acerca de sus buenas condiciones físicas para estar aquí, pero hablaría con su familia. Me ofreció brevemente su mano delgada como una hoja, y yo la sostuve. Luego cogí mi maletín y me fui a ver a Robert.