En pleno centro de Oslo, durante la celebración de un concierto navideño, un inocente cae abatido a manos de un pistolero que parece haber errado el tiro. Sin móvil aparente, sin sospechoso y sin arma homicida, el inspector Harry Hole deberá enfrentarse a uno de los casos más desconcertantes de su carrera. Pero pronto la situación dará un temible vuelco: el asesino parece empeñado en saldar su error dando con su auténtica víctima. La ciudad se convertirá entonces en un inmenso tablero en que asesino y policía jugarán una partida a contrarreloj. ¿A quién persigue realmente el criminal? ¿Qué relaciona su sangrienta misión con el rapto de una niña doce años atrás? A medida que el cerco sobre el volátil homicida se vaya estrechando, Hole irá tomando conciencia de que cada segundo puede llegar a contar más que toda una vida.
Jo Nesbø
El redentor
Harry Hole, 6
ePUB v1.0
Ledo20.03.12
Autor: Jo Nesbø
Título original:
Frelseren
Traducción: Carmen Montes Cano y Ada Berntsen.
Año de publicación: 2012
¿Quién es este que viene de Edom,
con las ropas al rojo vivo de Bosrá?
¿Quién es este de espléndido vestido,
que camina con plenitud de fuerza?
—Soy yo, que proclamo justicia,
que tengo poder para salvar
Isaías, 63
Adviento
A
GOSTO, 1991
L
AS ESTRELLAS
Tenía catorce años y estaba segura de que, si cerraba los ojos y se concentraba, podría ver las estrellas a través del techo.
A su alrededor respiraban varias mujeres. Era una respiración propia del sueño, acompasada, profunda. Solo una roncaba, la tía Sara, a la que habían colocado en un colchón bajo la ventana abierta.
Cerró los ojos e intentó respirar como las demás. Era difícil dormir, en particular desde que todo lo que la rodeaba se había vuelto de pronto tan nuevo y diferente. Los sonidos de la noche y del bosque que se extendía al otro lado de la ventana en Østgård eran distintos. Las personas a las que tan bien conocía de las reuniones en el Templo y de los campamentos de verano ya no eran las mismas. Ella tampoco era la misma. Aquel verano, la cara y el cuerpo que le devolvía el espejo del lavabo parecían otros. Al igual que sus sentimientos, esas extrañas oleadas de frío y calor que le recorrían el cuerpo cuando alguno de los chicos la miraba. En concreto, cuando la miraba uno de ellos. Robert. Aquel año, él también se había convertido en otra persona.
Abrió los ojos de par en par. Sabía que Dios tenía poder para hacer grandes cosas, incluso para dejarle ver las estrellas a través del techo. Si Él quería.
Había sido un día largo y lleno de acontecimientos. El viento seco del verano silbaba entre las espigas de los campos, y las hojas de los árboles bailaban una danza febril de modo que la luz se vertía a raudales sobre los veraneantes tumbados en el césped del patio. Estaban oyendo a uno de los cadetes de la Escuela de Oficiales del Ejército de Salvación hablar sobre su trabajo como predicador en las islas Feroe. Era atractivo y se expresaba con gran sensibilidad y entusiasmo.
Pero ella se había entretenido espantando un abejorro que le zumbaba alrededor de la cabeza y, cuando este desapareció repentinamente, el calor ya la había dejado aletargada. Cuando el cadete terminó, los ojos de todos los presentes se posaron en el comisionado, David Eckhoff, que les devolvió la mirada con unos ojos risueños y jóvenes pese a tener más de cincuenta años. Realizó el saludo propio del Ejército de Salvación que consistía en levantar la mano derecha por encima del hombro, apuntar con el dedo índice hacia el reino de los cielos y pronunciar un rotundo «¡Aleluya!». Luego pidió que bendijeran la labor del cadete entre pobres y marginados, recordando a todos lo que dice el Evangelio de San Mateo, a saber, que Jesús, el Redentor, podía andar vagando entre ellos por las calles como un extraño, quizá como un presidiario, sin comida ni ropa. Y que los justos, los que hubieran ayudado a los necesitados, alcanzarían la vida eterna en el día del juicio final. Aquel discurso prometía ser largo, pero entonces se oyó un murmullo y él se echó a reír diciendo que, según el programa, había llegado el momento del Cuarto de Hora de la Juventud, y que hoy le tocaba el turno a Rikard Nilsen.
Ella se dio cuenta de que Rikard intentaba que su voz sonara más adulta cuando dio las gracias al comisionado. Como de costumbre, Rikard llevaba el discurso por escrito y se lo había aprendido de memoria. Y allí estaba, hablando acerca de aquella lucha a la que quería dedicar su vida, la lucha de Jesús por el reino de Dios. Lo hizo con un tono nervioso pero monótono y soporífero al mismo tiempo. Detuvo sobre ella la mirada ceñuda e introvertida. Ella parpadeó al reparar en el labio superior, que, sudoroso, se movía a medida que formaba frases conocidas, confiadas, aburridas. Así que no reaccionó cuando una mano le tocó la espalda. No hasta que las yemas de los dedos descendieron por la columna hacia la región lumbar y más abajo, y le provocaron un escalofrío bajo la tela ligera del vestido veraniego.
Se dio la vuelta y vio los ojos marrones y sonrientes de Robert. Le habría gustado tener la piel tan morena como la suya para disimular el rubor de las mejillas.
—¡Silencio! —dijo Jon.
Robert y Jon eran hermanos. A pesar de que Jon era un año mayor, de pequeños mucha gente los tomaba por gemelos. Pero Robert ya tenía dieciséis años, y aunque ambos conservaban el parecido, las diferencias resultaban más obvias. Robert era alegre, despreocupado, le gustaba tomar el pelo a la gente y tocaba muy bien la guitarra, pero nunca llegaba puntual a los sermones que se celebraban en el Templo, y a veces se pasaba un poco con sus bromas, sobre todo si se daba cuenta de que los demás le reían la gracia. En esas ocasiones, Jon solía intervenir. Era un chico honrado y responsable. La gente pensaba que iría a la Escuela de Oficiales y, aunque no lo decían expresamente, también pensaban que encontraría novia en el seno del Ejército, lo que no podía considerarse tan evidente tratándose de Robert. Jon era dos centímetros más alto que su hermano, pero curiosamente, este parecía más alto. Eso se debía a que a los doce años Jon empezó a encorvarse, como si llevara todo el peso del mundo sobre sus espaldas. Ambos eran morenos y tenían rasgos delicados y atractivos, pero Robert poseía algo que a Jon le faltaba. Algo que se adivinaba detrás de sus ojos, algo oscuro y juguetón que ella no estaba segura de querer descubrir.
Mientras Rikard hablaba, ella recorrió con la mirada las muchas caras conocidas de la congregación. Un día se casaría con un chico del Ejército de Salvación, puede que los destinaran a otra ciudad, a otra parte del país. Pero siempre volverían a Østgård, al lugar que el Ejército acababa de comprar, y que desde ahora sería el destino común de sus vacaciones.
Apartado de la congregación, en la escalera de la casa, se había sentado un chico rubio que acariciaba a un gato que tenía en el regazo. Por la expresión de su cara, ella supo que había estado mirándola, pero le había dado tiempo de apartar la mirada antes de que lo sorprendiera. Era la única persona allí presente a la que no conocía, pero sabía que se llamaba Mads Gilstrup, que era nieto de los que habían sido los dueños de Østgård, que era un par de años mayor que ella y que la familia Gilstrup era rica. Sí, bueno, era bastante guapo, pero tenía un aire solitario. Por cierto, ¿qué estaría haciendo allí? Había llegado la noche anterior y lo habían visto deambulando por ahí con semblante enojado, sin hablar con nadie. Pero ella ya había advertido su mirada un par de veces. Todo el mundo la miraba aquel año. Eso también era una novedad.
Robert vino a sacarla de sus pensamientos cogiéndole la mano y, depositando un objeto en ella, le dijo:
—Ven al granero cuando el aspirante a general haya terminado. Quiero enseñarte algo.
Robert se puso de pie y se marchó, y ella estuvo a punto de soltar un grito cuando se miró la mano. Se tapó la boca con la otra mano y dejó caer al suelo lo que le había dado. Era un abejorro. Aún se movía, pero no tenía patas ni alas.
Rikard terminó por fin, y ella se quedó mirando cómo sus padres y los de Robert y Jon se acercaban a las mesas donde servían el café. Ambas eran lo que el Ejército llamaba «familias fuertes» dentro de sus respectivas congregaciones de Oslo, y ella sabía que la tenían vigilada.
Se dirigió a la letrina y, al doblar la esquina y comprobar que nadie la veía, echó a correr en dirección al granero.
—¿Sabes qué es esto? —preguntó Robert con ojos risueños y esa voz grave que no tenía el verano anterior.
Estaba tumbado en el heno tallando una raíz con la navaja que siempre llevaba en el cinturón.
Levantó la raíz y ella vio de qué se trataba. Lo había visto en dibujos. Esperaba que estuviera suficientemente oscuro como para que él no se diera cuenta de que volvía a sonrojarse.
—No —mintió y se sentó a su lado en el heno.
Y él la miró burlón, como si supiera de su persona algo que ni siquiera ella misma conocía. Y ella le devolvió la mirada y se recostó apoyándose en los codos.
—Algo que debe llegar hasta aquí —dijo y, en un abrir y cerrar de ojos, tenía la mano debajo del vestido.
Ella sintió la raíz dura contra la parte interior del muslo. Aún no había tenido tiempo de cerrar las piernas, cuando notó que le rozaba las braguitas. Sintió en el cuello la respiración cálida de Robert.
—No, Robert —susurró.
—Es que lo he hecho especialmente para ti —resopló él.
—Para, no quiero.
—¿Me estás rechazando? ¿A mí?
Ella se quedó sin resuello, sin poder contestar ni gritar, cuando, de repente, oyeron la voz de Jon desde la puerta del granero.
—¡Robert! ¡No, Robert!
Ella notó que soltaba la mano, que la apartaba, y la raíz quedó atrapada entre sus piernas.
—¡Ven aquí! —dijo Jon con un tono que parecía reservado a un perro desobediente.
Robert se levantó riendo; le guiñó un ojo, y echó a correr hacia el sol, donde se encontraba su hermano.
Ella permaneció sentada, sacudiéndose el heno y sintiéndose aliviada y avergonzada al mismo tiempo. Aliviada porque Jon había interrumpido aquel juego alocado. Avergonzada porque parecía que él se lo había tomado como algo más de lo que era: un juego.