El redentor (36 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

Tore Bjørgen tamborileaba impaciente con los dedos en el espejo rococó con decoraciones de concha gris perla. El anticuario le había explicado que, en realidad, «rococó» era un adjetivo insultante procedente de la palabra francesa
rocaille
, que significa 'grotesco'. Más tarde, Tore comprendió que eso fue lo que acabó convenciéndolo de que valía la pena pedir un préstamo para pagar las doce mil coronas que costaba.

En la centralita de la policía habían intentado pasarlo con Delitos Violentos, pero, como nadie contestaba, trataban de ponerlo con el grupo de guardia.

Oyó ruidos en el dormitorio. El sonido de las cadenas contra el cabecero de la cama. O sea que el Stesolid no era el somnífero más eficaz.

—Grupo de guardia. —Tore se sobresaltó al oír la voz profunda y tranquila del agente.

—Sí, llamaba por… Se trata de esa recompensa. Relacionada… eh…, con el tío que le disparó a otro tío del Ejército de Salvación.

—¿Quién eres y desde dónde llamas?

—Tore. De Oslo.

—¿Puedes ser más preciso?

Tore tragó saliva. Por varios motivos, había recurrido a la opción de ocultar el número de teléfono desde el que llamaba, sabía que tenía derecho a ello y que, en la pantalla del grupo de guardia aparecería seguramente la leyenda «número desconocido».

—Puedo ayudaros. —La voz de Tore había subido de tono.

—Primero tengo que saber…

—Lo tengo aquí. Encadenado.

—¿Dices que has encadenado a alguien?

—¡Pero si es un asesino, hombre! Es peligroso, yo mismo lo vi con una pistola en el restaurante. Se llama Christo Stankic. Vi el nombre en el periódico.

Hubo un silencio al otro lado de la línea. La voz volvió otra vez, igual de profunda, pero algo menos impasible.

—Vamos a tranquilizarnos. Dime quién eres y dónde estás e iremos enseguida.

—¿Y qué pasa con la recompensa?

—Si tus indicaciones conducen a la detención de la persona correcta, certificaré que nos has ayudado.

—¿Y entonces recibiré la recompensa enseguida?

—Sí.

Tore pensó. En Ciudad del Cabo. En duendes de Navidad bajo el tórrido sol de África. Crujió el teléfono. Tomó aire para contestar y miró su espejo rococó de doce mil coronas. En ese instante, Tore Bjørgen se percató de tres cosas. Que el crujido no venía del teléfono. Que no se consiguen esposas de máxima calidad en Internet, y menos si son de un paquete de aficionado al precio de 599 coronas. Y que, con toda probabilidad, él ya había celebrado su última Noche Buena.

—¿Oiga? —dijo la voz del teléfono.

A Tore Bjørgen le habría gustado contestar, pero un hilo de nailon con unas bolas relucientes que se parecían muchísimo a los adornos navideños le obstruyó la vía de acceso del aire necesario para hacer vibrar las cuerdas vocales.

19

V
IERNES, 18 DE DICIEMBRE

C
ONTENEDOR

Iban cuatro personas en el coche que avanzaba a través de la noche y la nevada, entre altos montones de nieve.

—Østgård está aquí arriba, a la izquierda —dijo Jon desde el asiento trasero, sujetado a la delgada figura de Thea.

Halvorsen abandonó la carretera. Harry contempló las granjas diseminadas centelleando como faros en lo alto de una cima o en medio de las arboledas.

Cuando Harry dijo que el apartamento de Robert ya no era un escondite seguro, el propio Jon sugirió Østgård. E insistió en que Thea lo acompañara.

Halvorsen entró en un patio situado entre una casa blanca y un granero rojo.

—Tenemos que llamar al vecino y pedirle que venga con el tractor para quitar algo de nieve —explicó Jon mientras caminaban hasta la casa por encima de la nieve recién caída.

—Para nada —dijo Harry—. Nadie debe saber que estáis aquí. Ni siquiera la policía.

Jon se acercó a la pared que había junto a la escalera, contó cinco tablas a la derecha y metió la mano bajo la nieve, por debajo del revestimiento de madera.

—Aquí está —anunció sujetando una llave en el aire.

Parecía que hiciera más frío dentro y que las paredes de madera pintada se hubiesen helado, por lo que las voces sonaban estridentes. Con unos zapatazos, se sacudieron la nieve de las botas y entraron en una cocina grande con una buena mesa de comedor, varios armarios, un banco para sentarse y una estufa Jøtul en el rincón.

—Voy a encender el fuego. —Jon se calentó las manos con el aliento y se las frotó—. Seguro que hay leña en el banco, pero necesitaremos más de la leñera.

—Yo voy a buscarla —dijo Halvorsen.

—Tendrás que quitar la nieve y abrir un sendero. Hay dos palas en la entrada.

—Te acompaño —murmuró Thea.

De repente dejó de nevar y empezó a escampar. Harry fumaba junto a la ventana mientras observaba cómo Halvorsen y Thea quitaban la nieve a la blanca luz de la luna. Se oía el chisporroteo de la estufa. Jon estaba en cuclillas, contemplando las llamas.

—¿Cómo reaccionó tu novia a lo de Ragnhild Gilstrup? —preguntó Harry.

—Me ha perdonado —dijo—. Como te dije, pasó antes de estar con ella.

Harry miró su cigarrillo.

—¿Sigues sin saber qué podía hacer Ragnhild Gilstrup en tu apartamento?

Jon negó con la cabeza.

—No sé si te diste cuenta —prosiguió Harry—. Pero parecía que alguien había forzado el último cajón de tu escritorio. ¿Qué guardabas allí?

Jon se encogió de hombros.

—Cosas personales. Cartas, más que nada.

—¿Cartas de amor? ¿De Ragnhild, por ejemplo?

Jon se sonrojó.

—Yo… No me acuerdo. De la mayoría me deshice, pero tal vez conservara una o dos. Mantenía cerrado ese cajón.

—¿Para que Thea no las encontrara si se quedaba sola en el apartamento?

Jon asintió lentamente.

Harry salió a la escalera que daba al patio, dio las últimas caladas al cigarrillo, lo tiró en la nieve y sacó el móvil. Gunnar Hagen contestó al tercer tono.

—He trasladado a Jon Karlsen —anunció Harry.

—Especifica.

—No es necesario.

—¿Cómo dices?

—Está en un lugar más seguro que antes. Halvorsen se quedará aquí esta noche.

—¿Dónde, Hole?

—Aquí.

Harry se imaginó lo que vendría a continuación mientras el silencio resonaba en el auricular. Y volvió a oír la voz de Hagen, bajita pero clara:

—Hole, tu superior acaba de hacerte una pregunta concreta. Negarse a contestarla equivale a negarse a obedecer una orden. ¿Me explico con claridad?

A menudo Harry deseaba habérselo montado de otra manera, haber tenido un poco de ese instinto social de supervivencia que posee la mayoría de la gente. Pero, sencillamente, no podía, nunca había podido.

—¿Por qué es tan importante saberlo, Hagen?

La voz de Hagen temblaba de ira.

—Cuando puedas hacerme tú las preguntas te lo haré saber, Hole. ¿Entiendes?

Harry esperó. Y esperó. Y entonces, al oír que Hagen tomaba aire, lo soltó:

—La finca Skansen.

—¿Cómo?

—Se encuentra al este de Strømmen. El terreno de entrenamiento de la policía, en Lørenskog.

—De acuerdo —dijo Hagen.

Harry colgó y marcó otro número mientras observaba a Thea que, iluminada por la luz de la luna, miraba en dirección a la letrina. Había dejado de quitar nieve y su figura se había quedado congelada en una postura tiesa y extraña.

—¿Skarre?

—Aquí Harry. ¿Alguna novedad?

—No.

—¿Ningún soplo?

—Nada serio.

—Pero ¿la gente llama?

—Hombre, claro, se han enterado de que hay una recompensa. Mala idea, en mi opinión. No es más que trabajo extra para algunos de nosotros.

—¿Qué dicen?

—¿Qué dicen? Describen caras que creen que se parecen a la del sospechoso. El más gracioso fue un tipo que llamó al grupo de guardia insistiendo en que tenía a Stankic encadenado a la cama de su casa y preguntó si eso le daba derecho a recibir la recompensa.

Harry esperó a que la retumbante risa de Skarre se hubiese aplacado.

—¿Y cómo descubrieron que mentía?

—No tuvieron que hacerlo, acabó colgando. Es obvio que era un loco. Insistía en que había visto a Stankic antes. Con una pistola en un restaurante. ¿Qué estáis haciendo?

—Pues estamos… ¿Qué acabas de decir?

—Me preguntaba…

—No. Lo de que había visto a Stankic con una pistola.

—¡Ja, ja! La gente tiene mucha imaginación, ¿verdad?

—Ponme con la persona del grupo de guardia con la que hablaste.

—Pero…

—Ahora, Skarre.

Harry contactó con el jefe de servicio y, tras intercambiar unas frases, le pidió que aguardase un momento.

—¡Halvorsen! —La voz de Harry llegó hasta el patio.

—¿Sí? —Halvorsen apareció delante del granero, bajo la luz de la luna.

—¿Cómo se llamaba el camarero que había visto a un tío en los servicios con una pistola llena de jabón?

—¿Cómo voy a acordarme?

—Me importa una mierda cómo lo hagas. Hazlo.

Los ecos resonaban en el silencio de la noche entre las paredes de la casa y del granero.

—Tore algo. ¿Puede ser?

—¡Bingo! Tore es el nombre que dijo por teléfono. Y ahora acuérdate del apellido, querido.

—Esto… ¿Børg? No. ¿Børang? No.

—¡Vamos, Lev Yashin!

—Bjørgen. Eso era. Bjørgen.

—Suelta la pala, te dejaré que conduzcas a toda pastilla.

Un coche patrulla los esperaba, cuando, veintiocho minutos más tarde, Halvorsen y Harry pasaban junto a la plaza de Vestkanttorget y giraban por la calle Schive hasta la dirección de Tore Bjørgen, un dato que el
maître
del Biscuit había facilitado al agente de guardia.

Halvorsen se detuvo a la altura del coche patrulla y bajó la ventanilla.

—Tercera planta —dijo la policía que llevaba el coche señalando una ventana iluminada en la fachada de hormigón.

Harry se inclinó por encima de Halvorsen.

—Halvorsen y yo subimos. Uno de vosotros se queda aquí y mantiene contacto con el grupo de guardia, y otro se va al patio interior para vigilar la escalera trasera. ¿Lleváis algún fusil que podáis prestarme en el maletero?

—Sí —contestó la mujer.

Su colega masculino se inclinó.

—Tú eres el tal Harry Hole, ¿verdad?

—Correcto, agente.

—Alguien del grupo de guardia dijo que no tienes permiso de armas.

—No tenía, agente.

—Ah, ¿sí?

Harry sonrió.

—Me dormí para la primera prueba de tiro que se celebraba este otoño. Pero tengo el placer de informarte de que en la segunda mi resultado ha sido el tercero mejor del cuerpo. ¿Vale?

Los dos policías se miraron.

—De acuerdo —masculló el hombre.

Harry abrió la puerta del coche, las gomas congeladas de la junta protestaron con un chisporroteo.

—Vale, vamos a comprobar si hay algo de cierto en este soplo.

Por segunda vez en dos días, Harry llevaba un MP-5 cuando llamó al portero automático de un tal Sejerstedt y explicó a una angustiada voz de mujer que eran de la policía. Y que si no se fiaba, podía acercarse a la ventana y vería el coche patrulla. Ella hizo lo que le sugería. La agente entró en el patio y se quedó allí mientras Halvorsen y Harry subían la escalera.

El nombre de Tore Bjørgen estaba grabado en negro en una placa de latón, sobre el timbre. Harry pensó en Bjarne Møller quien, la primera vez que estuvieron de servicio juntos, enseñó a Harry el método más sencillo y más eficaz de saber si había alguien dentro de una vivienda. Pegó el oído contra el cristal de la puerta. No se oía nada.

—¿Cargado y sin seguro? —murmuró Harry.

Halvorsen había sacado su arma reglamentaria y se colocó contra la pared a la izquierda de la puerta.

Harry tocó el timbre.

Contuvo la respiración y aguzó el oído.

Pulsó otra vez el timbre.

—Entrar por la fuerza o no entrar por la fuerza —susurró Harry—. Esa es la cuestión.

—En ese caso, deberíamos haber llamado para pedir la orden de regist…

Harry dio con la culata del MP-5 en la puerta y el tintineo de cristales rotos interrumpió a Halvorsen. Harry se apresuró a meter la mano y abrió la cerradura.

Una vez dentro, señaló las puertas que quería que Halvorsen controlase. Él se dirigió a la sala de estar. Nada. Pero se dio cuenta de que el espejo que había sobre la mesa del teléfono parecía haber sufrido el impacto de algo duro. Se había caído un círculo del cristal del centro y, como si de un sol negro se tratara, irradiaba rayos negros hacia el lujoso marco dorado. Harry se concentró en la puerta entreabierta que se veía al final del salón.

—Nadie en la cocina ni en el baño —susurró Halvorsen detrás de él.

—De acuerdo. Mantente alerta.

Harry avanzó hasta la puerta. Y entonces lo supo. Si allí había algo, lo encontrarían en aquella habitación. En la calle se oía el borboteo del silenciador defectuoso de una moto. Los frenos de un tranvía chillaban a lo lejos como animales heridos. Harry notó que se encogía instintivamente. Como si quisiera hacerse lo más pequeño posible.

Empujó la puerta con el cañón del subfusil automático, entró y se apartó rápidamente del umbral, para no convertirse en un blanco fácil. Pegó la espalda a la pared y mantuvo el dedo en el gatillo mientras esperaba a que los ojos se habituasen a la penumbra.

Con la ayuda de la luz que entraba por la puerta distinguió una enorme cama de latón con cabecero y pies. Por debajo del edredón asomaban unas piernas desnudas. Harry se adelantó, cogió una esquina del edredón y tiró fuerte.

—¡Jesús! —exclamó Halvorsen. Se hallaba en el umbral de la puerta y, muy despacio, empezó a bajar la mano que sostenía el revólver, mirando hacia la cama sin dar crédito a lo que veía.

Calculó la altura a la que se encontraba el alambre de espino que coronaba la valla. Cogió impulso y saltó. Avanzaba reptando como un gusano, como Bobo le enseñó. La pistola que guardaba en el bolsillo le golpeó el estómago al saltar. Cuando se vio al otro lado, sobre el asfalto cubierto de hielo, descubrió a la luz de la farola que se había hecho una buena rasgadura en la chaqueta azul. Por el agujero asomaba una tela blanca.

Un sonido le hizo apartarse de la luz y esconderse entre las sombras de los contenedores apilados en hileras en el gran solar del puerto. Aguzó el oído y miró a su alrededor. Se oyó el discreto silbido del viento al soplar contra las ventanas rotas de una vieja cabaña de madera.

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