—Tampoco hemos encontrado contactos dudosos en los documentos ni en las cartas.
—Skarre… —repitió Harry, amenazador.
—Pero hemos hallado una copia interesante de un billete de avión —anunció Skarre—. Adivina adonde.
—Te daré una paliza.
—A Zagreb —se apresuró a decir Skarre. Y al ver que Harry no contestaba, añadió—: Croacia.
—Ya, gracias. ¿Cuándo estuvo allí?
—En octubre. Salida el doce de octubre con vuelta esa misma noche.
—Ya. Un único día de octubre en Zagreb. No parece un viaje de placer.
—Hablé con su jefa en el Fretex de la calle Kirkeveien y dice que ellos no programaron ningún viaje al extranjero para Rikard.
Harry ya había colgado cuando se preguntó por qué no le habría dicho a Skarre que estaba satisfecho de su trabajo. Debería haberlo hecho. ¿Estaba volviéndose un capullo con los años? No, pensó mientras recogía las cuatro coronas del cambio que le daba el taxista, siempre lo había sido.
Harry se apeó y se encontró con el triste goteo gonorreico del típico chaparrón de Bergen, que, según el mito, empezaba una tarde de septiembre y terminaba una tarde de marzo. Anduvo los pocos pasos que lo separaban de la puerta de la cafetería Børs, se quedó de pie observando el local y se preguntó qué haría la inminente ley antitabaco con sitios como aquel. Harry había estado en Børs dos veces y era un lugar en que, instintivamente, se sentía como en casa, pero al mismo tiempo, ajeno. Los camareros se paseaban con chaquetas rojas y aires de trabajar en un establecimiento de categoría, mientras servían jarras de cerveza de medio litro y chistes resecos a los lugareños, pescadores jubilados, tenaces marineros de la Segunda Guerra Mundial y otros náufragos. La primera vez que visitó el establecimiento, una famosa venida a menos se puso a bailar el tango por entre las mesas con un pescador, mientras una señora mayor con traje de fiesta cantaba romanzas alemanas con acompañamiento de acordeón y, rítmicamente, en las partes instrumentales, dejaba caer obscenidades que pronunciaba con la erre parisina.
Harry localizó lo que buscaba y se acercó a la mesa en la que se veía a un hombre alto y delgado, inclinado sobre un vaso de medio litro ya vacío y otro a punto de estarlo.
—Jefe.
El hombre levantó la cabeza al reconocer el sonido de la voz de Harry. Los
ojos
siguieron el movimiento con cierto retraso. Tras la acuosa capa de la embriaguez, se le encogían las pupilas.
—Harry. —Tenía la voz sorprendentemente clara e identificable.
Harry cogió una silla libre de la mesa vecina.
—¿De paso? —preguntó Bjarne Møller.
—Sí.
—¿Cómo me has encontrado?
Harry no contestó. Estaba preparado para lo que pudiera encontrar, pero a pesar de eso, no daba crédito a lo que veía.
—Así que en la comisaría andan murmurando. Vaya, vaya. —Møller dio un buen sorbo—. Curioso cambio de papeles, ¿no te parece? Era yo quien solía encontrarte a ti en estas condiciones. ¿Una cerveza?
Harry se inclinó sobre la mesa.
—¿Qué ha pasado, jefe?
—¿Qué suele impulsar a un hombre adulto a beber en horas laborables, Harry?
—Que lo hayan despedido o que su mujer lo haya dejado.
—No me han despedido, todavía. Que yo sepa, —rio Møller en silencio. Los hombros se movían, pero no emitía sonido alguno.
—¿Acaso Kari…? —Harry enmudeció. No sabía cómo decirlo.
—Ella y los chicos no llegaron a venir. De acuerdo. Ya lo habíamos pactado así.
—¿Cómo?
—Echo de menos a mis hijos, por supuesto. Pero voy tirando. Esto solo es… ¿Cómo se llama…? ¿Una fase transitoria? Sí, pero hay una palabra más elegante. Trans… No…
Møller bajó la cabeza hacia el vaso.
—Vamos a dar una vuelta —dijo Harry antes de pedir la cuenta.
Veinticinco minutos más tarde, Harry y Bjarne Møller se hallaban dentro de la misma nube, ante la barandilla que hay en la montaña llamada Fløien, y miraban hacia abajo, a lo que posiblemente era Bergen. Un tranvía de recorrido cortado oblicuamente, como si fuese un pedazo de tarta, tirado por gruesos cables de acero, los llevó allá arriba desde el centro de la ciudad.
—¿Por eso viniste aquí? —preguntó Harry—. ¿Porque Kari y tú estabais pensando en romper?
—Aquí llueve tanto como dicen —dijo Møller.
Harry exhaló un suspiro.
—Beber no ayuda, jefe. Solo empeora las cosas.
—Esa frase es mía, Harry. ¿Qué tal lo lleváis Gunnar Hagen y tú?
—Es bueno dando clases.
—Ten cuidado. No lo subestimes, Harry. Es más que un profesor. Gunnar Hagen estuvo siete años en el comando especial de Defensa.
—¿El comando especial de Defensa? —repitió Harry, sorprendido.
—Claro. Me lo acaba de contar el comisario jefe de la policía judicial. Hagen se unió a ellos en 1981, cuando se creó el comando especial de Defensa para proteger nuestras plataformas en el Mar del Norte. Como el servicio es secreto, nunca ha figurado en su currículo.
—El comando especial de Defensa —repitió Harry, notando que la gélida lluvia estaba a punto de filtrársele por la tela de los hombros—. He oído que allí son de una lealtad inquebrantable.
—Es como una fraternidad —dijo Møller—. Impenetrable.
—¿Conoces a otras personas que hayan formado parte de ese comando?
Møller negó con la cabeza. Ya se le veía más sobrio.
—¿Alguna novedad en la investigación? He recibido información confidencial.
—Ni siquiera tenemos un móvil.
—El móvil es el dinero —aseveró Møller aclarándose la garganta—. Codicia, la ilusión de que las cosas cambian cuando se tiene dinero, de que uno mismo se transformará cuando lo tenga.
—Dinero. —Harry miró a Møller y dijo vacilante—: Tal vez.
Møller escupió con desdén hacia la charca fangosa que se extendía ante ellos.
—Encuentra el dinero. Encuentra el dinero y rastréalo. Te conducirá a la respuesta.
Harry nunca lo había oído hablar así, con la amarga certeza de poseer unos conocimientos que le habría gustado no tener.
Harry tomó aire y se aventuró.
—Sabes que no suelo andarme por las ramas, jefe, así que ahí va. Tú y yo somos de ese tipo de tíos que no tienen muchos amigos. Y aunque tal vez no me consideres un amigo, por lo menos soy algo parecido.
Harry miró a Møller, pero no hubo reacción.
—He venido aquí para que me digas si hay algo que yo pueda hacer. Si hay algo de lo que quieres hablar…
Seguía sin haber reacción.
—Yo no tengo ni puñetera idea, jefe, pero aquí me tienes.
Møller volvió la cara hacia el cielo.
—¿Sabías que los de Bergen, como no usan el morfema «-a», llaman a esto que tenemos a nuestra espalda
vidden
,montaña, en lugar de
vidda
?Y, en realidad, es lo que es. Una montaña de verdad. A seis minutos en teleférico desde el centro de la segunda ciudad más grande de Noruega, hay gente que pierde el norte y acaba muriendo. Curioso, ¿verdad?
Harry se encogió de hombros. Møller suspiró.
—Nunca dejará de llover. Vamos, tomemos ese vagón de hojalata.
Una vez abajo, se fueron juntos hasta la parada de taxis.
—Fuera de las horas punta, no se tarda más de veinte minutos hasta Flesland —dijo Møller.
Harry asintió y esperó para entrar. La lluvia ya le había calado la chaqueta.
—Sigue el rastro del dinero —insistió Møller poniéndole la mano en el hombro—. Y haz lo que tengas que hacer.
—Tú también, jefe.
Møller levantó la mano y echó a andar, pero se volvió en el momento en que Harry se iba a meter en el taxi y gritó algo que se tragó el ruido del tráfico. Harry encendió el móvil mientras atravesaban la plaza de Danmark. Un SMS de Halvorsen, que esperaba su llamada. Harry marcó el número.
—Tenemos la tarjeta de crédito de Stankic —dijo Halvorsen—. Anoche, justo antes de las doce, se la tragó un cajero cerca de la plaza Youngstorget.
—Así que venía de allí cuando entramos en el Heimen.
—Sí.
—Youngstorget está bastante lejos del Heimen —reflexionó Harry—. Supongo que iría hasta allí temiendo que, si seguíamos el rastro de la tarjeta, llegásemos a un lugar cercano al Heimen. Lo que significa que tiene una apremiante necesidad de dinero.
—Ahora viene lo mejor —añadió Halvorsen—. El cajero tiene cámara de vigilancia.
—¿Sí?
Halvorsen hizo una pausa calculada.
—Venga —dijo Harry—. No lleva la cara oculta, ¿es eso?
—Sonríe directamente a la cámara como una estrella de cine —dijo Halvorsen.
—¿Le has dado la grabación a Beate?
—Ahora mismo está en
House of Pain
repasándola.
Ragnhild Gilstrup pensaba en Johannes. En lo diferente que podría haber sido todo si ella hubiera seguido el impulso de su corazón, que siempre había sido más avispado que su cabeza. Y en lo extraño que resultaba que nunca antes se hubiera sentido tan desgraciada y, al mismo tiempo, con tantas ganas de vivir como en aquel momento.
Vivir un poco más.
Porque ahora lo entendía todo.
Miró aquella boca negra y comprendió lo que tenía delante.
Y lo que estaba a punto de ocurrir.
El rugido del sencillo electromotor de la Siemens VS
08
G
2040
silenció su grito. Una silla cayó al suelo. Tenía cada vez más cerca del ojo la boquilla de la aspiradora, que succionaba a toda potencia. Intentó cerrar los párpados, pero unos dedos muy fuertes la obligaron a mantenerlos abiertos. Querían que lo viera. Y lo vio. Y supo lo que estaba a punto de ocurrir, vaya si lo supo.
V
IERNES, 18 DE DICIEMBRE
E
L ROSTRO
El reloj de la pared que se alzaba tras el mostrador de la gran farmacia marcaba las nueve y media. La gente tosía sentada en los bancos que había a lo largo de la pared, y cerraba los ojos con gesto cansino o miraba alternativamente el número digital rojo de la pantalla que había cerca del techo y su propio número, como si lo que estuviera en juego fuera su suerte en la vida y cada «plin» de la pantalla digital, un nuevo sorteo. Él no había cogido número, solo quería sentarse cerca de los radiadores de la farmacia, aunque tenía la sensación de que la chaqueta azul atraía una atención nada conveniente, porque los dependientes habían empezado a fijarse en él. Miró por la ventana. Más allá de la neblina vislumbró el contorno de un sol pálido y débil. Al cabo de unos minutos, pasó un coche de policía. Allí dentro había cámaras de vigilancia. Tenía que seguir, pero ¿hacia dónde? Sin dinero, lo echaban de las cafeterías y de los bares. Lo tenían acorralado: una vez más, estaba sitiado.
El comedor casi vacío de Biscuit se inundó de los acordes de una flauta de pan. Era el periodo tranquilo que abarcaba desde después del almuerzo hasta antes de la cena, así que Tore Bjørgen se sentó junto a la ventana por la que, con expresión soñadora, contemplaba la calle Karl Johan. Y no porque la vista le llamase especialmente la atención, sino porque los radiadores estaban colocados debajo de las ventanas y últimamente tenía la sensación de que nunca llegaba a entrar en calor. Estaba de mal humor. Tenía que recoger los billetes de avión para Ciudad del Cabo en los dos próximos días y acababa de constatar lo que ya sabía desde hacía tiempo: no tenía dinero. Pese a lo mucho que había trabajado, el dinero parecía haberse esfumado. Claro que estaba el espejo rococó que se había comprado en otoño para el apartamento, pero también se había pasado con el champán, el polvo blanco y otras diversiones costosas. No es que hubiera perdido la cabeza, pero, para ser sinceros, había llegado la hora de salir de aquel círculo vicioso consistente en polvo para las juergas, píldoras para dormir y más polvo para aguantar las horas extras que se veía obligado a hacer para financiar los vicios. Y en aquellos momentos, la cuenta estaba a cero. Los últimos cinco años había celebrado la Navidad y la Noche Vieja en Ciudad del Cabo, en lugar de regresar a casa de sus padres en Vegårdshei, a la rigidez religiosa, a las acusaciones mudas de sus padres y a la mal disimulada aversión de sus tíos y primos. Prefería cambiar tres semanas de frío inaguantable, oscuridad deprimente y aburrimiento mortal por sol, gente guapa y una trepidante vida nocturna. Y, además, los juegos. Juegos peligrosos. En diciembre y enero, Ciudad del Cabo se veía invadida por agencias publicitarias europeas, equipos de rodaje y modelos femeninos y masculinos. Y en ese ambiente encontraba él a sus congéneres. El juego que más le gustaba era el de la cita a ciegas. En una ciudad como aquella, siempre había que contar con que se corría cierto riesgo, pero encontrarte en la oscuridad de las chozas de Cape Flats con un desconocido implicaba directamente peligro de muerte. Y aun así, eso era lo que hacía. Ignoraba por qué se dedicaba a tales estupideces, solo sabía que necesitaba el peligro para sentirse vivo, que el juego debía llevar aparejada una pérdida potencial para resultar interesante.
Tore Bjørgen olfateó el aire. Un olor que esperaba que no viniese de la cocina interrumpió su ensueño. Se dio la vuelta.
—
Hello again
—dijo el hombre, que se había colocado justo detrás de él.
Si Tore Bjørgen no hubiese sido un camarero tan profesional, lo habría recibido con una mueca de desaprobación. Aquel hombre no solo llevaba una chaqueta de invierno azul poco favorecedora, que, obviamente, estaba de moda entre los drogadictos de la calle Karl Johan, sino que además no se había afeitado, tenía los ojos enrojecidos y olía a pis.
—
Remember me
? —preguntó el hombre—.
At the men's room
.
Al principio, Tore Bjørgen creyó que se refería a la sala de fiestas del mismo nombre, pero enseguida cayó en la cuenta de que el tipo se refería a los servicios. Y entonces lo reconoció. Es decir, reconoció la voz. Y se asombró de lo mucho que podía influir en el aspecto de un hombre el hecho de pasar veinticuatro horas sin cosas tan imprescindibles como una maquinilla de afeitar, una ducha y ocho horas de sueño.
Como el hombre acababa de interrumpir su ensoñación, concurrieron en el joven camarero dos reacciones totalmente opuestas, en el siguiente orden… En primer lugar, experimentó el dulce instante del deseo. Resultaba obvia la razón por la que aquel hombre había vuelto, tras el flirteo y el contacto corporal efímero pero íntimo que tuvieron la vez anterior. Y en segundo lugar, el miedo al representarse en la retina la imagen del hombre sosteniendo la pistola goteante. Y el hecho de que el policía hubiese estado allí y lo hubiese relacionado con el asesinato de ese pobre soldado del Ejército de Salvación.