El redentor (14 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

Pudo oír la música mucho antes de llegar.

Había unas doscientas personas congregadas en un semicírculo delante de los músicos, que estaban terminando una canción en el momento en que él llegó. Durante el aplauso, un carillón le confirmó que había llegado a tiempo. En el interior del semicírculo, a un lado y, frente a la banda, colgaba de un soporte de madera una olla negra, y junto a ella se encontraba el hombre de la foto. Lo cierto era que solo quedaba iluminado por las farolas de la calle y dos antorchas, pero no cabía duda. Sobre todo, porque llevaba el abrigo y la gorra de uniforme del Ejército de Salvación.

El vocalista gritó algo por el micrófono y la gente estalló en vítores y aplausos. Un flash centelleó cuando empezaron. Tocaban muy alto. El batería estiraba bien la mano derecha cada vez que se disponía a golpear el diminuto tambor militar.

Sorteó la muchedumbre hasta quedar a tres metros del hombre del Ejército de Salvación y comprobó que no hubiese nadie tras él para cuando llegase el momento de la retirada. Tenía delante a dos jovencitas cuyo aliento a chicle salía blanco al frío de tantos grados bajo cero… Eran más bajas que él. No estaba pensando en nada especial, no quería precipitarse; hizo lo que había ido a hacer, sin ceremonias. Sacó la pistola y extendió el brazo, lo que redujo la distancia en cerca de dos metros. Apuntó. El hombre que había a un lado de la olla se convirtió en dos. Dejó de apuntar y las dos figuras volvieron a fundirse en una.

—Salud —dijo Jon.

La música surgía de los altavoces como el relleno espeso de un pastel.

—Salud —dijo Thea alzando el vaso a su vez.

Después de beber, se miraron y él dio forma muda con los labios a las palabras: «Te quiero».

Ella se ruborizó y bajó la mirada, pero sonrió.

—Tengo un pequeño obsequio para ti —dijo él.

—¿Sí? —preguntó ella en tono juguetón y coqueto.

Él metió la mano en el bolsillo de la chaqueta. Bajo el teléfono móvil, notó en los dedos el plástico duro de la cajita de la joyería. Se le aceleró el corazón. Dios mío, cómo había temido y anhelado a la vez aquella noche, aquel momento.

El teléfono móvil empezó a vibrar.

—¿Pasa algo? —preguntó Thea.

—No, yo… Perdona. Vuelvo enseguida.

Cuando llegó a los aseos, sacó el móvil y miró la pantalla. Dejó escapar un suspiró y apretó el botón de respuesta.

—Hola, cariño. ¿Qué tal te va?

Hablaba con voz risueña, como si acabara de oír algo divertido, algo que la hubiese hecho pensar en él y la hubiese animado a llamarlo impulsivamente, pero en la pantalla había seis llamadas perdidas suyas.

—Hola, Ragnhild.

—Qué sonido más raro. ¿Estás…?

—Estoy en los servicios. En un restaurante. Thea y yo estamos comiendo. Hablaremos otro día.

—¿Cuándo?

—Otro día.

Pausa.

—Vale.

—Tenía que haberte llamado, Ragnhild. Tengo que decirte algo. Supongo que sabes lo que es. —Tomó aire—. Tú y yo no podemos…

—¿Jon? Es casi imposible oír lo que dices.

Jon dudaba de que fuera verdad.

—¿Puedo ir a tu casa mañana por la noche? —preguntó Ragnhild—. ¿Y me lo explicas entonces?

—No estaré solo mañana por la noche. Ni ninguna otra noche…

—Vente a Grand a almorzar. Te enviaré un SMS con el número de habitación.

—Ragnhild, no…

—No te oigo. Llámame mañana, Jon. No, vaya, voy a estar reunida todo el día. Yo te llamaré. No apagues el teléfono. Pásalo bien, cariño.

—¿Ragnhild?

Jon miró la pantalla. Le había colgado. Podía salir afuera y llamarla para acabar de una vez por todas, ya que se lo había propuesto.

Era lo único correcto. Lo único sensato. Darle a aquella historia el golpe de gracia, quitársela de en medio.

Estaban uno frente al otro, pero parecía que el hombre del uniforme del Ejército de Salvación no lo veía. Respiraba tranquilamente, puso el dedo en el gatillo con firmeza y fue bajándolo poco a poco. Sus miradas se cruzaron. Y no creyó ver ninguna expresión de sorpresa, de susto, de temor en la cara del soldado. Al contrario, tuvo la sensación de que se le iluminaba la cara al comprender, como si al ver la pistola hubiese obtenido la respuesta a una pregunta. Y entonces estalló el disparo.

Si hubiese sonado a la vez que el redoble del tambor, quizá la música habría logrado acallarlo, pero disparó de forma que varias personas se volvieron hacia el hombre del chubasquero. Hacia su pistola. Y hacia el soldado del Ejército de Salvación que ahora tenía un agujero en el ala del sombrero, justo debajo de la «A» de la gorra del uniforme, y que ya caía hacia atrás con los brazos balanceándose hacia delante como los de un muñeco.

Harry se sobresaltó en la silla. Se había quedado dormido. La habitación estaba en silencio. ¿Qué le había despertado? Aguzó el oído, pero el murmullo constante, suave y tranquilizador de la ciudad era cuanto se oía. No, distinguió otro sonido. Afinó el oído. Allí estaba. Era un sonido apenas perceptible, pero cuando lo identificó y mentalmente fijó la impresión sonora, se volvió más nítido. Era un tictac que resonaba quedamente.

Harry se quedó sentado en la silla con los ojos cerrados.

De repente, la ira se apoderó de él y, sin pensárselo dos veces, se fue al dormitorio, abrió el cajón de la mesilla de noche y cogió el reloj de pulsera de Møller. Abrió la ventana y lo lanzó con todas sus fuerzas hacia la oscuridad. Oyó cómo el reloj impactaba primero contra el muro del edificio vecino y luego sobre el gélido asfalto de la calle. Cerró la ventana con vehemencia, ajustó los cierres, volvió al salón y subió el volumen tan alto que vio aletear las membranas de los altavoces, el tiple le perforaba agradablemente los tímpanos y sintió que la densidad del bajo le llenaba la boca.

Los congregados se habían vuelto hacia el hombre que yacía en la nieve. La gorra del uniforme había salido rodando por el suelo y había ido a detenerse ante el soporte del micrófono del vocalista de la banda, que aún no se había dado cuenta de lo sucedido y seguía tocando.

Las dos chicas que se encontraban más cerca del hombre dieron unos pasos hacia atrás. Una de ellas empezó a gritar.

El vocalista, que hasta ese momento había estado cantando con los ojos cerrados, los abrió y se dio cuenta de que ya no contaba con la atención del público. Se dio la vuelta y vio al hombre en la nieve. Buscó con la mirada la de algún guardia de seguridad, algún organizador, algún encargado de la gira, alguien que pudiera controlar la situación, pero aquello no era más que un sencillo concierto callejero, y todo el mundo esperaba a otras personas y el acompañamiento seguía funcionando.

La muchedumbre empezó a moverse y la gente se apartó para dejar paso a la mujer.

—¡Robert!

Tenía la voz áspera y ronca. Estaba pálida y llevaba una chaqueta de piel fina con aberturas en los codos. Llegó hasta el hombre que yacía sin vida y cayó de rodillas a su lado.

—¿Robert?

Le puso una mano delicadísima en el cuello y señaló al grupo agitando el dedo índice en el aire.

—¡Dejad de tocar, joder!

Los miembros de la banda dejaron de tocar uno tras otro.

—Este chico se está muriendo. Avisa a un médico. ¡Rápido!

Volvió a ponerle la mano en el cuello. Seguía sin localizar el pulso. Se había visto muchas veces en situaciones similares. En ocasiones terminaban bien. Aunque, normalmente, no. Estaba confusa. No podía tratarse de una sobredosis, un chico del Ejército jamás se pincharía. Había empezado a nevar y los copos se le fundían en la mejilla, los ojos cerrados y la boca entreabierta. Era un chico guapo. Y ella pensó que así, con las facciones relajadas, se parecía a su hijo cuando dormía. Pero entonces descubrió la raya roja que, solitaria, arrancaba del pequeño agujero negro que se le abría en la cabeza, y le cruzaba oblicuamente la frente y la sien hasta llegarle al oído.

Un par de brazos la agarraron y la levantaron apartándola de allí, mientras otro hombre se inclinaba sobre el chico. Tuvo una última visión fugaz de aquella cara, identificó el agujero y pensó, con una certeza dolorosa, que aquel era el destino que le aguardaba a su hijo.

Caminaba rápido. No demasiado rápido, no estaba huyendo. Miraba las espaldas que tenía delante, vio a uno que iba medio corriendo y decidió seguir su ritmo. Nadie había intentado pararle los pies. Por supuesto que no. El ruido de una pistola hace retroceder a la gente. Verla, los ahuyenta. Y en aquel caso, la mayoría ni siquiera se había percatado de lo sucedido.

El último trabajo.

Oyó que la banda seguía tocando.

Había empezado a nevar. Bien, eso haría que la gente mirase más hacia abajo para protegerse los ojos.

Varios cientos de metros calle abajo avistó el edificio amarillo de la estación de ferrocarril. Experimentó la sensación que le sobrevenía de vez en cuando, la de que todo flotaba, la de que nada podía ocurrirle, la de que los carros de combate T-55 del ejército serbio eran colosos de hierro lentos, ciegos y sordos, y la sensación de que su ciudad estaría en su sitio cuando él volviera a casa.

Alguien se había adueñado del lugar que había escogido para deshacerse de la pistola.

La ropa de aquella persona parecía nueva y moderna, a excepción de las zapatillas de deporte azules. Pero tenía la cara llena de cortes y tostada como la de un herrero. Por lo visto, el hombre, el chico o lo que fuere pretendía quedarse un rato, ya que tenía todo el brazo derecho dentro de la ranura del cubo de basura verde.

Miró el reloj sin detenerse. Hacía dos minutos que había disparado y faltaban once para que saliese el tren. Y todavía llevaba el arma. Pasó por delante del cubo de basura y siguió hacia el restaurante.

Un hombre venía andando hacia él y, aunque lo miraba fijamente, no se volvió cuando se cruzaron.

Se fue hacia la puerta del restaurante y la empujó.

En el guardarropa había una madre inclinada sobre un niño, luchando con la cremallera de la chaqueta. Ninguno de ellos lo vio. El abrigo marrón de pelo de camello seguía colgado donde debía. La maleta estaba debajo. Se llevó las dos cosas a los servicios de caballeros y se encerró en uno de los dos váteres, se quitó el chubasquero, metió el gorro en el bolsillo y se puso el abrigo. Pese a que no había ventanas, podía oír el sonido de la sirena. Varias sirenas. Miró a su alrededor. Tenía que deshacerse de la pistola. No había muchos sitios para elegir. Se subió a la taza del váter, se estiró hasta alcanzar el respiradero blanco de la pared e intentó colar dentro la pistola, pero había una rejilla en la parte interior.

Se bajó. Le costaba respirar y tenía calor. Ocho minutos para la salida del tren. Por supuesto, podía coger uno más tarde, no suponía un problema. El problema estaba en que habían pasado nueve minutos sin que se hubiera deshecho del arma, y ella siempre decía que todo lo que pasara de cuatro minutos era un riesgo inaceptable.

Claro que podía dejar la pistola en el suelo, sin más, pero uno de los principios de su trabajo consistía en evitar que encontrasen el arma hasta que él estuviese en un lugar seguro.

Salió del váter y se dirigió al lavabo. Se lavó las manos mientras examinaba el lugar sin gente.
Upomoc
! De repente se fijó en el recipiente de jabón que había sobre el lavabo.

Jon y Thea salían abrazados del restaurante de la calle Torggata.

Thea soltó un grito al resbalar en la calle peatonal a causa del hielo que se extendía bajo la nieve traicionera que acababa de caer. Estuvo a punto de arrastrar a Jon consigo, pero él la salvó en el último momento. La risa de Thea tintinó, deliciosa, en sus oídos.

—¡Has dicho que sí! —celebró mirando al cielo y notando cómo se le derretían los copos de nieve en la cara—. ¡Has dicho que sí!

Una sirena aullaba en la noche. Varias sirenas. El sonido venía de la calle Karl Johan.

—¿Vamos a ver qué pasa? —preguntó Jon cogiéndole la mano.

—No, Jon —se opuso Thea con el ceño fruncido.

—¡Sí, ven!

Thea plantó los pies en el suelo, pero las suelas resbalaban y se negaban a agarrarse.

—No, Jon.

Pero Jon se echó a reír y tiró de ella como si fuese un trineo.

—¡He dicho que no!

El sonido de su voz hizo que Jon la soltase inmediatamente. La miró sorprendido.

Thea dejó escapar un suspiro.

—No quiero ver ningún incendio en estos momentos. Quiero acostarme. Contigo.

Jon se quedó mirándola un buen rato.

—Soy muy feliz, Thea. Me has hecho muy feliz.

Pero Jon no pudo oír su respuesta, porque ella tenía la cara hundida entre los pliegues de su chaqueta.

S
EGUNDA PARTE

El redentor

9

M
IÉRCOLES, 16 DE DICIEMBRE

N
IEVE

Los focos de la policía científica tiñeron de amarillo la nieve que caía con fuerza en la plaza de Egertorget.

Harry y Halvorsen se encontraban en la puerta del bar 3 Brødre, observando a los curiosos y periodistas que se agolpaban dándose codazos detrás de las cintas policiales. Harry se sacó el cigarrillo de la boca y expectoró con violencia.

—Mucha prensa —dijo.

—Han acudido muy rápido. Estamos a un tiro de piedra de sus oficinas.

—Buenas noticias para los periódicos. Un asesinato en la calle más conocida de Noruega, en medio del trajín propio de los preparativos navideños. Y con una víctima a la que todos identifican como el tío que vigilaba la olla del Ejército de Salvación. Mientras tocaba un grupo conocido. ¿Qué más pueden pedir?

—¿Una entrevista con el famoso investigador Harry Hole?

—De momento, nos quedamos aquí —dijo Harry—. ¿Sabes la hora de la muerte?

—Un par de minutos después de las siete.

Harry miró el reloj.

—Hace casi una hora. ¿Por qué no me ha llamado nadie antes?

—No lo sé. Yo recibí una llamada del jefe de grupo justo antes de las siete y media. Creí que estarías aquí cuando yo llegase.

—¿Así que me llamaste por iniciativa propia?

—Bueno, eres el comisario.

—¿Cómo que bueno? —murmuró Harry arrojando el cigarrillo al suelo, que se abrió camino fundiendo la leve capa de nieve hasta desaparecer.

—Las pistas de la investigación técnica no tardarán en hallarse bajo medio metro de nieve —auguró Halvorsen—. Típico.

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