El redentor (11 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

—Me he corrido —confesó Astrid—. La primera vez que estamos juntos. No es…

—¿Así que tu marido es médico? —preguntó Harry.

—Es la segunda vez que lo preguntas. Y la respuesta sigue siendo sí.

Harry asintió con la cabeza.

—¿Oyes ese sonido?

—¿Qué sonido?

—El tictac. ¿Es tu reloj?

—No tengo reloj. Tiene que ser el tuyo.

—Digital. No hace tictac.

Ella se llevó la mano a la cadera. Harry salió de la cama. El linóleo helado le hería las plantas de los pies.

—¿Quieres un vaso de agua?

—Hmmm.

Harry fue al baño y se miró en el espejo mientras corría el agua. ¿Qué es lo que había dicho? ¿Que veía soledad en su mirada? Se inclinó hacia delante, pero no vio más que un iris azul alrededor de unas pupilas pequeñas, y deltas de venas en el blanco de los ojos. Cuando Halvorsen se enteró de que la relación con Rakel se había acabado, le dijo a Harry que debía encontrar consuelo en otras mujeres. O según él lo expresó tan poéticamente: «Borrar la melancolía follando». Pero Harry ni quería ni tenía ganas. Porque sabía que cualquier mujer que tocase se transformaría en Rakel. Y lo que necesitaba era olvidar, sacarla de su sangre, y no un tratamiento a base de metadona de amor.

Claro que tal vez él estuviese equivocado y Halvorsen tuviera razón. Porque se sentía bien.
Había
disfrutado. Y en lugar de la sensación de vacío al intentar calmar un deseo satisfaciendo otro, se sentía lleno. Y, al mismo tiempo, relajado. Ella se había quedado a gusto. Y a él le gustaba la forma en que lo hizo. Tal vez pudiera ser igual de sencillo para él.

Dio un paso atrás y observó su cuerpo en el espejo. Había adelgazado el último año. Menos grasa, pero también menos músculos. Empezaba a parecerse a su padre. Lógicamente.

Volvió a la cama con un vaso grande de medio litro de agua que compartieron. Después, ella se acurrucó junto a él. Al principio, sintió la piel de Astrid húmeda y fría, pero al cabo de un rato empezó a darle calor.

—Ahora puedes contármelo —dijo ella.

—¿El qué? —Harry miraba el humo que se elevaba para formar una letra.

—¿Cómo se llamaba ella? Porque hay una «ella», ¿verdad?

La letra se desdibujó.

—¿Te has unido a nosotros por ella?

—Puede ser.

Harry vio que el ascua consumía lentamente el cigarrillo mientras se lo contaba. Primero un poco. La mujer que yacía a su lado era una extraña, estaban a oscuras y las palabras se elevaban y se desdibujaban, y él imaginó que debía de ser como estar en un confesionario. Soltarlo. O admitirlo, como lo llamaban en A.A. Así que le contó un poco más. Le habló de Rakel, que le había echado de casa hacía un año porque, según ella, él estaba obsesionado con cazar a un topo en la policía. El Príncipe. Y de Oleg, su hijo, al que secuestraron en su dormitorio y al que utilizaron como rehén cuando Harry por fin tuvo al Príncipe a tiro. Oleg reaccionó bien, teniendo en cuenta las circunstancias del secuestro y que fue testigo de cómo Harry mataba al secuestrador en un ascensor en Kampen. Lo de Rakel fue peor. Dos semanas después del secuestro, cuando ya conocía todos los detalles, le dijo que ya no quería que formase parte de su vida. O mejor dicho, de la vida de Oleg.

Astrid asintió.

—¿Te dejó por el daño que les habías causado?

Harry negó con la cabeza.

—Por el daño que no les había causado… todavía.

—¿Y eso?

—Dije que el asunto estaba cerrado, pero ella insistía en que yo estaba obsesionado, que nunca acabaría mientras siguiesen estando ahí fuera. —Harry apagó el cigarrillo en el cenicero de la mesilla de noche—. Y si no eran ellos, yo terminaría encontrando a otros. Otros que podrían hacerles daño. Dijo que no podía asumir esa responsabilidad.

—Pues parece que la obsesionada es ella.

—No —sonrió Harry—. Tiene razón.

—Ah, ¿sí? ¿Te importaría explicármelo?

Harry se encogió de hombros.

—Un submarino… —comenzó, pero lo interrumpió un ataque de tos.

—¿Qué dices de un submarino?

—Lo dijo ella. Que yo era un submarino. Que desciendo hasta lo más oscuro y lo más frío, allí donde no se puede respirar, y solamente subo a la superficie una vez cada dos meses. No quería hacerme compañía allí abajo. Es lógico.

—¿La quieres todavía?

Harry no estaba seguro de si le gustaba el cariz que estaba tomando la conversación. Aspiró hondo. Reprodujo mentalmente la última conversación que mantuvo con Rakel. Su propia voz susurrante, como solía volverse cuando estaba enfadado o tenía miedo:

—¿Así que un submarino?

La voz de Rakel:

—Ya sé que no es una metáfora muy buena, pero tú me entiendes…

Harry levantó las manos.

—Claro. Una metáfora excelente. ¿Y qué es tu… médico? ¿Un portaaviones?

Ella dejó escapar un suspiro.

—Él no tiene nada que ver con esto, Harry. Se trata de ti y de mí. Y de Oleg.

—No utilices a Oleg como excusa.

—Utilizar…

—Lo estás utilizando como rehén, Rakel.

—¿Qué lo estoy utilizando como rehén? ¿Y
O
? ¿Fui yo quien secuestró a Oleg y le puso una pistola contra la sien para que T
Ú
saciaras tu sed de venganza?

Le palpitaban las venas del cuello y su voz adoptó un tono tan estridente que resultaba desagradable, como si fuese la voz de otra persona, pues las cuerdas vocales de Rakel no bastaban para desprender semejante ira. Harry se fue, cerrando la puerta suavemente, casi en silencio, tras de sí.

Se volvió hacia la mujer que estaba en su cama.

—Sí, la quiero. ¿Amas tú a tu marido, el médico?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué haces esto?

—Porque él no me quiere a mí.

—Ya. ¿Así que te vengas?

Ella lo miró sorprendida.

—No. Me siento muy sola. Y tengo ganas de ti. Las mismas razones que tienes tú, supongo. ¿Te gustaría que fuese más complicado?

Harry se echó a reír.

—No. No, así está bien.

—¿Cómo lo mataste?

—¿A quién?

—¿Hay varios? Al secuestrador, claro.

—Eso no tiene importancia.

—Tal vez no, pero me gustaría oírte contar… —Le puso la mano entre las piernas, se acercó más a él y le susurró al oído—:… los detalles.

—No creo.

—Te equivocas.

—De acuerdo, pero no me gusta…

—Venga… —resopló irritada cogiéndole el miembro con firmeza. Harry la miró. Los ojos le brillaban duros y azules en la oscuridad. Ella se apresuró a sonreír y añadió con voz dulzona—: Por mí.

Al otro lado de la ventana del dormitorio la temperatura bajaba sin cesar, haciendo crujir y cantar los tejados de Bislett, mientras Harry le contaba los pormenores. Ella se puso rígida primero, luego apartó la mano, y finalmente le susurró que ya era suficiente.

Cuando se marchó, Harry se quedó de pie en el dormitorio, aguzando el oído. Los crujidos. Y el tictac.

Luego se inclinó sobre la chaqueta que había tirado al suelo junto con el resto de la ropa durante la carrera desde la puerta hasta la habitación. En el bolsillo encontró la fuente del sonido. El regalo de despedida de Bjarne Møller. El cristal del reloj brillaba.

Lo metió en el cajón de la mesilla de noche, pero aquel tictac le acompañó todo el camino hasta el país de los sueños.

Secó el aceite de las piezas del arma con una de las toallas blancas del hotel.El ruido del tráfico le llegaba como un estruendo constante amortiguado por el sonido del pequeño televisor de la esquina que solo ofrecía tres canales, con imágenes granulosas, en una lengua que suponía que era noruego. La chica de recepción había ido a recoger la chaqueta y le había prometido que la mañana siguiente estaría limpia. Dejó las piezas del arma encima de un periódico, una al lado de la otra. Cuando acabó de limpiar todas las piezas, volvió a montar la pistola, apuntó hacia el espejo y disparó. Se produjo un chasquido deslizante y pudo notar el movimiento del acero propagándose hasta la mano y el brazo. Un disparo seco. Una ejecución falsa.

Así fue como intentaron rendir a Bobo.

En noviembre de 1991, después de tres meses de asedio y bombardeos continuos, Vukovar acabó capitulando. Llovía a mares cuando los serbios entraron en la ciudad. Acompañado por el resto de la unidad de Bobo, unos ochenta prisioneros de guerra croatas, muertos de cansancio y de hambre, les ordenaron que se pusiera en fila delante de las ruinas de lo que había sido la calle principal de su ciudad. Los serbios les dijeron que no podían moverse, y ellos se metieron en sus tiendas caldeadas. La lluvia caía con tanta fuerza que comenzó a manar espuma del fango. Al cabo de dos horas, empezaron a caer los primeros. Cuando el teniente de Bobo abandonó la fila para ayudar a uno de los que había caído al lodo, un joven soldado serbio, apenas un muchacho, salió de la tienda y le pegó un tiro en el estómago al teniente. Después de aquello, nadie más se movió, solo miraban cómo la lluvia iba borrando las colinas a su alrededor, a la espera de que el teniente dejara de gritar. Él mismo se echó a llorar, pero entonces oyó la voz de Bobo a su espalda: «No llores». Y paró.

Cayó la tarde y después el crepúsculo. Llegó un jeep militar descapotable. Los serbios de la tienda salieron en tromba a saludar. Comprendió que el hombre que ocupaba el asiento del pasajero debía de ser el comandante, «La piedra de voz suave», lo llamaban. En el asiento trasero del coche se sentaba un hombre vestido de paisano, con la cabeza gacha. El coche aparcó justo delante de la unidad y, como él estaba en primera fila, oyó al comandante pedirle al que iba de paisano que observase a los prisioneros de guerra. Lo reconoció en cuanto levantó la cabeza. Era uno de los vecinos de Vukovar, el padre de un chico del colegio. La mirada del padre recorrió las filas, llegó hasta él, pero no pareció reconocerlo, así que siguió su camino. El comandante dejó escapar un suspiro, se puso de pie en el coche y gritó sin suavidad, imponiendo su voz al ruido de la lluvia:

—¿Quién de vosotros responde al nombre en clave de «pequeño redentor»?

Nadie de la unidad se movió.

—¿No te atreves a revelar tu identidad,
Mali spasitelj
? ¿Tú que has volado doce de nuestros carros de combate, que has arrebatado los maridos a nuestras mujeres y que has dejado sin padre a niños serbios?

Esperó.

—Bueno. ¿Quién de vosotros es Bobo?

Tampoco en esta ocasión se movió nadie.

El comandante miró al hombre de paisano que, con el índice tembloroso, señaló a Bobo en la segunda fila.

—Da un paso al frente —gritó el comandante.

Bobo anduvo los pocos pasos que lo separaban del jeep y del conductor, que se había apeado y estaba de pie junto al vehículo. Cuando Bobo se irguió y saludó, el conductor le quitó la gorra de un manotazo y esta cayó en el barro.

—A través del radioenlace hemos sabido que el pequeño redentor está bajo tu mando —dijo el comandante—. Indícame quién es, si eres tan amable.

—Nunca he oído hablar de ningún redentor —repuso Bobo.

El comandante levantó una pistola y le asestó un golpe. Un hilo rojo de sangre le brotó de la nariz.

—Rápido, me estoy mojando y la cena está lista.

—Yo soy Bobo, capitán del ejército cro…

El comandante hizo un gesto de asentimiento al conductor, que agarró a Bobo del pelo y tiró de manera que la cara quedó mirando hacia arriba y la lluvia le fue limpiando la sangre que le salía de la nariz y de la boca para desembocar en el pañuelo rojo.

—¡Idiota! —vociferó el comandante—. ¡No existe el ejército croata, solo son traidores! Puedes elegir entre la ejecución aquí y ahora o ahorrarnos tiempo. Lo encontraremos de todas formas.

—Y tú nos ejecutarás de todas formas —gimió Bobo.

—Por supuesto.

—¿Por qué?

El comandante empuñó la pistola. Las gotas de lluvia se deslizaban por la culata. Puso el cañón contra la sien de Bobo.

—Porque soy un oficial serbio. Y un hombre tiene que respetar su trabajo. ¿Estás listo para morir?

Bobo cerró los ojos: de las pestañas colgaban unas gotas de lluvia.

—¿Dónde está el pequeño redentor? Cuento hasta tres y disparo. Uno…

—Soy Bobo…

—¡Dos!

—… capitán en el ejército croata, yo…

—¡Tres!

A pesar del martilleo de la lluvia, el chasquido sonó como un estallido.

—Perdón, parece que he olvidado cargar la pistola —se mofó el comandante.

El conductor entregó un cargador al comandante. Lo introdujo en la culata, cargó y levantó la pistola otra vez.

—¡Última oportunidad! ¡Uno!

—Yo… mi unidad… es…

—¡Dos!

—… primer batallón de infantería de… de…

—¡Tres!

Un nuevo chasquido seco. El padre, que seguía en el asiento trasero, dejó escapar un sollozo.

—¡Vaya! Cargador vacío. ¿Probamos con uno de esos tan flamantes y tan bonitos?

Fuera cargador, uno nuevo dentro, empuñar la pistola.

—¿Dónde está el pequeño redentor? ¡Uno!

El murmullo de Bobo.


Oce naš
… Padre Nuestro…

—¡Dos!

Se había abierto el cielo y la lluvia caía emitiendo un rugido, como si tratara desesperadamente de interrumpir lo que estaban haciendo los seres humanos, y ver a Bobo acabó con sus fuerzas, no pudo soportarlo más y abrió la boca para gritar que era él, él era el pequeño redentor, era él a quien querían, no a Bobo, solo a él, él les entregaba su sangre. Pero en ese momento la mirada de Bobo barrió la fila sin detenerse en él y entonces atisbo en sus ojos una plegaria salvaje e intensa, y lo vio negar con la cabeza. Un espasmo sacudió a Bobo cuando la bala cortó la conexión entre el cuerpo y el alma, y vio cómo se le apagaba la mirada vaciándose de vida.

—Tú —gritó el comandante apuntando a uno de los hombres de la primera fila—. Te toca a ti. ¡Ven aquí!

En ese momento vino corriendo el joven oficial serbio que había disparado al teniente.

—Hay un tiroteo cerca del hospital —anunció.

El comandante soltó una maldición y llamó la atención del conductor. Acto seguido, el motor se encendió con un rugido y el coche desapareció en la luz crepuscular. Les podía haber contado que los serbios no tenían razones para inquietarse ya que en el hospital no había ningún croata que pudiese disparar. No tenían armas.

Habían dejado a Bobo tumbado con la cara hundida en el fango negro. Y cuando estaba tan oscuro que los serbios de la tienda no podían verlos, él dio un paso al frente y se inclinó sobre el capitán muerto para aflojarle el nudo del pañuelo y llevárselo.

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