El redentor (39 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

Harry enmudeció, pero Martine concluyó por él:

—¿Que mi padre en el Templo esta noche?

Harry hundió las manos en los bolsillos.

—Lo que quiero decir es que uno se queda solo cuando decide usar su cerebro para encontrar respuestas.

—¿Y cuáles son las respuestas que ha encontrado tu cerebro solitario? —Martine coló la mano bajo el brazo de Harry.

—Que parece que tanto Jon como Robert han tenido unos cuantos líos de faldas. ¿Qué tiene Thea de particular para que ambos la quieran precisamente a ella?

—¿A Robert le interesaba Thea? Pues no me daba esa impresión.

—Eso dice Jon.

—Bueno, como te decía, nunca tuve mucha relación con ellos. Pero me acuerdo de que Thea era popular entre los chicos en aquellos veranos que pasamos juntos en Østgård. Ya sabes, la competición empieza pronto.

—¿La competición?

—Sí, los chicos que aspiran a ser oficiales deben encontrar a una chica en el seno del Ejército.

—¿De verdad? —preguntó Harry, sorprendido.

—¿No lo sabías? En principio, si te casas con alguien de fuera, pierdes tu trabajo en el Ejército. Todo el sistema de destinos está organizado de tal manera que los oficiales casados deben vivir y trabajar juntos. Tener una vocación común.

—Parece muy estricto.

—Somos una organización militar. —Martine lo dijo sin ironía.

—¿Y los chicos sabían que Thea iba a ser oficial? ¿A pesar de ser chica?

Martine sonrió y negó con la cabeza.

—Por lo visto, no sabes mucho del Ejército de Salvación. Dos tercios de los oficiales son mujeres.

—Pero el comisionado es hombre. ¿Y el jefe de administración?

Martine asintió con la cabeza.

—Nuestro fundador, William Booth, dijo que sus mejores hombres eran mujeres. Aun así, nuestro mundo funciona como el resto de la sociedad. Hombres necios y seguros de sí mismos dan órdenes a mujeres inteligentes con miedo a las alturas.

—¿Así que los chicos se pasaban los veranos peleándose porque todos querían ser quien le diera órdenes a Thea?

—Durante un tiempo, sí. Pero ella dejó de ir a Østgård, así que el problema quedó zanjado.

—¿Por qué dejó de ir?

Martine se encogió de hombros.

—Tal vez ella no quisiera. O tal vez sus padres. Tanta gente joven junta a todas horas y a esa edad… Ya sabes.

Harry afirmó con la cabeza. Pero en realidad no tenía ni idea. Él ni siquiera acudió al campamento de la confirmación. Subieron por la calle Stensberggata.

—Aquí nací yo —dijo Martine señalando el muro que rodeaba el Rikshospitalet, antes de que lo derribaran. Pronto habrían terminado el proyecto de viviendas Pilestredet Park en aquel lugar.

—Han conservado el edificio donde se encontraba la sección de maternidad y lo han convertido en apartamentos —apuntó Harry.

—¿De verdad vive alguien ahí? Piensa en todo lo que ha pasado entre esas paredes. Abortos y…

Harry asintió.

—A veces, si paseas por aquí a medianoche, aún pueden oírse llantos de bebé.

Martine miró a Harry con los ojos como platos.

—¡Me tomas el pelo! ¿Estás diciendo que hay fantasmas?

—Bueno —dijo Harry mientras entraban en la calle Sofie—. Quizá sea porque ahí viven familias con niños pequeños.

Martine estalló en carcajadas y le dio una palmada en el hombro.

—No te rías de los fantasmas. Yo creo en ellos.

—Yo también —confesó Harry—. Yo también.

Martine dejó de reírse.

—Aquí vivo yo —dijo Harry señalando una puerta de color azul pálido.

—¿No tenías más preguntas?

—Sí, pero pueden esperar a mañana.

Ella ladeó la cabeza.

—No tengo sueño. ¿Tienes té?

Un coche se aproximaba sigiloso crepitando sobre la nieve, pero se detuvo a un lado de la acera, cincuenta metros calle abajo, cegándolos con una luz blanquiazul. Harry la miró pensativo mientras buscaba las llaves.

—Solo café soluble. Oye, te llamo…

—El café soluble va bien —dijo Martine. Harry dirigió la llave hacia la cerradura, pero Martine se le adelantó, abrió y empujó la puerta. Harry vio cómo la hoja retrocedía sin atascarse y se quedaba pegada a la pared.

—Es el frío —murmuró—. El edificio se encoge.

Harry empujó la puerta tras ellos, antes de subir la escalera.

—Está todo muy ordenado —dijo Martine mientras se quitaba las botas en la entrada.

—Tengo pocas cosas —explicó Harry desde la cocina.

—¿A cuáles de ellas les tienes más cariño?

Harry reflexionó.

—A los discos.

—¿Y al álbum de fotos no?

—No creo en álbumes de fotos —contestó Harry.

Martine entró en la cocina y se subió a una de las sillas. Harry observó furtivamente cómo cruzaba las piernas por debajo, con sumo cuidado, como si fuese un gato.

—¿No crees en ellos? —preguntó ella—. ¿Qué significa eso?

—Tienen un efecto destructor sobre la capacidad de olvidar. ¿Leche?

Ella negó con la cabeza.

—Pero crees en los discos.

—Sí. Mienten de una manera más veraz.

—Pero ¿no tienen también un efecto destructor sobre la capacidad de olvidar?

Harry se detuvo con el café a medio servir. Martine rio bajito.

—No termino de creerme esa imagen del comisario arisco y desilusionado. Creo que eres un romántico, Hole.

—Vayamos al salón —sugirió Harry—. Acabo de comprar un disco bastante bueno. De momento, no hay ningún recuerdo asociado a él.

Martine se acurrucó en el sofá mientras Harry ponía el primer disco de Jim Stärk. Se sentó en el sillón de orejas y pasó la mano por la tela de lana gruesa al compás de las primeras notas suaves de guitarra. Era obvio que lo había comprado en Elevator, la tienda de objetos usados del Ejército de Salvación. Tosió un poco y se aclaró la garganta.

—Es posible que Robert tuviera una relación con una chica mucho más joven que él. ¿Qué opinas de eso?

—¿Qué opino de las relaciones entre mujeres jóvenes y hombres maduros? —Rio bajito, pero se sonrojó en el silencio que sucedió a su pregunta—. ¿O si creo que a Robert le gustaban las menores de edad?

—No he dicho que lo fuera, quizás adolescente. Croata.


Izgubila sam se
.

—¿Perdona?

—Es croata. Mejor dicho, serbocroata. Solíamos pasar el verano en Dalmacia cuando yo era pequeña, antes de que el Ejército de Salvación comprara Østgård. A los dieciocho años, mi padre se fue a Yugoslavia para ayudar en la reconstrucción después de la Segunda Guerra Mundial. Conoció a las familias de algunos de los albañiles. Esa es la razón por la que mi padre tenía tanto interés en que acogiéramos a refugiados de Vukovar.

—A propósito de Østgård. ¿Te acuerdas de un tal Mads Gilstrup, el nieto del que os vendió la propiedad?

—Claro que sí. Estuvo allí durante unos días el verano que nos hicimos cargo de la finca. Yo no hablé con él. Nadie habló con él, recuerdo, parecía enojado y ensimismado. Pero creo que a él también le gustaba Thea.

—¿Qué te hace pensar eso? Si no habló con nadie, quiero decir.

—Me di cuenta de que la miraba. Y cuando estábamos con Thea, él, de repente, se presentaba por allí. Sin mediar palabra. Me pareció bastante raro. Casi un poco tétrico.

—¿Y eso?

—Sí. Dormía en casa de los vecinos los días que estaba allí, pero una noche me desperté en el salón donde dormíamos algunas de las chicas. Y entonces vi una cara pegada a la ventana. Luego desapareció. Estoy casi segura de que era él. Cuando se lo conté a las demás, dijeron que me lo había imaginado. Estaban convencidas de que tenía algún defecto en la vista.

—¿Por qué?

—¿No te has dado cuenta?

—¿De qué?

—Siéntate aquí —dijo Martine señalando el sofá que había a su lado—. Te lo enseñaré.

Harry rodeó la mesa.

—¿Ves las pupilas? —preguntó ella.

Harry se inclinó y notó su respiración en la cara. Y entonces lo vio. Las pupilas parecían haberse derramado dentro del iris marrón, que tenía forma de ojo de cerradura.

—Es congénito —explicó ella—. Se llama coloboma ocular. Pero no impide una visión completamente normal.

—Interesante.

Tenía la cara tan cerca de la de Martine que notó el olor de su piel y del pelo. Tomó aire y tuvo la escalofriante sensación de que se sumergía en una bañera de agua caliente. Un ruido resonó fuerte y brevemente.

Transcurrieron unos segundos antes de que Harry entendiera que era el timbre. No el telefonillo. Había alguien llamando a su puerta.

—Seguro que es Ali —explicó mientras se levantaba del sofá—. El vecino.

En los seis segundos que tardó Harry en levantarse del sofá, ir a la entrada y abrir la puerta, tuvo tiempo de pensar que era tarde para que se tratara de Ali. Y que Ali solía aporrear la puerta. Y que si alguien había entrado o salido del edificio después de él y Martine, seguramente se habría dejado la puerta abierta.

Hasta el séptimo segundo no se dio cuenta de que no debería haber abierto la puerta. Miró a la persona que tenía delante y se imaginó lo que se le avecinaba.

—¿A que te alegras de verme? —dijo Astrid con la voz ligeramente empañada.

Harry no contestó.

—Vengo de una cena de Navidad. ¿No me vas a invitar a pasar, Harry querido?

Apretó los labios rojos contra los dientes al sonreír y los altos tacones repicaron contra el suelo cuando se vio obligada a dar unos pasos para guardar el equilibrio.

—Es mal momento —dijo Harry.

Ella entornó los ojos, como si estuviese examinándole la cara. Luego miró por encima de su hombro.

—¿Tienes visita de una dama? ¿Por eso no te has presentado en la reunión de hoy?

—Hablaremos de esto otro día, Astrid. Estás borracha.

—En la reunión de hoy hemos hablado del paso tres. «Hemos decidido dejar nuestra vida al cuidado de Dios». Pero yo no veo a Dios, Harry.

Intentó darle con el bolso, pero sin convicción.

—No existe el tercer paso, Astrid. Todo el mundo tiene que salvarse a sí mismo.

Ella se quedó de piedra y le clavó la mirada mientras, de repente, se le anegaban los ojos de lágrimas.

—Déjame entrar, Harry —susurró.

—Eso no solucionará nada, Astrid. —Le puso la mano en el hombro—. Llamaré a un taxi para que te lleve a casa.

Le apartó la mano de un golpe con una fuerza sorprendente.

—¿A casa? —gritó—. No pienso ir a casa, joder, impotente seductor de mierda.

Se dio la vuelta y empezó a bajar la escalera dando tumbos.

—Astrid…

—¡Déjame! Mejor fóllate a esa otra puta tuya.

Harry se quedó mirándola hasta que desapareció, y la oyó maldecir mientras se peleaba con la puerta, luego, el sonido chirriante de las bisagras y finalmente el silencio que vino después.

Cuando se dio la vuelta, vio a Martine justo detrás de él en el pasillo, abrochándose el abrigo.

—Yo… —empezó.

—Es tarde —dijo ella con una sonrisa forzada—. Me parece que, después de todo, tengo sueño.

Eran las tres de la madrugada y Harry seguía sentado en el sillón de orejas. Tom Waits cantaba bajito acerca de Alice mientras las escobillas raspaban sin cesar contra la piel del tambor.

«It's dreamy weather we're on. You wave your crooked wand along an icy pond
». Las ideas acudieron a su mente sin querer. Que todos los bares estaban cerrados. Que no había rellenado la petaca después de vaciarla en la boca del perro en el puerto de contenedores. Que podía llamar a Øystein. Que Øystein trabajaba de taxista casi todas las noches y siempre guardaba una botella de ginebra bajo el asiento.

—No servirá de nada.

A no ser que creyera en la existencia de fantasmas, claro. Al menos creía en los que ahora rodeaban la silla y lo miraban con las cuencas de los ojos tenebrosas y vacías. El de Birgitta, que había salido del mar con el ancla alrededor del cuello; el de Ellen, que reía con el bate de béisbol sobresaliéndole de la cabeza; el de Willy, que colgaba como un mascarón de proa en el tendedero; la mujer que, dentro de la cama de agua, miraba a través de la goma azul, y Tom, que había regresado para recuperar su reloj y estaba allí agitando un muñón ensangrentado.

El alcohol no podía liberarlo, solo ofrecerle una puesta en libertad temporal. Y, en aquellos momentos, estaba dispuesto a pagar un alto precio por ella.

Cogió el auricular y marcó un número. Contestaron al segundo tono.

—¿Qué tal vais, Halvorsen?

—Mucho frío. Jon y Thea están durmiendo. Yo estoy en el salón, vigilando la carretera. Mañana dormiré unas horas.

—Ya.

—Tendremos que ir al apartamento de Thea a buscar más insulina. Por lo visto, tiene diabetes.

—De acuerdo, pero llevaos a Jon, no quiero que se quede solo.

—Puedo pedir que venga alguien.

—¡No! —respondió Harry como un rayo—. De momento no quiero implicar a nadie más.

—Vale.

Harry suspiró.

—Oye, sé que entre tus obligaciones no se incluye cuidar niños. Dime si puedo hacer algo para compensarte.

—Bueno…

—Venga.

—Le prometí a Beate que una noche, antes de Navidad, la llevaría a que probase el bacalao macerado en sosa. La pobre nunca lo ha comido.

—Una promesa es una promesa.

—Gracias.

—¿Halvorsen?

—¿Sí?

—Estás haciéndolo… —Harry tomó aire— … bien.

—Gracias, jefe.

Harry colgó. Waits cantaba que los patines escribían Alice sobre el lago helado.

21

S
ÁBADO, 19 DE DICIEMBRE

Z
AGREB

Estaba tiritando de frío, sentado sobre un trozo de cartón en la acera que arrancaba del Sofienbergparken. Era la hora punta de la mañana y la gente caminaba apresurada por las calles. Aun así, hubo quienes dejaron unas coronas en el vaso de papel que tenía delante. Pronto sería Navidad. Le dolían los pulmones, porque se había pasado la noche respirando humo. Levantó la vista y contempló la calle Gøteborggata.

De momento, era lo único que podía hacer.

Pensó en el Danubio que pasaba por Vukovar. Paciente e imparable. Como él mismo. Debía esperar a que llegase el tanque, a que el dragón sacara la cabeza de la cueva. Jon Karlsen tenía que volver a su casa. Se fijó en unas rodillas que se habían detenido justo delante de él.

Miró hacia arriba y vio a un hombre con un bigote mustio de color rojizo y un vaso de papel en la mano. El bigote mustio dijo algo. En voz alta y muy enojado.

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