El redentor (18 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

—Envíalas; las miraremos más tarde —dijo Harry y estuvo a punto de dar su dirección de correo a Wedlog, pero cambió de opinión—. Por cierto, envíaselas a Lønn, de la policía científica. Ella tiene una facultad especial para las caras, quizá detecte algo. —Harry le dio la dirección a Wedlog—. Y nada de mencionar mi nombre en el periódico de mañana, ¿de acuerdo?

—No, dirá: «fuente policial anónima». Un placer hacer negocios con usted.

Harry colgó e hizo un gesto de asentimiento a Halvorsen, que se había quedado con los ojos como platos.

—Vale,
junior
, vamos al Cuartel General del Ejército de Salvación.

Halvorsen miró a Harry. El comisario pateaba el suelo con impaciencia mientras leía los anuncios del tablón donde se informaba acerca de predicadores ambulantes, prácticas musicales y listas de turnos de guardia. La recepcionista, uniformada y de pelo cano, terminó por fin de atender las llamadas y se volvió sonriente hacia ellos.

Harry le explicó brevemente el motivo de su visita y ella asintió con la cabeza, como si los hubiera estado esperando, y les indicó el camino.

No mediaron palabra mientras esperaban al ascensor, pero Halvorsen reparó en las gotas de sudor que cubrían la frente del comisario. Sabía que a Harry no le gustaban los ascensores. Se bajaron en el quinto piso y Halvorsen se apresuró a seguir a Harry a través de unos pasillos amarillos que terminaban frente a una puerta de despacho abierta. Harry se detuvo tan bruscamente que Halvorsen estuvo a punto de chocar con él.

—Hola —dijo Harry.

—Hola —repuso una voz de mujer—. ¿Tú otra vez?

La figura corpulenta de Harry llenaba el hueco de la puerta impidiendo que Halvorsen viera a la persona que hablaba, pero el agente percibió una ligera alteración en la voz de Harry.

—Sí, eso parece. ¿El comisionado?

—Os está esperando. Podéis entrar.

Halvorsen le siguió a través de la pequeña antesala y alcanzó a saludar con la cabeza a la mujer diminuta que estaba sentada detrás de un escritorio. Las paredes del despacho del comisionado estaban cubiertas de escudos de madera, máscaras y lanzas. Sobre la estantería, repleta de libros, había tallas africanas en madera y fotos de lo que Halvorsen supuso que era la familia del comisionado.

—Gracias por recibirnos pese a haber avisado con tan poca antelación, Eckhoff —dijo Harry—. Este es el agente Halvorsen.

—Qué tragedia —contestó Eckhoff, que se había levantado y señalaba con la mano las dos sillas vacías—. La prensa lleva todo el día dándonos la lata. Cuéntame qué sabéis hasta ahora.

Harry y Halvorsen intercambiaron una mirada.

—Preferimos no hablar de eso en estos momentos, Eckhoff.

Las cejas del comandante descendieron acercándose peligrosamente a los ojos y Halvorsen exhaló un suspiro mudo, como preparándose para otra de las peleas de gallo de Harry. Pero en ese momento las cejas del comisionado volvieron a elevarse hasta la posición normal.

—Perdóname, Hole. Gajes del oficio. Como jefe superior, olvido de vez en cuando que no todo el mundo debe informarme a mí. ¿Qué puedo hacer por vosotros?

—En pocas palabras, me preguntaba si tienes idea de algún móvil plausible para lo ocurrido.

—Bueno, naturalmente, he estado pensando en ello. Y me cuesta encontrar una explicación. Robert era un chico desordenado, pero simpático. Muy diferente a su hermano.

—¿Jon no es simpático?

—No es desordenado.

—¿En qué tipo de lío estaba metido Robert?

—¿Lío? Insinúas algo que se me escapa. Yo solo quería decir que Robert no tenía rumbo fijo en la vida, no como su hermano. Yo conocía bien a su padre. Josef era uno de nuestros mejores oficiales. Pero perdió la fe.

—Dijiste que era una larga historia. ¿Puedes contarme la versión abreviada?

—Buena pregunta. —El comisionado suspiró profundamente y miró por la ventana—. Josef trabajó en China durante las inundaciones. Allí pocas personas habían oído hablar del Señor, y estaban cayendo como moscas. Según la interpretación que Josef dio a la Biblia, nadie que no haya recibido a Jesús puede ser redimido y, por lo tanto, arderá en el infierno. Estuvieron en la región de Hunan, repartiendo medicinas. Las inundaciones trajeron consigo un montón de víboras de Russel que surcaban las aguas y mordían a mucha gente. Aunque Josef y su gente disponían de una bandeja entera de suero, casi siempre llegaban demasiado tarde, porque esa clase de víbora te inocula un veneno hemotóxico que desintegra las paredes de las venas y hace que la víctima empiece a sangrar por los ojos, los oídos y todos los orificios corporales, hasta que muere una hora o dos más tarde. Yo mismo fui testigo del veneno hemotóxico cuando estuve de misionero en Tanzania y vi a personas que habían sufrido la mordedura de la serpiente boom. Un espectáculo espantoso.

Eckhoff cerró los ojos un instante.

—En fin. El caso es que Josef y su enfermera fueron a uno de los poblados para administrar penicilina a dos gemelos que habían cogido una pulmonía. Y en ello estaban cuando entró el padre de los pequeños: una víbora de Russel acababa de morderle en el agua del arrozal. A Josef Karlsen le quedaba una dosis de suero y le pidió a la enfermera que cogiese una jeringa para inyectársela al hombre. Mientras tanto, Josef salió para aliviarse, porque, como todos los demás, tenía diarrea y dolores de estómago. Y mientras estaba acuclillado en el agua de las inundaciones, una víbora le mordió en los testículos. Fue tal el grito que todo el mundo supo enseguida lo que había pasado. Cuando entró de nuevo en la casa, la enfermera le dijo que el pagano chino se había negado a que le pusiera la inyección, porque prefería que reservasen el suero para Josef, por si le mordía alguna víbora. Si Josef sobrevivía, podría salvar a más niños, y él no era más que un campesino que ni siquiera tenía granja.

Eckhoff tomó aire.

—Josef me contó que tenía tanto miedo que ni siquiera contempló la posibilidad de rechazar la oferta, y dejó que la enfermera le pusiera inmediatamente la inyección. Entonces se echó a llorar mientras el campesino chino intentaba consolarlo. Y cuando Josef se serenó y pidió a la enfermera que preguntase al pagano chino si había oído hablar de Jesús, esta no tuvo tiempo de hacerlo porque, de repente, los pantalones del campesino se tiñeron de rojo. Murió en cuestión de segundos.

Eckhoff los miró, como dándoles tiempo para digerir la historia. El silencio retórico de un predicador con experiencia, pensó Harry.

—¿Así que ese hombre arde ahora en el infierno?

—Sí, según la interpretación que Josef Karlsen hacía del texto. En cualquier caso, Josef reinterpretó el texto después.

—¿Esa es la razón por la que perdió la fe y se marchó del país?

—Eso fue lo que me dijo.

Harry, que había preguntado sin dejar de tomar notas en el bloc, asintió con la cabeza.

—En otras palabras, ahora Josef está condenado a arder en el infierno porque no fue capaz de aceptar esta… mmm, esta paradoja de la fe. ¿Lo he entendido bien?

—Has entrado en un campo teológico muy problemático, Hole. ¿Eres creyente?

—No, soy investigador. Creo en las pruebas.

—¿Y eso qué quiere decir?

Harry echó un vistazo a su reloj y vaciló antes de contestar, rápido y con voz monocorde.

—Yo tengo problemas con una religión que dice que la fe en sí es el billete de entrada al cielo. Es decir, que se trata de tu capacidad para manipular tu propia sensatez con el objeto de que acepte algo que tu inteligencia rechaza. Es el mismo modelo de sumisión intelectual que han utilizado las dictaduras a lo largo de la historia, la idea de una sensatez superior a la que no se deben exigir pruebas.

El comisionado hizo un gesto de afirmación.

—Una objeción meditada, comisario. Y, por supuesto, no eres la primera persona que la esgrime. Aun así, hay muchas personas que creen y que son bastante más inteligentes que tú y que yo. ¿No te resulta una paradoja?

—No —dijo Harry—. He conocido a un sinfín de personas mucho más inteligentes que yo. Algunas de ellas matan a otras personas por razones que ni ellos ni yo comprendemos. ¿Crees que el asesinato de Robert podría ser un atentado contra el Ejército de Salvación?

El comisionado se irguió en la silla.

—Si estás pensando en grupos de algún signo político, lo dudo. El Ejército de Salvación siempre se ha mantenido al margen de la política. Y hemos sido bastante consecuentes. Durante la Segunda Guerra Mundial ni siquiera condenamos oficialmente la ocupación alemana, pero intentamos por todos los medios continuar con nuestro trabajo como antes.

—Enhorabuena —replicó Halvorsen, ganándose con ello una mirada displicente de Harry.

—Creo que la única ocupación que tuvo nuestra bendición fue la de 1888 —explicó Eckhoff sin inmutarse—. El Ejército de Salvación sueco decidió ocupar Noruega, y levantamos el primer comedor en el barrio de obreros más pobre de Oslo, que, por cierto, amigos míos, se hallaba donde se encuentra actualmente la comisaría general de Policía.

—No creo que nadie os guarde rencor por eso —dijo Harry—. Mi impresión es que el Ejército de Salvación goza de más popularidad que nunca.

—Sí y no —rebatió Eckhoff—. Tenemos la confianza del pueblo, eso lo sabemos. Pero el reclutamiento ha ido así. Este otoño solo hemos tenido once cadetes en la Escuela de Oficiales de Asker, un internado con camas para sesenta. Y dado que nos decantamos por la interpretación conservadora de la Biblia en cuestiones como, por ejemplo, la homosexualidad, no somos igual de populares en todos los sectores. Ya los alcanzaremos, solo que las cosas van un poco más despacio entre nosotros que en otras comunidades religiosas más liberales. Pero, ¿sabes qué? Creo que en estos tiempos tan cambiantes no importa que haya cosas que evolucionen un poco más despacio —sonrió a Halvorsen y a Harry, como si hubieran expresado su conformidad—. De todas formas, los jóvenes asumirán el mando. Con una actitud más despreocupada, supongo. En estos momentos estamos contratando a un nuevo jefe de administración, y los candidatos al puesto son muy jóvenes. —Se llevó la mano al estómago.

—¿Era Robert uno de ellos?

El comisionado negó con la cabeza sin dejar de sonreír.

—Puedo garantizarles que no. Pero su hermano, Jon, sí. La persona elegida controlará propiedades muy valiosas, entre otras, todos nuestros inmuebles, y Robert no era la clase de persona a la que uno pudiera confiar esas responsabilidades. Tampoco se había licenciado en la Academia de Oficiales.

—Esos inmuebles, ¿son los de la calle Gøteborggata?

—Tenemos varios. En la calle Gøteborggata solo viven los empleados del Ejército, pero hay zonas como la calle de Jacob Aall, donde damos cobijo a refugiados de Eritrea, Somalia y Croacia.

—Ya. —Harry miró el bloc de notas, dio un golpecito en el reposabrazos con el bolígrafo y se puso de pie—. Creo que ya hemos abusado bastante de tu tiempo, Eckhoff.

—No ha sido para tanto. Este asunto nos concierne a todos.

El comisionado los acompañó hasta la puerta.

—¿Puedo hacerte una pregunta personal, Hole? —preguntó el comisionado—. ¿Dónde te he visto antes? Nunca olvido una cara, ¿sabes?

—Puede que en televisión o en los periódicos —repuso Harry—. Se armó un poco de jaleo en torno a mí por un caso de asesinato que acabó en Australia.

—No, esas caras las olvido. Tiene que haber sido en persona, ¿comprendes?

—¿Te importa ir a sacar el coche? —preguntó Harry a Halvorsen. Cuando su colega se despidió, Harry se volvió hacia el comisionado.

—No lo sé, pero vosotros me ayudasteis una vez —dijo—. Me recogisteis de la calle un día de invierno en que estaba tan borracho que era incapaz de cuidar de mí mismo. El soldado que me encontró quería llamar a la policía porque pensaba que ellos se harían cargo de mí. Pero le expliqué que yo era policía y que llamarlos comportaría mi despido. Así que me llevó a la enfermería, donde me pusieron una inyección que me permitió dormir. Estoy en deuda con vosotros.

David Eckhoff hizo un gesto de aprobación.

—Me imaginaba que se trataba de algo así, pero no quería decirlo. En cuanto a la deuda, más vale que la dejemos para más adelante. Seremos nosotros quienes estemos en deuda con vosotros si encontráis al asesino de Robert. Que Dios te bendiga, Hole. A ti y al trabajo que realizas.

Harry asintió y salió a la antesala, donde permaneció un instante contemplando la puerta cerrada de Eckhoff.

—Os parecéis bastante —observó Harry.

—Ah, ¿sí? —preguntó la mujer con voz grave—. ¿Ha estado seco?

—Me refiero a la fotografía que había allí dentro.

—Nueve años —dijo Martine Eckhoff—. Te felicito por reconocerme.

Harry negó con la cabeza.

—Iba a llamarte. Quería hablar contigo.

—Ah, ¿sí?

Harry se dio cuenta de cómo habían sonado sus palabras y se apresuró a añadir:

—Sobre Per Holmen.

—No merece la pena hablar de eso —Martine se encogió de hombros, pero se le enfrió la voz—. Tú haces tu trabajo. Yo hago el mío.

—Puede ser. Pero yo… Bueno, solo quería decir que no fue exactamente lo que parecía.

—¿Y qué parecía?

—Te dije que Per Holmen me importaba. Y terminé destruyendo lo que quedaba de su familia. Mi trabajo a veces es así.

Ella estaba a punto de replicar, pero en ese momento sonó el teléfono. Cogió el auricular y aguardó.

—En la iglesia de Vestre Aker —contestó—. Lunes, día veinte, a las doce. Sí.Martine colgó el teléfono.

—Todo el mundo quiere ir al entierro —dijo mientras hojeaba unos papeles—. Políticos, clérigos y gente famosa. Todos quieren participar con nosotros en el momento del dolor. Ayer llamó el representante de una de las nuevas cantantes noruegas para comunicarnos que se ofrecía a cantar en el entierro.

—Bueno —dijo Harry, preguntándose qué quería decir con aquello—. Es…

Pero el teléfono volvió a sonar. Así que desistió en su intento de averiguarlo. Vio que ya era hora de irse, saludó con la cabeza y se encaminó a la puerta.

—He apuntado a Ole para Egertorget el jueves —la oyó decir Harry a su espalda—. Sí, en lugar de Robert. En ese caso, la cuestión es si tú puedes venir conmigo en el autobús de reparto de sopa de esta noche.

Ya en el ascensor, Harry maldijo en voz baja y se pasó las manos por la cara. Luego rio con desgana. Como se ríe uno de los payasos sin gracia.

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