El redentor (22 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

—De acuerdo. ¿Puedo entrar a verlo?

—Por supuesto —repuso Beate—. Solo queremos que mires estas fotos y que nos digas si has visto antes a alguno de estos hombres.

Sacó tres fotos de una carpeta y se las dio a Thea. Eran las de la plaza de Egertorget, pero tan ampliadas que los rostros parecían mosaicos de puntos negros y blancos.

Thea hizo un gesto negativo.

—Es difícil, ni siquiera puedo diferenciarlos.

—Yo tampoco —admitió Harry—. Pero Beate es especialista en reconocimiento facial y, según ella, son dos personas distintas.

—Creo que es así —lo corrigió Beate—. Y por si fuera poco, el que salió a la carrera del edifico de la calle Gøteborggata estuvo a punto de arrollarme. Y no me pareció que fuera el de estas fotos.

Harry se sorprendió. Nunca había oído dudar a Beate sobre estos temas.

—Dios mío —susurró Thea—. ¿Cuántos hay?

—Tranquila —dijo Harry—. Hemos puesto vigilancia delante de la habitación de Jon.

—¿Cómo? —Thea lo miró con los ojos como platos y Harry comprendió que ni se le había pasado por la cabeza que Jon pudiese estar en peligro allí, en el hospital de Ullevål. Hasta aquel momento. Estupendo.

—Ven, vamos a ver qué tal está —dijo Beate amablemente.

Sí, pensó Harry. Y deja que el idiota se quede aquí un rato reflexionando acerca de cómo tratar a las personas.

Se volvió al oír el sonido de unos pasos rápidos que se precipitaban desde el fondo del pasillo.

Era Halvorsen, que corría esquivando a pacientes, visitas y enfermeras cuyos zuecos resonaban en el suelo. Se detuvo sin aliento delante de Harry y le entregó un documento escrito con tinta descolorida y la calidad de papel brillante que Harry reconoció como el del fax del grupo de Delitos Violentos.

—Una copia de la lista de pasajeros. Intenté llamarte…

—En lugares como este hay que apagar los móviles —dijo Harry—. ¿Algo interesante?

—Conseguí las listas de pasajeros sin el menor inconveniente. Y se las envié a Alex, que se puso manos a la obra. Un par de pasajeros tienen antecedentes sin importancia, pero nada que los señale como sospechosos. Pero había algo extraño…

—Ah, ¿sí?

—Uno de los pasajeros de la lista llegó a Oslo hace dos días y tenía un billete de vuelta para ayer, pero retrasaron el vuelo hasta hoy. Christo Stankic. No se presentó. Es extraño, puesto que volaba con una oferta y ese tipo de billetes no admiten cambios. Según figura en la lista de pasajeros, es ciudadano croata, así que le pedí a Alex que lo cotejara con el registro civil de Croacia. Croacia no es miembro de la Europol, pero como tienen muchas ganas de entrar en la Unión Europea, se prestan a cooperar en…

—Al grano, Halvorsen.

—Christo Stankic no existe.

—Interesante. —Harry se rascó la barbilla—. Cabe la posibilidad de que Christo Stankic no tenga nada que ver con nuestro caso.

—Por supuesto.

Harry se fijó en el nombre de la lista. Christo Stankic. Solo era un nombre. Pero un nombre que debía constar en el pasaporte que la compañía aérea debió solicitarle al facturar, ya que el nombre figuraba en la lista de pasajeros. El mismo pasaporte que le pedirían en los hoteles al registrarse.

—Quiero que compruebes las listas de huéspedes de todos los hoteles de Oslo —dijo Harry—. Vamos a ver si alguno de ellos ha dado cobijo a Christo Stankic estos dos últimos días.

—Empiezo enseguida.

Harry se irguió y le hizo a Halvorsen un gesto afirmativo que él esperaba que interpretara correctamente: estaba satisfecho.

—Y yo me voy al psicólogo —añadió Harry.

El despacho del psicólogo Ståle Aune se encontraba en la parte de la calle Sporveisgata, que no tiene tranvía
5
, pero que ofrece una mezcla interesante de diversas formas de caminar por sus aceras. Los pasos de aquel que está seguro de sí mismo, los pasos ágiles de las amas de casa que practican el culto al cuerpo en el gimnasio SATS, los pasos cuidadosos de los dueños de perros guía del edificio de la Asociación de Ciegos y los pasos descuidados de la clientela cansina pero intrépida del hostal de los drogadictos.

—Así que a este Robert Karlsen le gustaban las chicas que aún no habían cumplido la edad mínima para mantener relaciones sexuales —concluyó Aune apretando la papada contra la pajarita después de colgar la chaqueta de
tweed
en el respaldo de la silla—. Esa actitud puede deberse a muchos factores, por supuesto, pero si no me equivoco, se crió en el ambiente pietista del Ejército de Salvación.

—Sí —dijo Harry contemplando las estanterías atestadas y caóticas de su consejero personal y profesional—. Pero eso de que uno se vuelve perverso si crece en ambientes religiosos estrictos, ¿no es un mito?

—No —repuso Aune—. Los ambientes de sectas religiosas son un caldo de cultivo prolífico por lo que se refiere a ese tipo de abusos.

—¿Por qué?

Aune juntó las yemas de los dedos y chasqueó la lengua satisfecho.

—Cuando unos padres castigan a su hijo por mostrar su sexualidad natural, ya sea durante la infancia o en la adolescencia, reprimen esa parte de la personalidad. Tal represión detiene el proceso de maduración y conduce a la desviación de las preferencias sexuales, por así decirlo. Cuando alcanzan la edad adulta, muchos vuelven a la fase en que se les permitía ser naturales, vivir su propia sexualidad.

—Como lo de llevar pañales.

—Sí. O jugar con los excrementos. Recuerdo el caso de un senador de California que…

Harry carraspeó.

—Y los hay que, cuando crecen, vuelven a lo que se llama
core-event
—prosiguió Aune—. Suele ser la última vez que satisficieron sus deseos sexuales, es decir, la última vez que experimentaron el placer sexual. Y puede ser tanto un enamoramiento como un contacto sexual de juventud en que ni los descubrieron ni los castigaron.

—¿Puede ser un caso de abuso?

—Correcto. Una situación donde tenían el control y en la que, por tanto, se sentían fuertes, es decir, no humillados, sino todo lo contrario. Y se pasan el resto de su vida intentando recrear esa situación.

—Pero no debe resultar fácil convertirse en un violador…

—No. De hecho, son muchos los que, aun habiendo recibido verdaderas palizas de críos cuando los pillaban con una revista porno, por ejemplo, desarrollan una sexualidad normal y sana. Pero para aumentar las probabilidades de que una persona llegue a convertirse en un violador, debes equiparlo con un padre violento, una madre invasiva y, a ser posible, sexualmente abusiva, y un ambiente caracterizado por la falta de comunicación y por deseos sexuales que se castigan con la amenaza del fuego del infierno.

El móvil de Harry sonó una vez. Lo sacó y leyó el mensaje de texto de Halvorsen. La noche anterior al asesinato, Christo Stankic había pasado la noche en el Scandia Hotel, cerca de la estación Oslo S.

—¿Cómo son las sesiones en A.A.? —preguntó Aune—. ¿Te ayudan a ser abstemio?

—Bueno —dijo Harry poniéndose en pie—. Más o menos.

Un grito lo sobresaltó.

Se volvió y vio unos ojos como platos y una boca cavernosa que le observaban a solo unos centímetros de distancia de la cara. El niño apretó la nariz contra la pared acristalada de la sala de juegos de Burger King, antes de dejarse caer hacia atrás entre chillidos de júbilo, para aterrizar en una manta de bolas de plástico rojas, amarillas y azules.

Él se limpió los restos de kétchup de la boca, vació la bandeja en el cubo de la basura y salió corriendo a la calle Karl Johan. Intentó hacerse un ovillo dentro de la fina chaqueta del traje, pero el frío era implacable. Decidió comprar un abrigo nuevo en cuanto consiguiera una habitación a buen precio en el Scandia Hotel.

Seis minutos más tarde entraba por la puerta y se dirigía a la recepción. Se colocó detrás de una pareja que, obviamente, se registraba en ese momento. La recepcionista lo miró pero no pareció reconocerlo, y se inclinó otra vez sobre los documentos de los nuevos clientes, con los que se comunicaba en noruego. La mujer se volvió hacia él. Una chica rubia. Sonrió. Guapa. Aunque de alguna manera, normal y corriente. Él le devolvió la sonrisa. Apenas fue capaz. Porque la había visto antes. Hacía solo unas horas. Ante el edificio de la calle Gøteborggata.

Sin moverse, agachó la cabeza y metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Notó en los dedos la culata de la pistola dura y tranquilizadora. Levantó la vista con cautela, descubrió el espejo que había detrás de la recepcionista y se miró en él. Pero la imagen se desdibujó, se duplicó. Cerró los ojos, respiró hondo y los abrió de nuevo. Entonces logró concentrar la mirada en aquel hombre corpulento. El pelo corto, la piel pálida, la nariz roja, los rasgos duros y marcados, suavizados por una boca sensual. Era él. El otro hombre del apartamento. El policía. Echó un vistazo a la recepción. Estaban solos. Y como para disipar todo atisbo de duda, oyó dos palabras bien conocidas entre todas las noruegas. Christo Stankic. Se obligó a no moverse lo más mínimo. No tenía ni idea de cómo lo habían conseguido, pero empezaba a ser consciente de las consecuencias.

La recepcionista le dio una llave a la mujer rubia, y ella cogió algo que parecía un maletín de herramientas y se dirigió al ascensor. El hombre grande dijo algo a la recepcionista y ella tomó nota. El policía se dio la vuelta y sus miradas se cruzaron antes de que él se dirigiera hacia la salida.

La recepcionista sonrió, dijo algo amable y ensayado en noruego y le miró interrogante. Él preguntó si tenía una habitación para no fumadores en el último piso.

—Lo compruebo enseguida,
sir
. —Tecleó en un ordenador.


Excuse me
. ¿La persona con quien acabas de hablar no es ese policía que sale en los periódicos?

—No lo sé —dijo ella sonriendo.

—Sí, es conocido. ¿Cómo se llama?

Ella miró el bloc de notas.

—Harry Hole. ¿Es famoso?

—¿Harry Hole?

—Sí.

—No es ese el nombre. Me habré equivocado.

—Tengo una habitación libre. Si la quiere, deberá rellenar esta tarjeta y mostrarme el pasaporte. ¿Cómo prefiere pagar?

—¿Cuánto cuesta?

Ella dijo el precio.

—Lo siento —respondió él sonriendo—. Demasiado caro.

Salió del hotel y entró en la estación de ferrocarriles, encontró los servicios y se encerró dentro. Una vez seguro, se sentó e intentó ordenar sus ideas. Tenían el nombre. Debía encontrar un sitio donde pasar la noche sin que le pidieran el pasaporte. Y Christo Stankic podía olvidarse de hacer reservas en aviones, barcos, trenes ni de cruzar cualquier frontera. ¿Qué iba a hacer? Tenía que llamarla a Zagreb.

Salió a la plaza de Jernbanetorget. Un viento helado barría aquel espacio abierto mientras él observaba las cabinas telefónicas. Le castañeteaban los dientes. Vio a un hombre apoyado en un quiosco blanco de salchichas que había en medio de la plaza. Iba ataviado con un traje de plumas que le daba el aspecto de un astronauta. ¿Eran imaginaciones suyas o aquel hombre estaba vigilando las cabinas telefónicas? ¿Habrían rastreado sus llamadas y esperaban que volviese? Imposible. Dudaba. Si estaban interviniendo las cabinas telefónicas, se arriesgaba a descubrirla. Tomó una decisión. La conversación telefónica podía esperar; lo que necesitaba ahora era una habitación con una cama y una estufa. En el tipo de sitio que andaba buscando le pedirían dinero en efectivo, y se había gastado lo que le quedaba en la hamburguesa.

Dentro del vestíbulo de altos techos, entre los comercios y los andenes, encontró un cajero. Sacó la VISA, leyó las instrucciones en inglés que decían que la banda magnética debía quedar hacia abajo a la derecha y acercó la tarjeta a la ranura. Pero se detuvo. La VISA también estaba a nombre de Christo Stankic. Quedaría registrada y, en algún sitio, sonaría una alarma. Dudó de nuevo. Guardó la tarjeta en la cartera. Atravesó lentamente el vestíbulo. Las tiendas estaban a punto de cerrar. Ni siquiera tenía dinero para comprar una chaqueta. Un vigilante de Securitas lo siguió con la mirada. Salió de nuevo a la plaza. El viento del norte lo helaba todo a su paso. El hombre del puesto de salchichas ya no estaba. Pero había otro al lado del tigre de peluche.

—Necesito dinero para dormir a cubierto esta noche.

No era preciso hablar noruego para saber lo que le estaba pidiendo el hombre que tenía delante. Era el mismo drogadicto al que le había dado dinero antes. Un dinero que él mismo necesitaba desesperadamente en aquel momento. Negó con la cabeza y miró al grupo de drogadictos congregados en lo que había tomado por una parada de autobús. El autobús blanco acababa de llegar.

A Harry le dolían el pecho y los pulmones. Un dolor bueno. Le ardían las pantorrillas. Un ardor bueno.

Cuando se encontraba en un callejón sin salida, solía hacer lo que estaba haciendo ahora, bajar al gimnasio del sótano de la comisaría general y practicar bicicleta. No porque eso le permitiese pensar con más claridad, sino porque le permitía dejar de pensar.

—Me dijeron que te encontraría aquí. —Gunnar Hagen se subió a la bicicleta ergométrica que quedaba a su lado. Bajo aquella camiseta amarilla tan ajustada y los pantalones de montar en bici se adivinaban perfectamente los músculos del cuerpo enjuto y casi exhausto del jefe de grupo—. ¿Qué programa tienes?

—El nueve —dijo Harry respirando con dificultad.

Apoyado en los pedales, Hagen ajustó la altura del asiento y marcó rápidamente los cambios necesarios en el ordenador de la bici.

—Me he enterado de que hoy te has visto expuesto a cierta situación dramática.

Harry asintió con la cabeza.

—Entendería que pidieras una baja por enfermedad —dijo Hagen—. Después de todo, son tiempos de paz.

—Gracias, pero me encuentro bastante bien, jefe.

—Bien. Acabo de hablar con Torleif.

—¿El jefe de la policía judicial?

—Quisiéramos saber más sobre el estado de esta investigación. Hemos recibido algunas llamadas telefónicas. El Ejército de Salvación goza de popularidad y varias personas influyentes de esta ciudad querían saber si lograremos resolver el caso antes de Navidad. La paz navideña, ya sabes, todo lo demás.

—La paz navideña de los políticos se saldó con seis muertes por sobredosis el año pasado.

—Te acabo de preguntar por el estado de la investigación, Hole.

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