—Una filosofía interesante, Hole. —Hagen miró a su alrededor para ver la reacción de los demás, pero los rostros impasibles de los presentes no revelaban ninguna opinión—. Pero volvamos al asunto que nos ocupa.
—Vale —dijo Harry—. Continuamos donde lo dejamos, buscando el arma, pero ampliamos el perímetro de búsqueda a un radio de seis manzanas. Seguimos interrogando a testigos y vamos a las tiendas que ayer estaban cerradas. No perderemos tiempo viendo más cintas de vigilancia hasta que no tengamos algo concreto que buscar. Li y Li, vosotros ya tenéis la dirección y la orden de registro del apartamento de Robert Karlsen. En la calle Gørbitz, ¿no?
Li y Li asintieron.
—Registrad también su despacho, puede que encontréis algo interesante. Traed la correspondencia y los discos duros de ambos lugares, si los hay, para que podamos comprobar con quién ha mantenido contacto. He hablado con los de KRIPOS
4
, hoy mismo se pondrán en contacto con la Interpol para averiguar si tienen algún caso en Europa que se parezca a este. Halvorsen, tú me acompañarás al Cuartel General del Ejército de Salvación. Beate, quiero hablar contigo cuando acabe la reunión. ¡Moveos!
Ruido de sillas y pies que se mueven.
—¡Un momento, caballeros!
Silencio. Todos miraron a Gunnar Hagen.
—Veo que algunos de vosotros habéis venido a trabajar en vaqueros agujereados y prendas con publicidad de lo que supongo que es el club de fútbol de Vålerengen. Es posible que el anterior jefe aceptara ese tipo de indumentaria, pero yo no pienso permitirlo. La prensa sigue nuestros movimientos con suspicacia. A partir de mañana no quiero ver prendas con agujeros ni publicidad de ninguna clase. Tenemos un público y queremos dar la impresión de ser funcionarios serios y neutrales. Me gustaría que quienes ostenten el rango de comisario o superior se quedaran un momento.
Cuando todos salieron, solo quedaron Harry y Beate.
—Voy a redactar un escrito dirigido a todos los comisarios del grupo comunicándoles que, a partir del lunes de la semana que viene, deben llevar el arma reglamentaria —anunció Hagen.
Harry y Beate lo miraron, incrédulos.
—La guerra se recrudece ahí fuera —dijo Hagen, levantando la barbilla—. Tenemos que aceptar que las armas serán necesarias en el futuro y los jefes deben ir por delante y mostrar el camino. El arma no ha de ser un elemento extraño, sino una herramienta normal, como el móvil y el ordenador. ¿De acuerdo?
—Bueno —dijo Harry—. Yo no tengo permiso de armas.
—Supongo que es una broma —repuso Hagen.
—No me presenté a la prueba de tiro este otoño, así que entregué el arma.
—Pues te firmaré un permiso, tengo autoridad para hacerlo. Dejaré una solicitud en tu taquilla para que recojas el arma. Aquí no se escaquea nadie. En marcha.
Y Hagen se fue.
—Está loco de remate —sentenció Harry—. ¿Qué coño pintamos nosotros con armas?
—¿Así que ahora hay que remendar los pantalones y comprar un cinturón para el revólver? —dijo Beate con ojos risueños.
—Hmmm… Me gustaría echar un vistazo a las fotos de la plaza de Egertorget que publicaron en el
Dagbladet
.
—Toma, —dijo Beate entregándole una carpeta amarilla—. ¿Puedo preguntarte una cosa, Harry?
—Por supuesto.
—¿Por qué lo has hecho?
—¿El qué?
—¿Por qué has defendido a Magnus Skarre? Sabes que es un racista y tú no te crees nada de lo que has dicho sobre la discriminación. ¿Lo haces para provocar al nuevo jefe de grupo? ¿Para asegurarte la impopularidad desde el primer día?
Harry abrió el sobre.
—Luego te las devuelvo.
Se encontraba en el Hotel SAS Radisson de la plaza Holberg contemplando por la ventana la gélida blancura de la ciudad al amanecer. Los edificios eran de poca altura e insignificantes, le resultaba extraño que aquella ciudad fuera la capital de uno de los países más ricos del mundo. El Palacio Real era un edificio amarillo y anónimo, un compromiso entre una democracia pietista y una monarquía pobre. Por entre las ramas de los árboles desnudos divisó un gran balcón. Desde allí se dirigiría el rey a sus súbditos. Empuñó un fusil imaginario, guiñó un ojo y apuntó. El balcón se deshizo y se quebró en dos mitades.
Había soñado con Giorgi.
La primera vez que vio a Giorgi estaba en cuclillas al lado de un perro gemebundo. El perro era Tinto, pero, ¿quién era ese chico de ojos azules y pelo rubio y rizado? Juntos metieron a Tinto en una caja de madera y lo llevaron al veterinario del pueblo que vivía en una casa de hormigón gris de dos habitaciones con un jardín de manzanos cubierto de vegetación. El veterinario les dijo que al animal le dolían las muelas y que él no era dentista. ¿Quién iba a pagar el tratamiento de un viejo perro sin amo, que, de todos modos, perdería el resto de los dientes? Era mejor sacrificar al perro y evitar que sufriera y muriese lentamente de hambre. De pronto, Giorgi se puso a llorar. Fue un llanto claro, desgarrador, casi melódico. Cuando el veterinario le preguntó por qué lloraba, Giorgi dijo que quizá el perro fuese Jesús, porque su padre le había dicho que Jesús estaba entre nosotros, como uno de nuestros niños, sí, o tal vez como un perro miserable y pobre al que nadie da cobijo ni comida. El veterinario meneó la cabeza, pero llamó al dentista. Cuando Giorgi y él regresaron al salir del colegio, el veterinario les presentó a un Tinto que movía el rabo y que lucía en la boca cuatro empastes negros estupendos.
A pesar de que Giorgi estaba en un curso superior al suyo, después de aquello jugaron juntos alguna que otra vez. Pero solo unas semanas, porque luego empezaron las vacaciones de verano. Y cuando se reanudaron las clases en otoño, Giorgi parecía haberse olvidado de él. Lo ignoraba, como si no quisiera volver a relacionarse con él.
Él logró olvidar a Tinto, pero no a Giorgi. Varios años más tarde, durante el asedio, encontró a un perro enflaquecido entre las ruinas de la puerta sur de la ciudad. Se le acercó y le lamió la cara. Ya no llevaba collar, y no supo que se trataba de Tinto hasta que no reparó en los empastes negros.
Miró el reloj. El autobús que les llevaba de vuelta al aeropuerto salía al cabo de diez minutos. Cogió la maleta, echó un último vistazo a la habitación para asegurarse de que no se dejaba nada. Oyó el crujido del papel cuando abrió la puerta. Había un periódico en el suelo. Miró a lo largo del pasillo y vio que el mismo periódico yacía delante de varias de las habitaciones. La fotografía de la escena del crimen se distinguía claramente en la primera página. Se agachó para recoger el grueso diario que tenía un nombre indescifrable en letras góticas.
Intentó leer mientras esperaba el ascensor, pero, aunque algunas de las palabras le recordaban el alemán, no logró entender gran cosa. Pasó las páginas hasta dar con las del artículo. En ese instante, se abrieron las puertas del ascensor, y decidió dejar el aparatoso diario en el cubo de basura que había entre los dos ascensores. Pero el ascensor llegó vacío, así que se lo llevó dentro, pulsó el cero y se concentró en las fotografías. Reparó en uno de los pies de foto. Primero no pudo creer lo que leía. Pero en el momento en que el ascensor empezaba a bajar, lo comprendió con una claridad tan espeluznante que por un momento se le nubló la vista y tuvo que apoyarse en la pared. El periódico estuvo a punto de escapársele de las manos, y no se dio cuenta de que ya se estaba abriendo la puerta del ascensor.
Cuando por fin levantó la vista, vio la oscuridad y comprendió que estaba en el sótano y no en la recepción, que, por alguna razón, en aquel país se encontraba en la primera planta.
Salió del ascensor y las puertas se cerraron. Y allí en la oscuridad, se sentó e intentó pensar con claridad. Porque aquello lo ponía todo patas arriba. Faltaban ocho minutos para que saliera el autobús del aeropuerto. Era el tiempo del que disponía para tomar una decisión.
—Intento ver unas fotos —dijo Harry un tanto harto.
Halvorsen lo miró desde su mesa, que estaba enfrente de la de Harry.
—Adelante.
—Si dejas de chasquear los dedos, quizá pueda. ¿Qué estás haciendo?
—¿Esto? —Halvorsen se miró los dedos, los chasqueó en el aire y rió ligeramente avergonzado—. No es más que una vieja costumbre.
—¿Y eso?
—Mi padre era seguidor de Lev Yashin, aquel portero ruso de los sesenta. —Harry aguardó a que continuara con la explicación—. Mi padre quería que yo fuera portero del Steinkjer. De modo que cuando era pequeño solía chasquearme los dedos delante de los ojos. Así. Para hacerme fuerte y que no me asustara en los tiros a puerta. Por lo visto, el padre de Yashin hacía lo mismo con su hijo. Si no parpadeaba, me daba un terrón de azúcar.
Un silencio sepulcral siguió a aquellas palabras.
—Estás de coña —dijo Harry.
—No. Uno de esos terroncitos marrones, buenísimos.
—Me refería a lo de chasquear los dedos. ¿Es verdad?
—Pues claro. Los chasqueaba todo el tiempo. Durante la cena, cuando veíamos la tele, incluso cuando estaba con mis amigos. Al final empecé a chasqueármelos a mí mismo. Escribí el nombre de Yashin en todas mis mochilas del colegio y lo tallé en mi pupitre. Incluso ahora, siempre utilizo Yashin con los programas de ordenador y esas cosas que te exigen una contraseña. Y eso que sabía que me estaba manipulando. ¿Comprendes?
—No. ¿Te ayudó en algo eso de chasquear?
—Sí, no me dan miedo los tiros a puerta.
—Así que…
—No. Resultó que no tenía talento para la pelota.
Harry se pellizcó el labio superior.
—¿Sacas algo de esas fotos? —preguntó Halvorsen.
—No mientras sigas chasqueando los dedos. Y hablando.
Halvorsen meneó la cabeza despacio.
—¿No íbamos a visitar el Cuartel General del Ejército de Salvación?
—¡Cuando termine, Halvorsen!
—¿Sí?
—¿Tienes que respirar de una forma tan… extraña?
Halvorsen cerró la boca apretando con fuerza y contuvo la respiración. Harry levantó rápidamente la vista y volvió a bajarla enseguida. Halvorsen creyó haber visto una pequeña sonrisa. Aunque no lo habría jurado. Una sonrisa que ahora desaparecía para dar paso a la profunda arruga que se formó en la frente del comisario.
—Ven a ver esto, Halvorsen.
Halvorsen rodeó la mesa. Harry tenía delante dos fotografías, ambas del público que se concentraba en la plaza de Egertorget.
—¿Ves al tipo del gorro y el pañuelo, a este lado? —Harry señaló una cara borrosa—. Desde luego, está justo en frente de Robert Karlsen, a un lado del grupo, ¿verdad?
—Sí…
—Pero mira la otra foto. Aquí. El mismo gorro y el mismo pañuelo, pero en el centro, justo enfrente del grupo.
—¿Y qué tiene de raro? Quizá se desplazara hacia el centro para oír y ver mejor.
—¿Y si lo hizo al revés? —Halvorsen no contestó, así que Harry continuó—: Uno no cambia de sitio para colocar la cabeza dentro del altavoz y no poder ver al grupo que tiene delante. A no ser que tenga una buena razón.
—¿Cómo disparar a alguien?
—Déjate de bromas.
—Vale, pero no sabes cuál de las fotos sacaron primero. Yo apuesto a que se desplazó hacia el centro.
—¿Cuánto?
—Doscientas.
—De acuerdo. Mira la luz de la farola en ambas fotos. —Harry le dio una lupa a Halvorsen—. ¿Ves alguna diferencia?
Halvorsen asintió lentamente con la cabeza.
—Nieve —dijo Harry—. En la fotografía que aparece a un lado ha empezado a nevar. Así que debieron de sacarla después. Cuando empezó a nevar ayer por la tarde, no paró hasta bien entrada la noche. O sea, que esta fue la segunda instantánea. Tenemos que llamar a ese tal Wedlog que trabaja en el
Dagbladet
. Si utiliza una cámara digital con reloj incorporado, podremos saber la hora exacta en que la hizo.
Hans Wedlog, del periódico
Dagbladet
, era de los que preferían la cámara réflex y los carretes. Por esa razón, no pudo cumplir las expectativas del comisario Hole en cuanto a la hora en que hizo cada foto.
—De acuerdo —dijo Hole—. ¿Pero fuiste tú quien sacó las fotos del concierto de anteayer?
—Sí, Rodberg y yo cubrimos todo lo de los músicos callejeros.
—Si utilizas carretes, conservarás las fotos que hiciste del público de esa noche, ¿verdad?
—Sí, las tengo. Y no las habría tenido si hubiera utilizado una cámara digital; las habría borrado hace mucho.
—Eso es lo que pensaba. Pues verás, quería pedirte un favor.
—¿Sí?
—¿Podrías echar una ojeada a las fotos del público de anteayer y ver si encuentras a un tío con gorro y chubasquero negro? Y un pañuelo. Tenemos una de tus fotos donde aparece este hombre. Si estás cerca de tu ordenador, Halvorsen puede escanearla y enviártela.
Harry notó que Wedlog dudaba.
—Puedo enviaros las fotos, pero repasarlas me parece más un trabajo policial y prefiero no mezclar demasiado las cartas.
—Vamos muy justos de tiempo. ¿Quieres que te demos una fotografía de la persona que le interesa a la policía en este asunto o no?
—¿Quiere eso decir que nos dejas utilizarla?
—Sí.
La voz de Wedlog se relajó.
—Estoy en el laboratorio, puedo comprobarlo ahora mismo. Suelo sacar muchas fotos del público, así que quizá encuentre alguna. Cinco minutos.
Halvorsen escaneó y envió la foto, y Harry se quedó sentado tamborileando los dedos mientras esperaban.
—¿Qué te hace estar tan seguro de que estuvo allí la noche pasada? —preguntó Halvorsen.
—No estoy seguro de nada —admitió Harry—. Pero si Beate tiene razón y se trata de un profesional, lo más seguro es que hiciera un reconocimiento, preferiblemente a la misma hora, cuando las circunstancias fueran las más similares a las de la hora en que planeaba cometer el asesinato. Y eso lo sitúa en el concierto callejero de la noche anterior.
Pasaron los cinco minutos. El teléfono sonó a los once.
—
Wedlog. Sorry
. Nada de gorros ni chubasqueros negros. Tampoco el pañuelo.
—Mierda —dijo Harry alto y claro.
—Lo siento. ¿Te la envío y lo compruebas tú mismo? Aquella noche enfoqué uno de los proyectores al público, así que las caras se ven mejor.
Harry vaciló. Tenía que elegir bien las prioridades para optimizar el poco tiempo que tenían, sobre todo durante las primeras veinticuatro horas.