Harry notó que, con el sudor, le escocían los pezones.
—Bien. No se ha presentado testigo alguno a pesar de las fotos que el
Dagbladet
ha publicado hoy. Beate Lønn dice que las fotografías indican que nos enfrentamos no solo a uno, sino a dos asesinos. Y yo comparto su opinión. El hombre que estuvo en casa de Karlsen llevaba un abrigo de pelo de camello y un pañuelo, y la ropa concuerda con la que lleva el hombre de la fotografía tomada en la plaza de Egertorget la noche antes del asesinato.
—¿Solo concuerda la ropa?
—No me dio tiempo a verle la cara. Y Jon Karlsen no recuerda gran cosa. Una de las inquilinas ha confesado que dejó entrar a un inglés en el edificio, que dijo que iba a dejar un regalo de Navidad delante de la puerta de Jon Karlsen.
—De acuerdo —dijo Hagen—. Pero debemos mantener en secreto esa teoría de que hay varios asesinos. Continúa.
—No hay mucho más que añadir.
—¿Nada?
Harry miró el cuentakilómetros mientras aumentaba gradualmente la velocidad a treinta y cinco kilómetros por hora.
—Bueno. Tenemos un pasaporte falso de un croata, un tal Christo Stankic, que no subió al avión que debía haber cogido hoy. Hemos averiguado que se hospedó en el Scandia Hotel. Lønn está rastreando la habitación en busca de ADN. No tienen muchos clientes, así que esperábamos que los de recepción reconocieran al hombre de nuestras fotos.
—¿Y?
—Desgraciadamente, no.
—¿Qué razones tenemos para pensar que este Stankic es nuestro hombre?
—Realmente, solo el pasaporte falso —contestó Harry y echó una ojeada al cuentakilómetros de Hagen. Cuarenta kilómetros por hora.
—¿Y cómo piensas encontrarlo?
—Bueno. En la era de la informática, uno siempre deja un rastro, y hemos puesto a todos nuestros contactos fijos en situación de alerta. Si alguien con el nombre de Christo Stankic se registra en un hotel de Oslo, compra un billete de avión o utiliza una tarjeta de crédito, lo sabremos en el acto. Según la recepcionista, preguntó por una cabina telefónica, y ella le indicó que fuera a la plaza de Jernbanetorget. Telenor nos enviará una lista de las llamadas realizadas desde esos teléfonos durante las últimas cuarenta y ocho horas.
—Así que todo lo que tienes es un croata con un pasaporte falso que no ha cogido su vuelo —dijo Hagen—. Estás en un callejón sin salida, ¿verdad?
Harry no contestó.
—Intenta pensar en alguna alternativa —le recomendó Hagen.
—De acuerdo, jefe —repuso Harry con voz monótona.
—Siempre hay alternativas —añadió Hagen—. ¿Te he contado la historia del pelotón japonés que sufrió un brote de cólera?
—Creo que no he tenido ese placer, jefe.
—Se hallaban en la jungla, al norte de Rangún, y vomitaban cuanto comían y bebían. Estaban al borde de la deshidratación, pero el jefe del pelotón se negaba a rendirse y morir, así que les ordenó a todos que vaciasen las jeringas de morfina y que se inyectasen con ellas el agua de las cantimploras por vía intravenosa.
Hagen aumentó la frecuencia de su aparato y Harry aguzó el oído en busca de algún indicio de disnea. Nada.
—Funcionó. Pero al cabo de unos días no les quedaba más que un barril de agua infestada de larvas de mosquito. Entonces el segundo propuso clavar la aguja en la carne de la fruta que crecía por allí, extraer el jugo e inyectarlo directamente en la sangre. En teoría, el zumo de fruta es agua en un noventa por ciento y, además, ¿qué tenían que perder? Inventiva y coraje. Eso salvó al pelotón, Hole. Inventiva y coraje.
—Inventiva y coraje —jadeó Harry—. Gracias, jefe.
Pedaleó con todas sus fuerzas y oyó su propia respiración siseante, como el fuego a través de una puerta de horno entreabierta. El cuentakilómetros señalaba cuarenta y dos. Miró el del jefe de grupo. Cuarenta y siete. Respiración pausada.
Harry recordó una cita de un libro escrito hacía mil años que le había regalado un atracador de bancos,
El arte de la guerra
, «Elige tus batallas». Y sabía que aquella era una batalla de la que debía desistir. Iba a perderla de todos modos.
Harry redujo la velocidad. El cuentakilómetros señalaba treinta y cinco. Y, para su sorpresa, no se sintió decepcionado, sino que le embargó una especie de resignación cansina. Quizás estuviera haciéndose mayor, dejando de ser el idiota que bajaba los cuernos y embestía en cuanto alguien agitaba un trapo rojo. Harry miró a su lado. Las piernas de Hagen iban ahora como pistones y el rostro había adquirido una capa lisa de sudor que brillaba a la luz blanca del gimnasio.
Harry se enjugó el sudor. Aspiró profundamente dos veces. Y pedaleó con fuerza. En unos segundos, volvió a sentir aquel dolor maravilloso.
J
UEVES, 17 DE DICIEMBRE
E
L TICTAC
Había días en que a Martine le parecía que Plata debía de ser la escalera de descenso al infierno. Pero se escandalizó al oír los rumores según los cuales el consejero de Asuntos Sociales pretendía anular antes de la primavera la ordenanza que permitía la compraventa de estupefacientes allí. El argumento que presentaron los detractores fue que utilizaban la zona para la comercialización de estupefacientes entre los jóvenes. Martine opinaba que quien creyera que la vida en Plata podía ser atractiva, o no había estado allí o estaba loco.
El argumento invisible era que la porción de asfalto marcada con una raya blanca que, a modo de frontera, quedaba a un lado de la plaza Jernbanetorget deslucía la imagen de la ciudad. ¿Y permitir que las drogas y el dinero circulasen libremente de mano en mano en pleno corazón de la capital? ¿Acaso no era una declaración del flagrante fracaso de la democracia socialista más lograda o, por lo menos, la más rica del mundo?
Martine estaba de acuerdo con eso. Era un fracaso. La lucha por una sociedad sin estupefacientes estaba perdida. Ahora bien, si lo que se pretendía era luchar para que la droga no ganase más terreno, más les valía tener la compraventa de droga controlada por las cámaras de vigilancia de Plata que trabajaban incansablemente bajo los puentes del río Akerselva, en los oscuros patios interiores de la calle Rådhusgata y en la parte sur de la fortaleza de Akershus. Y Martine sabía que, de un modo u otro, la mayoría de los que trabajaban en el mundillo de las drogas de Oslo, policía, asistentes sociales, drogadictos, pastores callejeros y prostitutas, opinaban lo mismo, que Plata era la mejor alternativa.
Pero, desde luego, no era un espectáculo agradable.
—¡Langemann! —vociferó al hombre que aguardaba en la oscuridad, fuera del autobús donde ellos estaban—. ¿Esta noche no quieres sopa?
Pero Langemann se alejó. Le habrían dado su dosis cero-uno e iría camino a algún lugar donde inyectarse la medicina.
Estaba sirviendo la sopa a uno del sur de la ciudad que llevaba una chaqueta azul cuando oyó a su lado un castañetear de dientes y reparó en el hombre que esperaba su turno con una chaqueta demasiado fina.
—Ten —dijo sirviéndole la sopa.
—Hola, guapa —la interpeló una voz ronca.
—¡Wenche!
—Ven y descongela a una pobre desgraciada —rio Wenche, la prostituta ya entrada en años que abrazaba efusivamente a Martine. El olor que exhalaban aquella piel y aquel cuerpo que se movía en el traje ajustado con estampado de leopardo era abrumador. Pero también había algo más, un aroma que reconoció enseguida, que ya estaba allí antes de que los efluvios de Wenche ahogaran el resto.
Se sentaron a una de las mesas vacías.
Pese a que algunas de las prostitutas extranjeras que habían inundado la zona durante el último año también eran drogadictas, la adicción estaba menos extendida que entre las competidoras noruegas. Wenche era una de las pocas noruegas que no se drogaba. Además, dijo que había empezado a trabajar desde casa con una clientela fija, así que Martine y ella se veían muy de cuando en cuando.
—He venido a buscar al hijo de una amiga —explicó Wenche—. Kristoffer. Al parecer lo conocen en este ambiente.
—¿Kristoffer? No sé quién es.
—¡Eh! —dijo desechando la pregunta con un gesto de la mano—. Olvídalo. Veo que tienes otras cosas de las que preocuparte.
—¿Ah, sí, tú crees?
—No mientas. Reconozco a una chica enamorada cuando la veo. ¿Es ese?
Wenche señaló con la cabeza al hombre vestido con el uniforme del ejército que, con una Biblia en la mano, acababa de sentarse junto al hombre de la chaqueta poco abrigada.
Martine resopló.
—¿Rikard? No, gracias.
—¿Seguro? No te ha quitado los ojos de encima desde que he entrado.
—Rikard es un buen tipo —suspiró—. Al menos se ofreció voluntario para hacer esta guardia con tan poco tiempo de aviso. El que debía estar aquí ha muerto.
—¿Robert Karlsen?
—¿Lo conocías?
Wenche asintió con tristeza, pero enseguida se le volvió a iluminar el semblante.
—Olvídate de los muertos y cuéntale a mamá de quién estás enamorada. Por cierto, ya iba siendo hora…
Martine sonrió.
—Ni siquiera sabía que estaba enamorada.
—Venga ya.
—No, es una tontería. Yo…
—¿Martine? —dijo otra voz.
Ella levantó la vista y vio los ojos suplicantes de Rikard.
—Ese hombre, el que está sentado ahí, dice que no tiene ropa ni dinero, ni dónde dormir. ¿Sabes si Heimen tiene algo disponible?
—Llama y habla con ellos —repuso Martine—. Por lo menos tendrán ropa de invierno.
—De acuerdo. —Rikard se quedó pese a que Martine ya se había vuelto hacia Wenche. No necesitaba levantar la vista para saber que le sudaba el bigote.
Tras murmurar un «gracias», volvió junto al hombre de la chaqueta de traje.
—Cuenta —susurró Wenche, entusiasta.
Afuera, el viento del norte sacaba munición de pequeño calibre.
Harry caminaba con la bolsa de deporte al hombro y los ojos entornados: el viento arrastraba copos de nieve incisivos, casi invisibles, que se le clavaban provocándole pequeños pinchazos en la córnea. Cuando pasó junto a Blitz, el edificio de la calle Pilestredet tomado por ocupas, sonó el teléfono. Era Halvorsen.
—Durante las últimas cuarenta y ocho horas se han realizado dos llamadas a Zagreb desde las cabinas telefónicas de la plaza Jernbanetorget. He llamado al número y me contestaron de la recepción de un hotel. El Hotel Intercontinental. No saben decirme quién ha llamado desde Oslo, ni con quién quería hablar esa persona. Tampoco han oído hablar de Christo Stankic.
—Ya.
—¿Quieres que siga indagando?
—No —suspiró Harry—. Lo dejaremos hasta que tengamos algún indicio de que ese Stankic nos interesa. Apaga antes de irte, hablaremos mañana.
—¡Espera!
—No, si no pensaba irme a ningún sitio.
—Hay algo más. El turno de guardia acaba de recibir la llamada de un camarero del Biscuit. Ha dicho que esta mañana se cruzó con uno de los clientes en los servicios.
—¿Qué hacía allí?
—A eso voy. El cliente tenía algo…
—Me refiero al camarero. Los empleados de los restaurantes tienen sus propios aseos.
—Pues no se lo he preguntado —dijo Halvorsen impaciente—. Pero escúchame. Este cliente tenía en la mano algo verde que goteaba.
—Pues debería ir a ver a un médico.
—Muy gracioso. El camarero jura que era una pistola untada en jabón. Había quitado la tapa de la jabonera.
—El Biscuit —repitió Harry mientras asimilaba la información—. Eso está en la calle Karl Johan.
—A doscientos metros del lugar de los hechos. Apuesto una caja de cerveza a que es nuestra pistola. Eh…
Sorry
, apuesto…
—Por cierto, me debes doscientas. Cuéntame el resto.
—Aquí viene lo mejor. Le pedí que me lo describiera. Fue incapaz.
—Parece el estribillo de este caso.
—Pero me ha dicho que reconoció al tipo por el abrigo. Un abrigo feísimo de pelo de camello.
—
Yes
! —celebró Harry—. El tío del pañuelo que aparece en la fotografía del público de la plaza de Egertorget la noche antes de que asesinaran a Robert Karlsen.
—El camarero cree que era una imitación de camello. Y parece que entiende de esas cosas.
—¿Qué quieres decir?
—Ya sabes la forma que tienen ellos de hablar.
—¿Quiénes son «ellos»?
—¡Pues los maricas! En fin. El caso es que el tipo se largó por la puerta con la pistola. Eso es todo lo que tengo, de momento. Voy camino del Biscuit para mostrarle nuestras fotos al camarero.
—Bien —dijo Harry.
—¿En qué estás pensando?
—¿Pensando?
—Empiezo a conocerte, Harry.
—Ya. Me pregunto por qué el camarero no llamó en el acto al turno de guardia de la judicial. Pregúntaselo, ¿vale?
—En realidad, pensaba hacerlo, Harry.
—Por supuesto. Lo siento.
Harry colgó, pero cinco segundos más tarde el teléfono volvió a sonar.
—¿Se te olvidaba algo?
—¿Cómo?
—Ah, eres tú, Beate. ¿Y bien?
—Buenas noticias. Acabo de terminar en el Scandia Hotel.
—¿Encontraste rastros de ADN?
—Aún no lo sé. Solo tengo un par de pelos que igual son del personal de limpieza o de un huésped anterior. Pero hace media hora que he recibido los resultados de los chicos de balística. El proyectil hallado en el cartón de leche en casa de Robert Karlsen proviene de la misma arma que el que encontramos en la plaza de Egertorget.
—Bien. Eso quiere decir que la teoría de varios asesinos pierde fuerza.
—Sí. Y hay algo más. La recepcionista del Scandia Hotel se acordó de algo después de que te marcharas. Dice que Christo Stankic llevaba una prenda de vestir particularmente fea. Cree que era una especie imitación de…
—Deja que lo adivine. ¿Un abrigo de pelo de camello?
—Eso fue lo que dijo.
—¡Y
ya
estamos en marcha! —gritó Harry tan alto que el muro lleno de grafitis del edificio Blitz le devolvió el eco de su voz en la calle desierta.
Harry colgó y llamó a Halvorsen.
—¿Sí, Harry?
—Christo Stankic es nuestro hombre. Comunica el dato del abrigo de pelo de camello a todas las patrullas. Y…
Harry sonrió a una señora mayor que se le acercaba a paso ligero marcado por el crujido de las botas al contacto con los trocitos de hielo.
—… Quiero que la red telefónica esté bajo vigilancia constante, para rastrear cualquier llamada que se efectúe desde Oslo al Hotel Intercontinental de Zagreb, y averiguar el número desde donde llama la persona. Habla con Klaus Torkildsen, del Centro de Operaciones de Telenor, región Oslo.