No sabía por qué, pero tenía la sensación de que alguien le observaba. No, no lo observaban, lo habían descubierto, desenmascarado. Como si alguien supiera que estaba allí sin necesidad de haberlo visto. Echó un vistazo a la valla iluminada en busca de posibles alarmas. Nada.
Buscó a lo largo de dos hileras de contenedores hasta que encontró uno abierto. Entró en la impenetrable oscuridad e inmediatamente comprendió que aquello era absurdo, que se moriría de frío si se quedaba a dormir allí. Notó el movimiento del aire cuando cerró la puerta, como si se hallara en el interior de un bloque de algo físico que alguien estuviese moviendo.
El papel de periódico que cubría el suelo crujía bajo sus pies. Tenía que entrar en calor.
Fuera del contenedor volvió a tener la sensación de que alguien lo observaba. Se dirigió a la caseta, agarró el extremo inferior de una tabla y tiró. El listón se soltó con un ruido seco. Le pareció atisbar algo que se movía y se volvió rápidamente. Pero solo vio las luces centellantes de los hoteles tentadores que ribeteaban la plaza de Oslo S y la oscuridad en el umbral de lo que sería su refugio aquella noche. Después de soltar dos tablas más, se encaminó al contenedor. En los lugares donde la nieve se había amontonado había huellas. De patas. De patas grandes. Un perro guardián. ¿Serían huellas antiguas? Hizo astillas de las tablas y las puso contra la pared de acero, por dentro de la entrada del contenedor. Dejó la puerta entreabierta con la esperanza de que saliera el humo. En el mismo bolsillo que llevaba la pistola tenía la caja de cerillas de la habitación del Heimen. Cuando logró que el papel de periódico ardiera, puso las manos sobre el calor. Unas llamas escuálidas ascendían por la pared oxidada.
Pensó en la aterrada expresión del camarero cuando, mirando fijamente el cañón de la pistola, empezó a vaciarse los bolsillos mientras le explicaba que aquellas monedas era todo lo que tenía. Suficiente para una hamburguesa y un billete de metro. Poco para un lugar donde esconderse, entrar en calor, dormir. Y el camarero fue tan estúpido como para decir que había avisado a la policía, que estaban de camino. De modo que él hizo lo que tenía que hacer.
Las llamas iluminaban la nieve del exterior. Observó varias huellas de patas justo delante de la entrada. Qué extraño que no las hubiera visto al acercarse al contenedor la primera vez. Oyó su propia respiración, que resonaba en la caja de hierro donde se encontraba como si allí dentro hubiera dos personas, al tiempo que seguía las huellas con la mirada. Se quedó paralizado. Sus propias pisadas se cruzaban con las huellas del animal. Y, en medio de la pisada de su zapato, distinguió una huella de pata.
Cerró la puerta con fuerza y, con el ruido sordo del portazo, se extinguieron las llamas. Solo los bordes del papel de periódico ardían en la densa oscuridad. Empezó a jadear angustiado. Había algo allí fuera, algo que lo perseguía, algo capaz de olerlo y reconocerlo. Aguantó la respiración. Y entonces lo supo: ese algo que lo buscaba no estaba allí fuera; lo que oía no era el eco de su propia respiración. Lo que quiera que fuese estaba dentro. Justo cuando metió la mano en el bolsillo buscando desesperadamente la pistola, pensó que era extraño que no hubiera gruñido, que no hubiera emitido el menor sonido. Hasta aquel momento. E incluso entonces, no se oyó más que el leve raspar de las garras en el suelo de hierro cuando tomó impulso. Tuvo tiempo de levantar la mano antes de que las mandíbulas la aprisionaran con fuerza y la explosión de dolor convirtiera los pensamientos en una lluvia de astillas.
Harry observaba la cama y lo que suponía sería Tore Bjørgen.
Halvorsen se acercó y se detuvo a su lado:
—¡Dios santo! —susurró—. ¿Pero qué ha pasado aquí?
Harry no respondió, sino que abrió la cremallera de la máscara negra que llevaba el tipo y la apartó a un lado. Los labios pintados de rojo y el maquillaje alrededor de los ojos le hicieron pensar en Robert Smith, el vocalista de The Cure.
—¿Es el camarero con quien hablaste en el Biscuit? —preguntó Harry mientras inspeccionaba la habitación.
—Eso creo. ¿Qué demonios es esa vestimenta?
—Látex —dijo Harry pasando la punta de los dedos por unas virutas de metal que halló en la sábana antes de recoger algo que había en la mesilla de noche, junto a un vaso medio lleno de agua. Era una píldora. Lo examinó.
—Tiene una pinta totalmente disparatada —suspiró Halvorsen.
—Una especie de fetichismo —explicó Harry—. Y no es más increíble que a ti te guste ver mujeres con minifalda o con faja o lo que sea que te ponga cachondo.
—Uniformes —dijo Halvorsen—. De todo tipo. Enfermeras, guardias de parquímet…
—Gracias —dijo Harry.
—¿Tú qué crees? —preguntó Halvorsen—. ¿Suicidio con pastillas?
—Tendrás que preguntárselo tú mismo —dijo Harry antes de levantar el vaso del agua de la mesilla de noche y vaciarlo encima del hombre que yacía en la cama.
Halvorsen miró al comisario boquiabierto.
—Si no te hubieran distraído los prejuicios, te habrías dado cuenta de que respira —explicó Harry—. Esto es Stesolid. No es peor que el Valium.
El hombre dio un respingo. Y se le encogió la cara con un repentino ataque de tos.
Harry se sentó en el borde de la cama y aguardó hasta que aquel par de pupilas aterradas pero diminutas consiguieron enfocarlo.
—Somos de la policía, Bjørgen. Siento irrumpir aquí de esta manera, pero nos han dicho que tenías algo que nosotros queríamos. Aunque parece que ya no lo tienes.
El joven parpadeó un par de veces.
—¿De qué estás hablando? —preguntó con voz pastosa—. ¿Cómo habéis entrado?
—Por la puerta —repuso Harry—. Y no es la primera visita que tienes esta noche.
El hombre negó con la cabeza.
—Eso es lo que le dijiste a la policía —prosiguió Harry.
—Nadie ha estado aquí. Y yo no he llamado a la policía. Tengo un número secreto. No lo podéis rastrear.
—Sí que podemos. Y yo no he dicho que hayas llamado. Pero lo hiciste y dijiste que tenías a alguien encadenado a la cama, y, en efecto, he encontrado astillas del cabecero en la sábana. Por lo visto, el espejo de ahí fuera también ha recibido un golpe. ¿Se ha largado, Bjørgen?
El hombre miró a Harry, desorientado, luego a Halvorsen y de nuevo a Harry.
—¿Te ha amenazado? —Harry hablaba en todo momento con un tono monótono y apagado—. ¿Ha dicho que va a volver si nos cuentas algo? ¿Es eso? ¿Tienes miedo?
El hombre abrió la boca. Quizá fue la máscara de piel negra lo que hizo pensar a Harry en un piloto extraviado. Robert Smith totalmente perdido.
—Suelen decir esas cosas —aseguró Harry—. Pero ¿sabes qué? Si hubiese ido en serio ya estarías muerto.
El hombre miró a Harry.
—¿Sabes adónde iba, Bjørgen? ¿Se llevó algo? ¿Dinero? ¿Ropa?
Silencio.
—Venga, hombre, es importante. Ha venido a Oslo a buscar a una persona para matarla.
—No sé de qué estás hablando —susurró Tore Bjørgen sin apartar la vista de Harry—. ¿Podéis marcharos, por favor? ¿Ahora?
—Por supuesto. Pero debo informarte de que es posible de que te acusen de haber ocultado a un asesino fugado. Lo que, en el peor de los casos, el juez puede considerar complicidad en un caso de asesinato.
—¿Con qué pruebas? Vale, quizá llamé. Estaba tirándome un farol. Quería divertirme un poco. ¿Y qué?
Harry se levantó de la cama.
—Como quieras. Nos vamos. Prepara algo de ropa. Enviaré a dos de nuestros hombres para recogerte, Bjørgen.
—¿Recogerme?
—O detenerte, como prefieras. —Harry hizo a Halvorsen una señal para indicarle que se marchaban.
—¿
Detenerme
a mí? —La voz de Bjørgen empezaba a sonar menos pastosa—. ¿Por qué? No podéis probar una mierda.
Harry le enseñó lo que sujetaba entre el dedo pulgar y el índice.
—El Stesolid es un narcótico que solo puede comprarse con receta médica, igual que las anfetaminas y la cocaína, Bjørgen. De modo que, a menos que me enseñes la receta, me temo que tendremos que detenerte por posesión. Te pueden caer hasta dos años.
—Estarás de coña. —Bjørgen se levantó de la cama y buscó el edredón en el suelo. Al parecer, no se había dado cuenta de que iba vestido.
Harry se encaminó a la puerta.
—Por lo que a mí se refiere, estoy totalmente de acuerdo contigo en que la legislación noruega de estupefacientes es increíblemente dura respecto a las sustancias más suaves, Bjørgen. Y en otras circunstancias quizá habría hecho la vista gorda con la incautación de hoy. Buenas noches.
—¡Espera!
Harry se detuvo. Y esperó.
—Los… eh… sus hermanos —farfulló Tore Bjørgen.
—¿Qué hermanos?
—Dijo que mandaría a sus hermanos a por mí si le pasaba algo aquí en Oslo. Si lo detenían o lo asesinaban, irían a por mí, independientemente de cuál fuese el procedimiento. Dijo que sus hermanos solían utilizar ácido.
—No tiene hermanos —contestó Harry.
Tore Bjørgen levantó la cabeza, miró a aquel agente de policía tan alto y preguntó con una ingenua sorpresa en la voz.
—¿No tiene?
Harry negó con la cabeza.
Bjørgen se retorcía las manos.
—Yo… Yo tomé esas pastillas porque estaba nervioso. Para eso son. ¿Verdad?
—¿Adónde se fue?
—No me lo dijo.
—¿Le diste dinero?
—Solo unas monedas que tenía por ahí. Y se fue. Y yo… Me quedé aquí sentado y tenía tanto miedo… —Un súbito sollozo interrumpió la verborrea y el hombre fue a acurrucarse bajo el edredón—.
Tengo
tanto miedo…
Harry miró al hombre, que había empezado a llorar.
—Si quieres, esta noche puedes dormir en comisaría.
—Me quedo aquí —lloriqueaba Bjørgen.
—De acuerdo. Alguno de los nuestros vendrá a hablar contigo mañana por la mañana.
—Vale. ¡Espera! Si lo cogéis…
—¿Sí?
—La recompensa aún sigue en pie, ¿verdad?
Había logrado encender un buen fuego. Las llamas resplandecían en un trozo triangular de cristal que había quitado de la ventana rota de la cabaña. Había recogido más leña y notaba que el cuerpo empezaba a descongelarse. Sería peor cuando cayera la noche, pero seguía vivo. Se vendó los dedos ensangrentados con unas tiras de la camisa que cortó con el trozo de cristal. Con las mandíbulas, el animal le atenazó la mano que sujetaba la pistola. Y la pistola también.
En la pared del contenedor se proyectaba errante la sombra de un metzner negro que se balanceaba entre el techo y el suelo. Tenía la boca abierta y el cuerpo estirado y paralizado en un último ataque mudo. Tenía las patas traseras atadas con un alambre que había pasado por las ranuras metálicas del techo. La sangre, que le goteaba de la boca y del agujero de la oreja por donde había salido la bala, caía intermitentemente al suelo de metal. Nunca sabría si fueron los músculos de los antebrazos o la mordedura del perro lo que hizo que el dedo apretara el gatillo, pero aún podía notar el temblor que aquel disparo provocó en las paredes del contenedor. El sexto desde que había llegado a esa maldita ciudad. Y ahora solo le quedaba una bala.
Sería suficiente, pero ¿cómo encontraría a Jon Karlsen? Necesitaba a alguien que le mostrase el camino. Pensó en el policía. Harry Hole. No parecía un nombre corriente. Quizá no fuera difícil dar con él.
Crucifixión
V
IERNES, 18 DE DICIEMBRE
E
L TEMPLO
El rótulo luminoso de Vika Atrium indicaba dieciocho grados bajo cero y el reloj del interior marcaba las 21.00 cuando Harry y Halvorsen entraron en el ascensor de cristal y contemplaron cómo la fuente llena de plantas tropicales se volvía cada vez más pequeña a sus pies.
Halvorsen movió los labios; cambió de idea. Los volvió a mover.
—El ascensor de cristal es estupendo —lo interrumpió Harry—. Ningún problema con la altura.
—Ya, ya…
—Quiero que te ocupes de la introducción y de las preguntas. Yo entraré poco a poco. ¿De acuerdo?
Halvorsen asintió con la cabeza.
No se habían sentado en el coche después de la visita a Tore Bjørgen, cuando Gunnar Hagen llamó pidiéndole a Harry que acudiese al Vika Atrium, donde Albert y Mads Gilstrup, padre e hijo, les esperaban para prestar declaración. Harry señaló que el procedimiento habitual no era llamar a la policía para prestar declaración y que le había pedido a Skarre que se hiciera cargo.
—Albert es un viejo conocido del comisario jefe de la policía judicial —explicó Hagen—. Me acaba de llamar y me ha dicho que no piensan declarar ante nadie que no sea el encargado de la investigación. Lo positivo es que lo hacen sin abogado.
—Bueno…
—Bien. Te lo agradezco.
O sea, que en esta ocasión no se trataba de una orden.
Un hombre menudo con un blazer azul los esperaba fuera del ascensor.
—Albert Gilstrup —dijo abriendo mínimamente una boca sin labios al tiempo que estrechaba la mano de Harry con un gesto firme y decidido.
Gilstrup tenía el pelo cano y la cara curtida surcada de arrugas, pero unos ojos juveniles que observaban a Harry con atención mientras guiaban a los dos agentes hasta una puerta cuya placa anunciaba que allí dentro se encontraba Gilstrup ASA.
—Quiero que tengan en cuenta que mi hijo está muy afectado por lo ocurrido —observó Albert Gilstrup—. El cadáver estaba destrozado y, por desgracia, él es muy sensible.
Por la forma en que se expresaba Albert Gilstrup, Harry llegó a la conclusión de que se hallaba ante un hombre pragmático que, o bien era consciente de que poco podía hacerse por los muertos, o no le tenía demasiado apego a su nuera.
En la pequeña recepción, exquisitamente amueblada, colgaban pinturas con motivos del romanticismo nacional noruego que Harry había visto infinidad de veces.
Hombre con gato en el patio. El palacio de Soria Moria
. La diferencia era que, en esta ocasión, Harry no estaba seguro de encontrarse ante meras reproducciones.
Cuando entraron en la sala de reuniones hallaron a Mads Gilstrup sentado, mirando por la pared acristalada que daba al patio interior. A un carraspeo de su padre, Mads se volvió, como si lo hubieran despertado de un sueño del que no quisiera alejarse. Lo primero que pensó Harry al verlo fue que el hijo no guardaba el menor parecido con el padre. Tenía la cara alargada, aunque las facciones suaves y redondeadas y el pelo rizado le hacían parecer más joven de los treinta y pico años que Harry calculaba que tendría. O tal vez fuese la mirada, esa desesperanza infantil que reflejaron sus ojos castaños cuando el joven se levantó y los miró.