El redentor (52 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

Había ido a tres peluquerías, pero todos negaron con la cabeza y dijeron que en plenas fiestas la cola era muy larga. En la cuarta señalaron con la cabeza a una chica muy joven que masticaba chicle y estaba en una esquina con pinta de perdida. Él entendió que se trataba de una aprendiz. Después de varios intentos explicándole lo que quería que le hiciese, acabó por enseñarle la foto. Entonces la chica dejó de masticar, lo miró con unos ojos embadurnados de rímel y preguntó en un inglés de la MTV:


You sure, man
?

Después, cogió un taxi que lo llevó a la dirección de la calle Sorgenfrigata, abrió la puerta con las llaves que le había dado Martine y se sentó a esperar. El teléfono sonó algunas veces, pero por lo demás todo estuvo tranquilo. Hasta que cometió la estupidez de acercarse a la ventana en una habitación iluminada.

Se dio la vuelta para volver al salón.

En ese momento hubo un ruido muy fuerte. El aire vibraba, la lámpara de techo tembló.

—¡Mar-tine!

Oyó que la persona cogía carrerilla, se acercaba corriendo y se abalanzaba otra vez contra la puerta, que parecía abombarse dentro de la habitación.

Su nombre sonó dos veces más, seguido de dos golpes. Luego oyó pies que bajaban las escaleras corriendo.

Se marchó al salón y se quedó junto a la ventana observando a la persona que salía precipitadamente. Cuando el hombre se detuvo para abrir la puerta del coche y la luz de la farola lo iluminó, lo reconoció. Era el chico que le había ayudado en el Heimen. Niclas, Ricard… algo así. El coche arrancó con un estruendo y aceleró en la oscuridad invernal.

Una hora más tarde estaba durmiendo, soñando con paisajes donde había estado alguna vez y no se despertó hasta que oyó unos pies que corrían y el ruido de los periódicos aterrizando frente a las puertas de la escalera.

Harry se despertó a las ocho. Abrió los ojos y olió la manta de lana que le cubría medio rostro. El olor le recordaba a algo. Se la apartó de la cara. Había dormido profundamente, pero no recordaba haber soñado y estaba de un humor extraño. Entusiasmado. Sencillamente, contento.

Se fue a la cocina y preparó el café, se lavó la cara en la pila y tarareó la canción de Jim Stärk, «Morning Song». Al este, el cielo se sonrojaba como una virgen sobre la baja colina y la última estrella estaba a punto de palidecer y desaparecer. Un mundo místico, nuevo e intacto se desvelaba al otro lado de la ventana de la cocina, y ondeaba blanco y optimista hacia el horizonte.

Cortó rebanadas de pan, encontró queso, echó agua en un vaso y café humeante en una taza limpia, lo puso todo en una bandeja y la llevó balanceando hasta el dormitorio.

El pelo negro y despeinado apenas asomaba por encima del edredón y la respiración era casi insonora. Dejó la bandeja en la mesilla de noche, se sentó al borde de la cama y esperó.

.El olor a café se diseminó lentamente por la habitación.

La respiración se volvió irregular. Pestañeó. Lo vio, se frotó la cara, y se estiró con movimientos desmesurados. Era como si alguien le estuviese dando vueltas a un dímero. La luz que le irradiaban los ojos fue aumentando gradualmente hasta que una sonrisa se le dibujó en la boca.

—Buenos días —dijo él.

—Buenos días.

—¿Desayuno?

—Hmm. —Ella sonrió de oreja a oreja—. ¿Tú no vas a tomar?

—Yo espero. De momento me conformo con uno de esos, si te parece bien. —Sacó el paquete de cigarrillos.

—Fumas mucho —observó ella.

—Siempre lo hago después de una recaída. La nicotina aplaca las ganas.

Ella probó el café.

—¿No es una paradoja?

—¿El qué?

—Que tú que siempre has temido no ser libre te volvieses alcohólico.

—Sí. —Él abrió la ventana, encendió el cigarrillo y se acomodó en la cama, a su lado.

—¿Es eso lo que temes cuando estás conmigo? —preguntó ella acurrucándose junto a él—. ¿Que te haga sentir atado? ¿Es por eso… que no quieres… hacer el amor conmigo?

—No, Martine. —Harry dio una calada al cigarrillo, hizo una mueca y la miró con desaprobación—. Es porque tú tienes miedo.

Se dio cuenta de que se ponía rígida.

—¿Tengo miedo? —preguntó ella con sorpresa en la voz.

—Sí. Y yo también lo tendría si fuese tú. En realidad, nunca he entendido que las mujeres se atrevan a compartir cama y casa con personas que físicamente les son totalmente superiores. —Apagó el cigarrillo en el platito que estaba en la mesilla de noche—. Los hombres nunca se atreverían a hacer algo así.

—¿Qué te hace pensar que tengo miedo?

—Puedo sentirlo. Tomas la iniciativa y quieres mandar. Pero lo haces porque tienes miedo de lo que pueda pasar si me dejas mandar a mí. Y eso está bien, pero no quiero que lo hagas si tienes miedo.

—¡Pero no puedes decidir lo que yo quiero! —exclamó ella exaltada—. Aunque tenga miedo.

Harry la miró. De repente, ella lo abrazó y hundió la cara en su cuello.

—Debes de pensar que soy muy rara —dijo ella.

—En absoluto —contestó Harry.

Ella lo agarró con fuerza. Lo sujetó.

—¿Y qué ocurrirá si sigo teniendo miedo? —susurró Martine—. ¿Y si nunca…? —Enmudeció.

Harry esperó.

—Algo pasó —añadió ella—. No sé qué.

Y esperó.

—Sí sé qué —confesó ella—. Me violaron. Aquí en la granja, hace muchos años. Y eso me destrozó.

El grito gélido de un grajo que había en la arboleda rompió el silencio.

—¿Quieres…?

—No, no quiero hablar de ello. Tampoco hay mucho de qué hablar. Hace mucho tiempo de eso y ya lo he superado. Solo tengo… —Se acurrucó junto a él otra vez— … un poquitín de miedo.

—¿Lo denunciaste?

—No. No tuve valor.

—Sé que es duro, pero deberías haberlo hecho.

Ella sonrió.

—Sí, he oído que se debe hacer. Porque le puede tocar a otra chica, ¿no?

—No es una tontería, Martine.

—Perdona, papá.

Harry se encogió de hombros.

—Ignoro si trae cuenta cometer crímenes, lo que sí sé es que se repiten.

—Porque está en los genes, ¿verdad?

—No lo sé.

—¿Has leído algo sobre la investigación de adopciones? Está comprobado que los hijos de padres delincuentes que crecen en una familia normal con otros niños y sin saber que son adoptados tienen más posibilidades de llegar a convertirse en delincuentes que otros hijos de la familia. Y, por lo tanto, tiene que existir un gen de la delincuencia.

—Sí, lo he leído —contestó Harry—. Es posible que ciertas formas de actuar sean hereditarias. Pero me inclino a creer que todos somos incorregibles, cada uno a su manera.

—¿Crees que somos animales de costumbres programados? —Le hizo cosquillas a Harry con un dedo, debajo del mentón.

—Creo que lo mezclamos todo en un gran problema aritmético, el deseo y el miedo, la emoción y la codicia, todo eso. Y el cerebro es increíblemente bueno, casi nunca calcula mal, por eso siempre encuentra las mismas respuestas.

Martine se levantó apoyándose en los codos y miró a Harry.

—¿Y la moral y el libre albedrío?

—También se incluyen en el gran problema aritmético.

—Así que opinas que un delincuente siempre…

—No. De ser así, no podría soportar mi trabajo.

Ella le pasó un dedo por la frente.

—¿De modo que piensas que la gente puede cambiar?

—Al menos, eso espero. Que la gente aprenda.

Martine apoyó la frente en la de él.

—¿Y qué se puede aprender?

—Se puede aprender… —empezó, pero los labios de ella lo interrumpieron— … a no estar solo. Se puede aprender… —Martine deslizó la punta de la lengua por la barbilla— … a no tener miedo. Y uno puede…

—¿Aprender a besar?

—Sí. Pero no si la chica se acaba de despertar y tiene esa desagradable película blanca en la lengua que…

Le estampó la palma de la mano en la mejilla con un chasquido y una risa tintineante, como cubitos de hielo en un vaso. Sus cálidas lenguas se encontraron y ella lo cubrió con el edredón, y le subió el jersey y la camiseta. Harry sintió la piel cálida y suave de su vientre.

Le deslizó la mano por debajo de la camisa y por la espalda, recorrió con ella los omoplatos, huesudos debajo de la piel, y los músculos, que se contraían y se relajaban a medida que Martine se contoneaba acercándosele.

Harry le desabrochó la camisa lentamente y le sostuvo la mirada mientras le pasaba la mano por el vientre, las costillas, y con la yema del dedo pulgar y el dedo índice, le atrapó un pezón duro. La respiración de él se mezclaba con la de ella, que le besaba con la boca abierta. Y cuando Martine le llevó la mano hacia las caderas, Harry supo que esta vez no podría parar. Que tampoco quería.

—Están llamando —dijo ella.

—¿Cómo?

—El teléfono que llevas en el bolsillo del pantalón está vibrando. —Se echó a reír—. Mira…


Sorry
. —Harry sacó el teléfono mudo del bolsillo, se incorporó e inclinándose por encima de ella, lo dejó en la mesilla de noche. Pero se quedó en posición vertical bailando con la pantalla hacia él. Intentó ignorarlo, pero era demasiado tarde. Ya había visto que era Beate.

—Mierda —murmuró—. Un momento.

Se sentó y contempló la cara de Martine, que a su vez contemplaba la suya mientras hablaba con Beate. Y sus caras, como en un espejo, parecían estar jugando a un juego de pantomima. Además de verse a sí mismo, Harry pudo ver su miedo, después su dolor y finalmente la resignación reflejada en su rostro.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella cuando colgó.

—Ha muerto.

—¿Quién?

—Halvorsen. Ha muerto esta noche. A las dos y nueve minutos. Mientras yo estaba en el granero.

C
UARTA PARTE

El indulto

29

M
ARTES, 22 DE DICIEMBRE

E
L COMISIONADO

Era el día más corto del año, pero al comisario Harry Hole le resultó interminable incluso antes de que hubiera comenzado.

Después de que le comunicaran la muerte de Halvorsen, salió a dar una vuelta caminando sobre la nieve hasta la arboleda y se quedó allí sentado, contemplando el nacimiento del día. Esperaba que el frío lo congelase, lo aliviase o, al menos, lo dejara entumecido.

Luego regresó. Martine lo miró inquisitivamente, pero no dijo nada. Tomó una taza de café, le dio un beso en la mejilla y se marchó al coche. Vista por el retrovisor, Martine, de brazos cruzados, le pareció aún más pequeña que en la escalera.

Harry pasó por su casa, se duchó, se cambió de ropa y repasó tres veces los papeles de la mesa del salón antes de rendirse muy sorprendido. Por enésima vez desde antes de ayer no quiso mirar el reloj con tal de no verse la muñeca desnuda. Buscó el reloj de Møller en el cajón de la mesilla de noche. Todavía funcionaba y tendría que servirle. Se fue a la comisaría general en coche y aparcó en el garaje, al lado del Audi de Hagen.

Cuando subió a la sexta planta, oyó el repiquetear de voces, pasos y risas en el patio interior. Pero cuando la puerta del grupo de Delitos Violentos se cerró a su espalda, fue como si, de pronto, alguien hubiese bajado el volumen. En el pasillo se encontró con un policía que lo miró, meneó la cabeza sin decir nada y continuó.

—Hola, Harry.

Se dio la vuelta. Era Toril Li. Pensó que era la primera vez que la colega lo llamaba por su nombre de pila.

—¿Qué tal lo llevas? —preguntó.

Harry quería contestar; abrió la boca, pero de repente notó que no tenía voz.

—Pensamos que podíamos guardar un minuto de silencio en memoria de Halvorsen después de la reunión matutina —se apresuró a decir Toril Li como para rescatarlo.

Harry asintió mudo y agradecido.

—Quizá puedas conseguir que venga Beate.

—Por supuesto.

Harry se quedó delante de la puerta de su despacho. Temía ese momento. Entró.

En la silla de Halvorsen había una persona sentada recostada hacía atrás mientras se balanceaba arriba y abajo, como si llevase tiempo esperando.

—Buenos días, Harry —lo saludó Gunnar Hagen.

Harry colgó la chaqueta en el perchero sin contestar.

—Lo siento —dijo Hagen—. No ha sido muy apropiado.

—¿Qué quieres? —Harry se sentó.

—Expresarte mi pesar por lo ocurrido. Voy a hacer lo mismo en la reunión matutina, pero quería comunicártelo a ti primero. Jack era tu más estrecho colaborador.

—Halvorsen.

—¿Cómo dices?

Harry apoyó la cabeza en las manos.

—Lo llamábamos Halvorsen a secas.

Hagen asintió con la cabeza.

—Halvorsen. Una cosa más, Harry…

—Creí que tendría en casa el recibo para recoger el arma —dijo Harry con la mano en la boca—. Pero ha desaparecido.

—Ah, eso… —Hagen se movió, parecía sentirse cómodo en la silla—. Ahora no pensaba en eso. A propósito de la reducción de gastos, pedí que la oficina de viajes me proporcionase todas las facturas relacionadas con la detención. Y resulta que has estado en Zagreb. No recuerdo haber autorizado un viaje al extranjero. Y si la policía noruega ha realizado alguna investigación allí, habrá contravenido el reglamento.

Por fin lo habían encontrado, pensó Harry, que seguía con la cara apoyada en las manos. Era el error que estaban esperando. La razón formal para darle una patada a ese comisario alcoholizado y dejarlo donde debía estar, entre los civiles incivilizados. Harry intentó analizar lo que sentía. Pero lo único que sentía era alivio.

—Mañana tendrás mi renuncia en tu mesa, jefe.

—No sé de qué estás hablando —dijo Hagen—. Supongo que no ha habido una investigación en Zagreb. Habría sido muy embarazoso para todos.

Harry levantó la vista.

—Tal y como yo lo interpreto, has realizado un breve viaje de estudios a Zagreb.

—¿Un viaje de estudios, jefe?

—Sí, un viaje de estudios no especificado. Y aquí tienes mi consentimiento escrito a tu solicitud verbal de realizar un viaje de estudios a Zagreb. —Una hoja A4 escrita a máquina voló sobre la mesa y aterrizó delante de Harry—. Y no se hable más de este asunto. —Hagen se levantó y se fue hasta la pared donde colgaba la fotografía de Ellen Gjelten—. Halvorsen es el segundo compañero que pierdes, ¿verdad?

Harry asintió. Se hizo el silencio en la oficina estrecha y sin ventana de Harry Hole.

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