El redentor (56 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

—Cuidado con el maquillaje —dijo pasándole el papel—. El primer ministro y esas cosas.

Ella se presionó con cuidado debajo de los ojos.

—Stankic estuvo en Østgård —dijo Harry—. ¿Lo llevaste tú?

—¿De qué hablas?

—Ha estado allí.

—¿Por qué lo dices?

—Por el olor.

—¿El olor?

Harry afirmó con la cabeza.

—Un olor dulzón, como de perfume. Lo noté la primera vez que abrí la puerta a Stankic en casa de Jon. La segunda vez fue cuando estuve en su habitación del Heimen. Y la tercera vez, cuando desperté en Østgård esta mañana. El olor estaba impregnado en la manta. —Miró con atención las pupilas de Martine con forma de ojo de cerradura—. ¿Dónde está, Martine?

Martine se levantó.

—Creo que debes irte.

—Contéstame primero.

—No tengo por qué contestar a algo que no he hecho.

Ella ya había llegado a la puerta del salón cuando él la alcanzó.

Se puso delante de ella y la agarró por los hombros.

—Martine…

—Tengo que llegar a tiempo a un concierto.

—Mató a uno de mis mejores amigos, Martine.

Su rostro esbozó una expresión severa cuando contestó:

—Tal vez no debió ponerse en medio.

Harry la soltó como si se hubiese quemado.

—No puedes permitir que mate a Jon Karlsen. ¿Qué pasa con el perdón? ¿No es algo que va con los de tu gremio?

—Eres tú quien cree que la gente puede cambiar —dijo Martine—. No yo. Y no sé dónde está Stankic.

Harry la soltó, y ella se fue al baño cerrando la puerta tras de sí. Harry se quedó allí de pie.

—Y te equivocas en cuanto a nuestro gremio —gritó Martine desde detrás de la puerta—. No se trata de perdón. En realidad, todos estamos en el mismo gremio. Se trata de la salvación, ¿no es cierto?

A pesar del frío, Rikard había salido del coche y estaba apoyado en el capó con los brazos cruzados. No correspondió al saludo de Harry cuando el agente pasó por su lado.

32

M
ARTES, 22 DE DICIEMBRE

E
XODUS

Ya eran las seis y media de la tarde, pero en el grupo de Delitos Violentos había una actividad febril.

Harry encontró a Ola Li junto al fax. Echó un vistazo al mensaje que estaba entrando. El remitente era la Interpol.

—¿Qué pasa, Ola?

—Gunnar Hagen ha llamado a todo el mundo y ha movilizado a todos los miembros del grupo. Han venido todos. Vamos a coger al tipo que mató a Halvorsen.

Harry advirtió la obstinación en la voz de Li e instintivamente comprendió que reflejaba la atmósfera que reinaba aquella tarde en la sexta planta.

Harry entró en el despacho de Skarre, que estaba detrás de la mesa hablando rápido y alto por teléfono.

—Podemos causaros a tus muchachos y a ti más problemas de lo que tú te crees, Affi. Si no me ayudas, si no sacas a tus chicos a la calle, subirás al primer puesto en nuestra lista de
most wanted
. ¿Me explico? Así que: croata, estatura media…

—Pelo rubio cortado a cepillo —añadió Harry.

Skarre levantó la vista y saludó a Harry con un gesto.

—Pelo rubio cortado a cepillo. Llámame cuando tengas algo. —Colgó—. Ahí fuera hay un ambiente parecido al Band-Aid. Todo el que puede moverse está participando en la búsqueda. Nunca he visto nada parecido.

—Ya —dijo Harry—. ¿Seguimos sin tener noticias de Jon Karlsen?

—Nada. Lo único que sabemos es que su novia, Thea, dice que habían quedado en verse en el auditorio esta noche. Parece que van a ocupar el palco de honor.

Harry miró el reloj.

—Entonces, a Stankic le queda hora y media para hacer su trabajo.

—¿A qué te refieres?

—He llamado al auditorio. Las entradas están agotadas desde hace cuatro semanas, y no dejan entrar a nadie que no tenga entrada, ni siquiera al vestíbulo. Lo que significa que en cuanto Jon entre en el auditorio, estará a salvo. Llama a Telenor y pregunta si Torkildsen está trabajando y si puede rastrear el teléfono móvil de Karlsen. Ah, y procura que tengamos suficientes agentes armados frente al auditorio, y que todos conozcan la descripción. Y luego llama a la oficina del primer ministro e infórmalos de las medidas especiales de seguridad.

—¿Yo? —preguntó Skarre—. ¿A la oficina del primer ministro?

—Claro que sí —dijo Harry—. Ya eres un niño grande.

Desde el teléfono de su despacho, Harry marcó uno de los seis números que se sabía de memoria.

Los otros cinco eran el de Søs, el de casa de sus padres en Oppsal, el móvil de Halvorsen, el viejo teléfono privado de Møller y el desconectado de Ellen Gjelten.

—Rakel.

—Soy yo.

Harry oyó que tomaba aire.

—Me lo imaginaba.

—¿Por qué?

—Porque estaba pensando en ti —rio bajito—. Así son las cosas, ¿no? ¿O qué?

Harry cerró los ojos.

—He pensado que quizá podría ver a Oleg mañana —dijo él—. Como hablamos.

—¡Qué bien! —celebró ella—. Se pondrá contentísimo. ¿Quieres venir a buscarlo aquí? —Y añadió cuando percibió su vacilación—: Estamos solos.

Harry se debatía entre preguntar o no lo que quería decir con eso.

—Intentaré llegar sobre las seis —anunció.

Según Klaus Torkildsen, el móvil de Jon Karlsen se encontraba en la zona este de Oslo, en Haugerud o Hoybráten.

—Eso no nos ayuda mucho —dijo Harry.

Después de haber pasado una hora entrando inquieto de despacho en despacho para ver qué tal iban los demás, Harry se puso la chaqueta y dijo que se iba al auditorio.

Aparcó en zona prohibida, en una de las pequeñas calles que había alrededor de Victoria Terrasse, pasó junto al Ministerio de Asuntos Exteriores y bajó la ancha escalera hasta la calle Ruseløkkveien antes de girar a la derecha, en dirección al auditorio.

En la enorme plaza que se abría frente a la fachada de cristal, personas vestidas de fiesta apremiaban el paso bajo un frío penetrante. Delante de la entrada había dos hombres fornidos con abrigos negros y auriculares. Cubriendo la fachada, había otros seis agentes de uniforme a los que los asistentes, que no estaban habituados a ver a la policía de la ciudad equipada con pistolas automáticas, miraban curiosos entre tiritones.

Harry reconoció a Sivert Falkeid entre los uniformados y se le acercó.

—No sabía que habían llamado al grupo Delta.

—A nosotros tampoco nos han avisado —dijo Falkeid—. Llamé a la judicial de guardia y pregunté si podíamos echar una mano. Era tu compañero, ¿verdad?

Harry asintió con la cabeza, sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo interior y le ofreció uno a Falkeid, que lo rechazó con un gesto.

—¿Todavía no ha aparecido Jon Karlsen?

—No —respondió Falkeid—. Y cuando llegue el primer ministro, no dejaremos pasar a nadie más al palco de honor. —En ese momento entraron dos coches negros en la plaza—. Mira por dónde.

Harry vio salir del coche al primer ministro, al que se apresuraron a acompañar adentro. Al abrirse la puerta, Harry entrevió al comité de recepción. También tuvo tiempo de avistar a un David Eckhoff que sonreía de oreja a oreja, y a una Thea Nilsen no tan sonriente. Ambos lucían el uniforme del Ejército de Salvación.

Logró encender el cigarrillo.

—Joder, qué frío hace —protestó Falkeid—. He perdido la sensibilidad en ambas piernas y la mitad de la cabeza.

Qué envidia, pensó Harry.

Cuando llevaba el cigarrillo por la mitad, el comisario dijo en voz alta:

—No va a venir.

—Eso parece. Esperemos que no haya encontrado a Karlsen.

—Estoy hablando de Karlsen. Ha comprendido que el juego se ha acabado.

Falkeid se quedó mirando a aquel investigador corpulento al que había considerado con madera para formar parte del grupo Delta antes de que le llegaran los rumores de su alcoholismo y su rebeldía.

—¿Qué clase de juego es este? —preguntó.

—Es una historia muy larga. Voy a entrar. Si Jon Karlsen aparece por fin, hay que detenerlo.

—¿Karlsen? —Falkeid parecía desorientado—. ¿Y Stankic, qué?

Harry soltó el cigarrillo, que chisporroteó en la nieve amontonada alrededor de los pies.

—Eso —dijo lentamente—. ¿Y Stankic, qué?

Estaba sentado en la penumbra manoseando el abrigo que tenía en el regazo. De los altavoces surgían los tenues acordes de un arpa. Los pequeños conos de luz de los focos barrían desde el techo las cabezas del público, estrategia que, supuestamente, debía crear gran expectación ante lo que no tardaría en suceder sobre el escenario.

Un grupo de unas doce personas entró en la sala y produjo un revuelo entre los espectadores de las primeras filas. Algunos hicieron amago de levantarse, pero volvieron a ocupar sus asientos entre susurros y murmullos. Era obvio, en aquel país no se trataba a los dirigentes políticos electos con tanta deferencia. El grupo se acomodó en las tres primeras filas, que habían estado vacías la media hora que él llevaba esperando.

Vio a un hombre trajeado con un cable que le llegaba hasta el oído, pero ningún policía de uniforme. La presencia policial en el exterior tampoco era alarmante. En realidad, él temía que fuesen más. Martine le había contado que asistiría el primer ministro. Por otro lado, ¿qué importancia tenía el número de policías? Él era invisible. Más invisible que de costumbre. Miró satisfecho a su alrededor. ¿Cuántos cientos de hombres en esmoquin habría allí? Ya podía imaginarse el caos. Y la retirada, sencilla pero eficaz. Se había pasado por allí el día anterior y había encontrado una vía de escape. Y lo último que hizo antes de entrar en la sala aquella noche fue controlar que nadie le hubiese puesto una cerradura a las ventanas de los servicios de caballeros. Aquellas ventanas, sencillas y con un cristal opaco, podían sacarse, eran lo bastante grandes y se hallaban a tan poca altura que podría alcanzar la cornisa exterior fácil y rápidamente. Desde allí, solo tendría que dejarse caer unos tres metros y aterrizar en los techos de los coches que estaban debajo, en el aparcamiento. Luego tendría que ponerse el abrigo, salir directamente a la concurrida calle Haakon VII y recorrer a buen paso los dos minutos y cuarenta segundos que lo separaban de la estación de Nationaltheateret, donde el tren del aeropuerto paraba cada veinte minutos. El tren que esperaba coger era el de las veinte diecinueve. Antes de salir de los servicios de caballeros y subir a la sala, se metió dos pastillas desodorantes en el bolsillo.

Tuvo que enseñar la entrada por segunda vez para acceder a la sala. Negó sonriente con la cabeza cuando la señora le preguntó algo en noruego señalando su abrigo. La mujer examinó la entrada y le indicó una butaca en el palco de honor, que no consistía más que en cuatro filas como las demás, situadas en medio de la sala y separadas del resto para la ocasión con una cinta roja. Martine le había dicho dónde se sentarían Jon Karlsen y su novia Thea.

Ahí estaban. Echó un vistazo al reloj. Las ocho y seis minutos. La sala estaba en penumbra y el contraluz del escenario era demasiado fuerte para que pudiera identificar a las personas de la delegación, pero, de repente, la luz de los reflectores bañó uno de los rostros. Solo vislumbró fugazmente una cara pálida y atormentada, pero no le cupo la menor duda. Era la mujer que vio en el asiento trasero junto a Jon Karlsen en la calle Gøteborggata.

Al parecer, había algo de confusión sobre la distribución de las primeras butacas, pero sus ocupantes se decidieron por fin y el muro que formaban sus cuerpos descendió cuando se sentaron. Apretó la culata del revólver que escondía bajo el abrigo. En el tambor había seis cartuchos. No estaba acostumbrado a aquel tipo de arma, que tenía el gatillo más duro que una pistola, pero se había pasado todo el día practicando y ya controlaba el lugar donde el gatillo efectuaba el disparo.

Como por una señal invisible, se hizo la calma en la sala.

Un hombre uniformado se adelantó, probablemente dio la bienvenida y luego dijo algo que hizo que todos se levantaran. El hombre contempló a cuantos le rodeaban en silencio, con la cabeza inclinada. Quizás hubiese muerto alguien. Luego, el hombre añadió algo más y todos se sentaron.

Y, finalmente, se levantó el telón.

Harry aguardaba en la oscuridad, a un lado del escenario, viendo cómo subía el telón. La luz del borde del escenario no le permitía ver al público, pero podía sentir su presencia entre ellos, como la respiración de un gran animal.

El director de la orquesta levantó la batuta y el coro de góspel de la tercera banda de música más importante de Oslo entonó la canción que Harry había oído en El Templo.

«¡Dejad que ondee la bandera de la salvación! ¡En marcha, partiremos a la guerra santa!».

—Perdón. —Oyó decir a alguien. Se volvió y vio a una mujer joven con gafas y auriculares—. ¿Qué haces aquí? —preguntó ella.

—Policía —dijo Harry.

—Soy la regidora y he de pedirte que no te pongas en medio.

—Estoy buscando a Martine Eckhoff —explicó Harry—. Me dijeron que estaría aquí.

—Está allí —dijo la regidora señalando el coro.

Y entonces la vio. Estaba al fondo, en el último peldaño, y cantaba con una expresión grave, casi atormentada. Como si estuviera cantando sobre un amor perdido en lugar de sobre la lucha y la victoria.

A su lado se encontraba Rikard, que, a diferencia de ella, tenía una sonrisa de felicidad en los labios. Su rostro se transformaba completamente cuando cantaba. Nada quedaba de aquella expresión dura y apocada que lo caracterizaba; sus ojos jóvenes irradiaban esplendor, como si creyera de todo corazón lo que estaba cantando, que conquistarían el mundo para la causa del buen Dios, por la causa de la misericordia y el amor al prójimo.

Y, para su sorpresa, Harry se dio cuenta de que el texto era impresionante.

Cuando terminaron, tras los aplausos del público, se dirigieron a un lateral. Rikard descubrió la presencia de Harry y lo miró, perplejo, pero no dijo nada. Cuando lo vio Martine, bajó la vista e intentó esquivarlo describiendo un arco. Pero Harry fue rápido y le cortó el paso.

—Te doy una última oportunidad, Martine. Por favor, no la malgastes.

Ella lanzó un fuerte suspiro.

—Ya te he dicho que no sé dónde está.

Harry la cogió por los hombros y susurró:

—Te condenarán por cómplice. ¿De verdad quieres darle ese placer?

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