—¿Quién es?
—Soy Harry… —dijo él— … Hole.
Y añadió lo último para no despertar las sospechas de una posible tercera persona de que entre él y Martine Eckhoff existiese una relación demasiado personal.
Alguien manoseó la cerradura un ratito antes de que la puerta se abriese.
Lo primero y único que pensó era que estaba preciosa. Llevaba una camisa de algodón suave, blanca y gruesa con el cuello abierto, y le brillaban los ojos.
—Estoy tan contenta —rio.
—Ya veo —observó Harry—. Yo también estoy contento.
Ella se le abalanzó al cuello y él pudo sentir que tenía el pulso acelerado.
—¿Cómo me has encontrado? —le susurró al oído.
—Tecnología moderna.
El calor de su cuerpo, los ojos brillantes, toda esa bienvenida extática le proporcionó a Harry una sensación de felicidad irreal, un sueño agradable del que él no quería despertar, de momento. Pero debía hacerlo.
—¿Tienes visita? —preguntó.
—¿Yo? No…
—Me pareció oír voces.
—Ah, eso —dijo ella soltándolo—. Era la radio. La apagué cuando oí que llamaban a la puerta. Admito que tenía miedo. Y resulta que eres tú.
Le pasó la mano por el brazo.
—Harry Hole.
—Nadie sabe dónde estás, Martine.
—Qué bien.
—Algunos están preocupados.
—Ah, ¿sí?
—Sobre todo Rikard.
—Pues olvida a Rikard. —Martine cogió a Harry de la mano y lo llevó hasta la cocina. Sacó dos tazas de café azules del armario. Harry se fijó en que había dos platos y dos tazas en el fregadero.
—No pareces muy enferma —dijo él.
—Solo necesitaba tomarme un día libre después de todo lo que ha pasado. —Sirvió el café en la taza y se lo pasó—. Solo, ¿verdad?
Harry hizo un gesto de afirmación. Ella tenía la calefacción a tope y él se quitó la chaqueta y el jersey antes de sentarse a la mesa de la cocina.
—Pero mañana es el concierto de Navidad y tengo que volver —suspiró ella—. ¿Vas a venir?
—Bueno. Me habían prometido una entrada…
—¡Di que vas a venir! —Martine se mordió repentinamente el labio inferior—. Vaya, nos había conseguido entradas para el palco de honor. Tres filas detrás del primer ministro. Pero tuve que dar la tuya a otra persona.
—No importa.
—De todas formas habrías estado solo; yo tengo que trabajar entre bambalinas.
—Entonces no iré.
—¡No! —rio ella—. Quiero que estés allí.
Lo cogió de la mano, y Harry miró la de ella, tan pequeña, apretándole y acariciándole la suya, enorme, en comparación. Había tanto silencio que pudo oír que la sangre le rugía en los oídos como una catarata.
—Vi una estrella fugaz de camino —dijo Harry—. ¿No es curioso? Asistir a la perdición de un planeta se supone que da suerte.
Martine asintió con la cabeza. Se levantó sin soltar la mano de Harry, rodeó la mesa, y se sentó a horcajadas sobre él. Le puso la mano en la nuca.
—Martine… —empezó él.
—Chist. —Le puso el dedo índice en la boca.
Y sin apartar el dedo, se inclinó hacia delante y le dio un ligero beso en los labios.
Harry cerró los ojos y esperó. Sintió que el corazón le latía pesado y suave, pero al mismo tiempo totalmente silencioso. Imaginó que esperaba que su corazón latiese al mismo ritmo que el suyo, pero, en realidad, solo sabía una cosa, que tenía que esperar. Notó que sus labios se separaban y enseguida él abrió la boca y apartó la lengua al fondo de la cavidad bucal, contra los dientes, para recibir la de ella. El dedo, con un sabor excitante y amargo a jabón y café, le ardía contra la punta de la lengua. Se aferró con más fuerza a su nuca.
Y entonces notó la lengua. Apretaba contra el dedo haciendo que tuviese contacto con ella en ambos lados y pensó que estaba dividido, como la lengua de una serpiente. Que se estaban dando dos medios besos.
De repente lo soltó.
—Sigue con los ojos cerrados —le susurró al oído.
Harry echó la cabeza hacia atrás y resistió la tentación de ponerle las manos en las caderas. Pasaron los segundos. Y sintió la suave tela de algodón contra el dorso de la mano cuando su camisa cayó al suelo.
—Ya puedes abrirlos —susurró ella.
Harry obedeció. Y se quedó sentado mirándola. Lucía una expresión en la que se mezclaba la angustia y la expectación.
—Qué guapa eres —dijo él con una voz que se había vuelto extraña y angosta. Pero también desconcertada.
Vio que ella tragaba saliva. Y una sonrisa triunfal se le extendió por el rostro.
—Levanta los brazos —le ordenó ella. Agarró el faldón de la camiseta y se la quitó—. Y tú eres feo —dijo—. Maravilloso y feo.
Harry notó un pinchazo embriagador cuando ella le mordió el pezón. Le acariciaba la espalda con una mano mientras la otra ascendía entre las piernas. Sintió en el cuello la respiración acelerada mientras le agarraba la hebilla con la mano. Él le rodeó la espalda arqueada con el brazo. Y entonces lo notó. Un temblor involuntario de sus músculos; una tensión que no lograba ocultar. Ella tenía miedo.
—Espera, Martine —susurró Harry. La mano de ella quedó congelada.
Harry se inclinó muy cerca de su oído.
—¿Quieres esto? ¿Sabes dónde te estás metiendo?
Notó su respiración, húmeda y rápida contra la piel cuando jadeó:
—No, ¿y tú?
—No. Tal vez no debamos…
Ella se levantó. Le lanzó una mirada herida y desesperada.
—Pero yo… noto que tú…
—Sí —dijo Harry acariciándole el pelo—. Tengo ganas de ti. He tenido ganas de ti desde la primera vez que te vi.
—¿Hablas en serio? —preguntó ella, cogiéndole la mano y poniéndosela contra la ardiente mejilla.
Harry sonrió.
—Por lo menos la segunda vez.
—¿La segunda vez?
—Vale, la tercera, entonces. Toda buena música necesita un poco de tiempo.
—¿Y yo soy buena música?
—Miento, fue la primera. Pero eso no quiere decir que sea fácil, ¿de acuerdo?
Martine sonrió. Y se echó a reír. Y Harry también. Martine se inclinó y apoyó la frente contra su pecho. Ella reía entre suspiros a la par que le golpeaba en el pecho y hasta que Harry notó que sus lágrimas le caían por el estómago, no se dio cuenta de que estaba llorando.
Jon se despertó porque tenía frío. O eso creyó. El apartamento de Robert estaba oscuro y no encontró otra explicación. Pero el cerebro rebobinó, y entonces comprendió que lo que había interpretado como los últimos retazos de un sueño, en realidad no lo eran. Había oído una llave en la cerradura. Y que la puerta se abría. Y ahora, alguien respiraba en la habitación.
Con una sensación de
déjà vu
, de que todo en esta pesadilla se repetía una y otra vez, se volvió rápidamente.
Había una figura inclinada sobre la cama.
Jon respiraba con dificultad cuando el miedo a morir le atacó hincándole los dientes en la carne y dando con los nervios del periostio. Porque tenía la certeza total, estaba completamente seguro de que esa persona quería verlo muerto.
—
Stigla sam
—dijo la figura.
Jon no sabía muchas palabras croatas, pero las que había aprendido de los inquilinos de Vukovar eran suficientes para que pudiese unirlas e interpretar lo que había dicho la voz.
—Ya estoy aquí.
—¿Siempre has sido un solitario, Harry?
—Eso creo.
—¿Por qué?
Harry se encogió de hombros.
—Nunca he sido muy sociable.
—¿Eso es todo?
Harry expulsaba oes de humo hacia el techo y notó que Martine le olfateaba el jersey. Estaban echados en el dormitorio, él encima del edredón, ella debajo.
—Bjarne Møller, mi anterior jefe, dice que la gente como yo siempre elige el camino que exige mayor resistencia. Es parte de lo que él llama nuestra «naturaleza puñetera». Y por eso siempre terminamos solos. No sé. A mí me gusta estar solo. Y es posible que con el tiempo haya empezado también a gustarme la imagen de mí mismo como solitario. ¿Qué me dices de ti?
—Quiero que me cuentes más.
—¿Por qué?
—No lo sé. Me gusta oírte hablar. ¿Cómo es posible que a alguien le guste la imagen de sí mismo como un ser solitario?
Harry dio una profunda calada. Mantuvo el humo en los pulmones y pensó que uno debería saber hacer figuras de humo que lo explicasen todo. Espiró el humo con un largo siseo.
—Creo que uno tiene que encontrar algo que le guste de sí mismo para sobrevivir. Algunos dirían que estar solo es algo insociable y egoísta. Pero eres independiente y no arrastras a nadie contigo hacia abajo cuando te diriges hacia allí. Mucha gente teme quedarse sola. Pero a mí me hacía libre, fuerte e invulnerable.
—¿Fuerte por estar solo?
—Sí. Como dijo el doctor Stockman: «El hombre más fuerte del mundo es el que está más solo».
—¿Primero Süskind y ahora Ibsen?
Harry sonrió.
—Era una frase que solía citar mi padre —suspiró antes de añadir—: Antes de morir mi madre.
—Dijiste que te hacía invulnerable. ¿Ya no es así?
Harry se dio cuenta de que la ceniza del cigarrillo le caía sobre el pecho. Lo dejó.
—Conocí a Rakel y… sí, también a Oleg. Establecí un vínculo con ellos. Y eso me abrió los ojos para que me diera cuenta de que había otras personas en mi vida. Personas que eran amigos y que se preocupaban por mí. Y que las necesitaba. —Harry sopló al ascua del cigarrillo y la hizo iluminarse—. Y lo que era peor, que tal vez me necesitaran.
—Y entonces ¿ya no eras libre?
—No. No, entonces ya no era libre.
Se quedaron mirando la oscuridad.
Martine puso la nariz contra su cuello.
—Los quieres mucho, ¿verdad?
—Sí. —Harry la estrechó entre sus brazos—. Sí, los quiero.
Cuando ella se quedó dormida, Harry se levantó de la cama y la arropó en el edredón. Miró el reloj de Martine. Eran exactamente las dos de la madrugada. Se fue al pasillo, se puso las botas y abrió la puerta a la noche estrellada. De camino a la letrina se fijó en las pisadas al tiempo que intentaba acordarse de si había nevado después del domingo por la mañana.
La letrina no tenía luz, pero encendió una cerilla para orientarse. Cuando la cerilla estaba a punto de apagarse, vio dos letras talladas en la pared debajo de una fotografía amarillenta de la princesa Grace de Mónaco. Y en la oscuridad, Harry pensó en la persona que una vez se sentó allí como él lo estaba ahora, y con una navaja y aplicación, había formulado esa sencilla declaración: R + M.
Cuando salió del retrete, advirtió un movimiento rápido en la esquina del granero. Se detuvo. Había algunas pisadas en esa dirección.
Harry titubeó. Porque allí estaba otra vez. Esa sensación de que algo estaba a punto de suceder, ahora mismo, algo predestinado que no podía evitar. Metió la mano por dentro de la puerta del retrete y encontró la pala que había visto antes. Echó a andar pisando las huellas hacia la esquina del granero.
Se detuvo en la esquina y agarró la pala con fuerza. Su propia respiración le tronaba en los oídos. Dejó de respirar. Ya. Debía ocurrir ya. Harry dobló la esquina con un salto y la pala en ristre.
Delante de él, en medio del campo que brillaba embrujado y tan blanco bajo la luz de la luna que lo cegó, avistó un zorro corriendo hacia la arboleda.
Se desplomó pesadamente contra la puerta del granero.
Cuando oyó un golpe en la puerta, saltó hacia atrás.
¿Lo habrían descubierto? La persona que había al otro lado de la puerta no debía entrar.
Lamentó su propio descuido. Bobo le hubiese echado la bronca por exponerse de esa forma más propia de un aficionado.
La puerta estaba cerrada pero aun así miró a su alrededor para ver si había algo que pudiera utilizar en caso de que la persona averiguase la forma de entrar.
Un cuchillo. El cuchillo de pan que Martine acababa de utilizar. Estaba en la cocina.
Hubo otro golpe en la puerta.
Y además tenía la pistola. Descargada, era cierto, pero bastaría para asustar a un hombre sensato.
El problema era que dudaba de que este lo fuese.
La persona había llegado en coche y había aparcado frente al apartamento de Martine en la calle Sorgenfrigata. No lo vio hasta que, por casualidad, se acercó a la ventana y echó un vistazo a la fila de coches aparcados a un lado de la acera. Entonces reparó en la silueta inmóvil que aguardaba dentro de uno de ellos. Y cuando vio que la silueta se inclinaba hacia delante para ver mejor, supo que era demasiado tarde. Que lo habían descubierto. Se apartó de la ventana y esperó media hora, luego bajó los estores y apagó todas las luces del apartamento de Martine. Ella dijo que las podía dejar encendidas. Las estufas del apartamento tenían termostato y, como el noventa por ciento de la energía de una bombilla es calorífica, la electricidad que se ahorraba apagando una bombilla desaparecía porque la estufa compensaba la pérdida de calor.
—Una simple cuestión de física —explicó ella.
Quizá podría haberle advertido sobre aquel hombre. ¿Sería un pretendiente loco? ¿Un ex novio celoso? Al menos no era policía, porque el de allí fuera empezó otra vez con ese aullido afligido y desesperado que le ponía la piel de gallina.
—¡Mar-tine! ¡Mar-tine! —Luego unas palabras temblorosas en noruego. Y después, casi sollozando, añadió—: Martine…
No sabía cómo había logrado entrar en el portal, pero ahora pudo oír que se abría otra puerta y también una nueva voz. Y entre las desconocidas palabras sueltas distinguió una que ya había aprendido: «policía».
Y la puerta del vecino se cerró de golpe.
Oyó que la persona que aguardaba al otro lado de la puerta suspiraba desalentada y arañaba la puerta con los dedos. Y finalmente, pasos que se alejaban. Respiró, aliviado.
Había sido un día muy largo. Martine lo llevó a la estación de ferrocarril por la mañana, y cogió el tren de cercanías hasta el centro. Lo primero que hizo fue ir a la agencia de viajes de la estación, donde compró un billete para el último vuelo a Copenhague que salía la noche siguiente. No habían reaccionado al apellido noruego que les había facilitado. Halvorsen. Pagó con el dinero de la cartera de Halvorsen, dio las gracias y se fue. Desde Copenhague, llamaría a Zagreb para pedirle a Fred que volase hasta allí con un pasaporte nuevo. Si tenía suerte, estaría en casa para Nochebuena.