—Nosotros, no —matizó Toril Li—. El francotirador del comando especial de Defensa.
—Creen que Stankic oyó algo y volvió la cabeza —dijo Ola.
—Porque la bala le ha entrado por detrás de la oreja y le ha salido por la nariz. Y pim, pam, fuera.
Thea miró a Jon.
—Ha debido de utilizar una munición algo especial, desde luego —dijo Ola pensativo—. Bueno, pronto lo comprobarás, Karlsen. Si logras identificar al tipo, me quito el sombrero.
—De todas formas, habría sido difícil —dijo Jon.
—Sí, lo hemos oído —apuntó Ola haciendo un gesto de negación con la cabeza—.
Visage de pantomime
, vamos hombre.
Bullshit
, digo yo. Pero eso también es totalmente
off the record
, ¿vale?
Siguieron un rato en silencio.
—¿Cómo sabéis que es él? —preguntó Thea—. Quiero decir, si tiene la cara destrozada…
—Reconocieron la chaqueta —dijo Ola.
—¿Eso es todo?
Ola y Toril intercambiaron miradas.
—No —aseguró Toril—. Había sangre seca tanto en la chaqueta como en el trozo de cristal que hallaron en el bolsillo. Están cotejando esa sangre con la de Halvorsen.
—Todo ha terminado, Thea —dijo Jon atrayéndola hacia sí.
Ella apoyó la cabeza en su hombro y él aspiró el olor de su cabello. Pronto dormiría. Mucho tiempo. Entre los respaldos vio la mano de Toril Li sobre el volante. Conducía pegada a la derecha de la carretera cuando se cruzaron con un pequeño coche eléctrico de los que la Casa Real le había regalado al Ejército de Salvación.
D
OMINGO, 20 DE DICIEMBRE
E
L PERDÓN
Los diagramas del destino, los números, el sonido regular de la frecuencia cardiaca infundían cierta sensación de control.
Halvorsen llevaba una mascarilla que le cubría la boca y la nariz y, en la cabeza, algo que se parecía a un casco y que, según había explicado el médico, registraba los cambios en la actividad cerebral. Tenía los párpados oscurecidos por una fina red de capilares. Harry pensó que nunca lo había visto de aquel modo. Jamás había visto a Halvorsen con los ojos cerrados. Siempre los tenía abiertos. Alguien abrió la puerta a su espalda. Era Beate.
—Por fin —dijo ella.
—Vengo directamente del aeropuerto —susurró Harry—. Parece un piloto de un caza durmiendo.
No comprendió lo siniestra que era la metáfora hasta que vio la sonrisa forzada de Beate. Si no hubiese tenido el cerebro tan entumecido, quizá hubiera elegido otra. O habría mantenido la boca cerrada. La razón por la que era capaz de mostrar una especie de fachada era que el avión entre Zagreb y Oslo solo se encontraba en espacio aéreo internacional durante hora y media, y la azafata encargada del alcohol pareció atender absolutamente a todo el mundo antes de reparar en la lucecita encendida en el asiento de Harry.
Salieron fuera y encontraron un sofá al final del pasillo.
—¿Alguna novedad? —preguntó Harry.
Beate se pasó la mano por la cara.
—El médico que realizó el reconocimiento de Sofia Miholjec me llamó ayer por la tarde. No pudo encontrar otras lesiones que el cardenal de la frente y opina que es muy probable que se diera contra una puerta, tal y como explicó Sofia. Dijo que se tomaba muy en serio lo del secreto profesional, pero su mujer lo había convencido de que debía informar, ya que se trataba de la investigación de un asunto muy grave. Le tomó una muestra de sangre a Sofia, pero los resultados del análisis no mostraron nada anormal hasta que él, siguiendo una intuición, pidió que se comprobase si había rastro de la hormona GHC. El nivel deja poco margen de duda, según dice.
Beate se mordió el labio inferior.
—Interesante intuición —dijo Harry—. Pero no tengo ni idea de lo que es la hormona GHC.
—Sofia estuvo embarazada hace poco, Harry.
Harry intentó silbar, pero tenía la boca demasiado seca.
—Tendrás que ir a hablar con ella.
—Sí, claro, como la última vez nos hicimos amigas del alma… —resopló Beate.
—No tienes que hacerte su amiga. Solo quieres averiguar si la violaron.
—¿Si la violaron?
—Intuición.
Beate exhaló un suspiro.
—De acuerdo. Pero ya no corre tanta prisa.
—¿Qué quieres decir?
—Después de lo que ha pasado esta noche…
—¿Qué ha pasado esta noche?
Beate lo miró.
—¿No lo sabes?
Harry negó con la cabeza.
—Te dejé al menos cuatro mensajes en el teléfono.
—Perdí el móvil ayer, pero dímelo.
Vio que Beate tragaba saliva.
—Mierda —dijo Harry—. Dime que no es lo que creo que es.
—Le han pegado un tiro a Stankic. Murió en el acto.
Harry cerró los ojos y distinguió la voz de Beate muy a lo lejos.
—Stankic hizo ademán de coger algo y, según el informe, le advirtieron a gritos que se detuviese.
Informe, pensó Harry. Tan rápido.
—Desgraciadamente, la única arma que encontraron fue un trozo de cristal en el bolsillo. Tenía sangre, y el forense ha prometido que tendrán los resultados mañana. Probablemente, tuvo la pistola escondida hasta que volvió a necesitarla. Tampoco llevaba documentación encima.
—¿Encontrasteis alguna otra cosa? —La pregunta de Harry salió automáticamente, porque sus pensamientos se encontraban en otro lugar. Exactamente, en la catedral de San Esteban. «Juro en nombre del Hijo de Dios».
—Tenía los utensilios para drogarse en un rincón: jeringa, cucharilla, esas cosas. Y algo más interesante aún, un perro muerto colgando del techo. Un metzner negro, según el guardia del puerto. Habían cortado trozos del cuerpo.
—Me alegra oírlo —murmuró Harry.
—¿Cómo?
—Nada.
—Eso explica, como mencionaste, los trozos de carne hallados en el vómito de la calle Gøteborggata.
—¿Participó alguien más en la operación, aparte del grupo Delta?
—No, según el informe.
—¿Quién ha firmado el informe?
—El jefe del dispositivo, por supuesto, Sivert Falkeid.
—Por supuesto.
—En todo caso, ya se ha acabado.
—¡No!
—No tienes por qué gritar, Harry.
—No se ha acabado. Donde hay un príncipe, hay un rey.
—¿Qué te pasa? —Beate tenía las mejillas encendidas—. Muere un asesino a sueldo y tú hablas de él como si fuera… un amigo.
Halvorsen, pensó Harry. Beate había estado a punto de decir Halvorsen. Cerró los ojos y en el interior de los párpados divisó una luz roja centelleante. Como velas, pensó. Como las velas en la iglesia. Solo era un niño cuando enterraron a su madre. En Åndalsnes, con vistas a la montaña, lo que ella había pedido cuando cayó enferma. Y allí estuvieron, el padre, Søs y él mismo oyendo al pastor hablar de una persona a la que no conocieron. Porque su padre no era capaz de hacerlo. Y puede que Harry ya lo supiera, que sin ella no había familia. Y el abuelo, cuya alta estatura había heredado Harry, se encorvó y, echándole el aliento mezclado con olor a alcohol en la cara, le dijo que así debía ser, que los padres se iban los primeros. Harry tragó saliva.
—He localizado a la jefa de Stankic —dijo—. Y ha confirmado que el asesinato fue encargado por Robert Karlsen.
Beate lo miró asombrada.
—Pero eso no es todo —prosiguió Harry—. Robert solo era un intermediario. Hay alguien detrás.
—¿Quién?
—No tengo ni idea. Solo sé que se trata de alguien que se puede permitir pagar doscientos mil dólares por un asesinato.
—¿Y todo eso te lo contó la jefa de Stankic? ¿Así, sin más?
Harry negó con la cabeza.
—Hicimos un trato.
—¿Qué clase de trato?
—No querrás saberlo.
Beate parpadeó asombrada. Luego asintió con la cabeza. Harry miró a una mujer mayor que avanzaba cojeando apoyada en unas muletas y se preguntó si la madre de Stankic y Fred leerían los periódicos noruegos en Internet. Si ya se habrían enterado de que Stankic había muerto.
—Los padres de Halvorsen están comiendo en la cafetería. Voy a verlos. ¿Quieres venir, Harry?
—¿Cómo? Perdón. Comí en el avión.
—Lo valorarán. Dicen que hablaba de ti con cariño. Como de un hermano mayor.
Harry negó con la cabeza.
—Más tarde, quizá.
Cuando Beate se marchó, Harry volvió a la habitación de Halvorsen. Acercó la silla a la cama, tomó asiento y miró la cara pálida que descansaba en la almohada. En la bolsa llevaba una botella de Jim Beam sin abrir que había comprado en la tienda libre de impuestos del aeropuerto. Somos nosotros contra la jauría, murmuró. Harry apretó la punta del dedo corazón contra el pulgar, justo por encima de la frente de Halvorsen. Con el dedo corazón, le asestó al agente un fuerte golpe entre los ojos, pero los párpados no se movieron.
—
Yashin
—susurró Harry notando que tenía la voz gangosa. El filo de la chaqueta impactó contra el borde de la cama con un sonido seco. Harry hurgó con la mano. Había algo dentro del forro. El móvil desaparecido.
Cuando regresó Beate con los padres de Halvorsen, él ya se había marchado.
Estaba tumbado en el sofá con la cabeza en el regazo de Thea, que veía una película antigua en la tele, y Jon podía distinguir la voz nítida de Bette Davis mientras miraba al techo y se decía que conocía ese techo mejor que el suyo. Y si se concentraba, al final vería algo conocido, algo diferente a la cara destrozada que le habían mostrado en el frío sótano del Rikshospitalet. Y cuando le preguntaron si aquel era el hombre que había visto en la puerta de su apartamento, el mismo que más tarde agredió al policía con una navaja, él negó con la cabeza.
—Pero eso no quiere decir que no sea él —contestó Jon, y ellos respondieron con un gesto de afirmación y tomaron nota antes de sacarlo de allí.
—¿Estás seguro de que la policía no quiere que duermas en tu apartamento? —preguntó Thea—. Habrá muchos comentarios si te quedas aquí esta noche.
—Es la escena de un crimen —dijo Jon—. Estará sellado hasta que terminen las indagaciones.
—Sellado —dijo ella—. Como unos labios que guardan un secreto.
Bette Davis le estaba echando la bronca a una mujer más joven, y los violines entonaban una melodía de gran intensidad dramática.
—¿En qué piensas? —preguntó Thea.
Jon no contestó. No le dijo que le había mentido al asegurarle que todo había acabado. Que no se acabaría hasta que él no hiciese lo que tenía que hacer. Y lo que tenía que hacer era coger el toro por los cuernos, pararle los pies al enemigo, ser un soldadito valiente. Porque él ya lo sabía. Porque la verdad era que en la calle Gøteborggata, cuando Halvorsen escuchaba el mensaje telefónico de Mads Gilstrup, el mensaje de su confesión, él estaba lo bastante cerca como para oírlo.
Llamaron a la puerta. Ella se levantó rápidamente como si agradeciese la interrupción. Era Rikard.
—¿Molesto? —preguntó.
—No —dijo Jon—. Ya me iba.
Jon se vistió en medio de un silencio atronador. Cuando cerró la puerta tras de sí, se quedó unos segundos escuchando sus voces. Susurraban. ¿Por qué susurrarían? Rikard parecía enfadado.
Cogió el tranvía que iba hasta la ciudad y luego el metro de Holmenkollen. En condiciones normales, un domingo nevado como aquel, el metro de Holmenkollen iba lleno de gente que volvía con los esquís al hombro, pero, al parecer, aquel día casi todos habían pensado que hacía demasiado frío para esquiar. Se apeó en la última estación y contempló Oslo, que se extendía a sus pies.
La casa de Mads y Ragnhild estaba situada sobre una cima. Jon nunca había estado allí antes. La verja era relativamente estrecha, como la entrada de los coches, rodeada por un grupo de árboles que ocultaban la casa desde la carretera. Era un edificio bajo construido en armonía con el terreno, de forma que uno no se daba cuenta de lo grande que era hasta haber entrado y haberla visto por dentro. Por lo menos, eso decía Ragnhild.
Jon llamó al timbre y, al cabo de unos segundos, una voz le habló desde un altavoz que él no logró ver.
—Vaya. Jon Karlsen.
Jon miró a la cámara que había sobre la puerta.
—Estoy en el salón —anunció la voz de Mads Gilstrup riendo un poco—. Supongo que conoces el camino.
La puerta se abrió y Jon Karlsen accedió a un vestíbulo tan grande como su apartamento.
—¿Hola?
Un eco breve y duro fue cuanto oyó por respuesta.
Se adentró por un pasillo que, suponía, terminaba en un salón. En las paredes colgaban lienzos sin marco con dibujos al óleo de colores fuertes. Percibió un olor muy particular, que ganaba intensidad a medida que avanzaba. Pasó por una cocina con una isla y una mesa comedor con una docena de sillas. El fregadero estaba lleno de platos y vasos y botellas vacías de cerveza y licor. Allí reinaba un olor empalagoso a comida rancia y a cerveza. Continuó pasillo arriba. Ropa tirada por el suelo. Miró por la puerta de un baño. Olía a vómito.
Dobló la esquina y, de repente, se desveló ante él una vista panorámica de Oslo y del fiordo que solo había visto en las excursiones que hacía con su padre por Nordmarka.
En medio del salón había una gran pantalla donde pasaban sin sonido unas fotografías de lo que parecía la grabación casera de una boda. Un padre llevaba a la novia al altar, que saludaba a los invitados que había a ambos lados del pasillo. Solo se oía el ligero zumbido del ventilador del proyector. Delante de la pantalla vio el alto respaldo de un sillón negro y, al lado, en el suelo, dos botellas vacías y una medio llena.
Jon carraspeó fuerte y se acercó.
La silla dio la vuelta, lentamente.
Y Jon se detuvo en seco.
En la silla había un hombre en el que apenas reconoció a Mads Gilstrup. Llevaba una camisa blanca y limpia y unos pantalones negros, pero iba sin afeitar y tenía la cara hinchada, los ojos desteñidos, con una película gris blancuzco. Tenía en el regazo una escopeta negra de doble cañón en cuya culata se distinguían unos dibujos de animales tallados en rojo oscuro. Tal y como estaba sentado, el cañón apuntaba directamente a Jon.
—¿Te dedicas a la caza, Karlsen? —preguntó Mads Gilstrup con la voz ronca y distorsionada por el alcohol.
Jon negó con la cabeza sin apartar la vista de la escopeta.
—En nuestra familia cazamos de todo —dijo Gilstrup—. Ninguna presa es demasiado pequeña, ni demasiado grande. Creo que se podría decir que es nuestro lema familiar. Mi padre ha matado a cualquier bicho que pueda moverse. Cada invierno se iba a un país donde había animales que todavía no había cazado. El año pasado fue a Paraguay. Por lo visto, allí tienen un puma de los bosques que es excepcional. Yo no valgo para esto. Según mi padre, no tengo la sangre fría que hace falta. Solía decir que el único animal que había logrado capturar era esa de ahí. —Mads Gilstrup señaló a la pantalla con la cabeza—. Supongo que insinuaba que ella me capturó a mí.