El redentor (49 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

—Te escucho.

—Una ira profunda e intensa que ha encontrado su vía de escape. Violencia condicionada por la frustración sexual. Los ataques de ira son, como sabes, típicos en casos de trastornos de personalidad extremos.

—Sí, pero esta persona parece ser capaz de controlar su ira. Si no, hubiésemos tenido más pistas en los distintos escenarios del crimen.

—Interesante observación. Puede tratarse de una persona violenta impulsada por la ira o de una «persona que practica la violencia», como nos obligan a llamarlo los mandamases de mi profesión. Algo que en el día a día puede parecer flemático, casi defensivo. El
American Journal of Psychology
acaba de publicar un artículo sobre este tipo de personas que padecen lo que ellos llaman
slumbering rage
. Yo lo llamo «Doctor Jekyll y Míster Hyde». Y cuando Míster Hyde despierta…

Aune movía el dedo índice al mismo tiempo que daba un pequeño sorbo al té.

—… es el Apocalipsis y el Ragnarök al mismo tiempo. Pero, una vez que se desata, no controlan su ira.

—No parece un rasgo de personalidad muy adecuado para un asesino a sueldo.

—Desde luego que no. ¿A dónde quieres llegar?

—Stankic pierde las formas en el asesinato de Ragnhild Gilstrup y en el ataque a Halvorsen. Hay algo… poco clínico. Y diferente a los asesinatos de Robert Karlsen y de los otros de quienes nos ha informado la Europol.

—¿Un asesino a sueldo enfadado e inestable? Bueno. Hay muchos pilotos de avión inestables, y también encargados del funcionamiento de las centrales nucleares. No todo el mundo tiene el trabajo que debería, ¿sabes?

—Brindemos por ello.

—En realidad, no estaba pensando en ti. ¿Sabes que tienes ciertos rasgos narcisistas, comisario?

Harry sonrió.

—¿Quieres contarme por qué estás avergonzado? —preguntó Aune—. ¿Crees que acuchillaron a Halvorsen por tu culpa?

Harry carraspeó.

—Bueno. Fui yo quien le dijo que tenía que cuidar de Jon Karlsen. Y fui yo quien debía haberle enseñado dónde hay que llevar el arma cuando se hace de niñera.

Aune hizo un gesto de afirmación.

—Así que todo es culpa tuya, como de costumbre.

Harry volvió la cabeza a un lado y miró a su alrededor. Las luces habían empezado a parpadear y los pocos clientes que quedaban terminaron sus copas y empezaron a ponerse las bufandas y los gorros. Harry dejó un billete de cien encima de la mesa y sacó la bolsa por debajo de la silla de una patada.

—Dejemos eso para la próxima vez, Ståle. Llevo sin pasar por casa desde que llegué de Zagreb, y ahora voy a dormir.

Harry caminaba detrás de Aune hacia la puerta y, aun así, logró resistir y no volverse a mirar el vaso con el resto de cerveza que seguía en la mesa, detrás de ellos.

Harry reparó en el cristal roto cuando se disponía a abrir la puerta con la llave, y soltó un taco. Era la segunda vez que le robaban en lo que iba de año. Se fijó en que el ladrón se había tomado su tiempo para pegar el cristal y no llamar la atención de otros inquilinos que pasaran por allí. En cambio, no había tenido tiempo de llevarse el equipo de música y la tele. Comprensible, ya que ninguno de los dos aparatos eran modelos de este año. Ni del año pasado. Y no había más objetos de valor.

Alguien había revuelto el montón de papeles que dejó sobre la mesa del salón. Fue al baño y vio que habían rebuscado en el armario de las medicinas que tenía encima del lavabo, así que debía tratarse de un drogadicto.

Se sorprendió al ver un plato y una lata de estofado vacía en la encimera. ¿Se habría consolado comiendo, aquel ladrón desafortunado?

Cuando Harry se acostó, notó el dolor inminente y confió en dormirse mientras seguía más o menos medicado. La luna entraba por entre las cortinas y trazaba en el suelo una raya blanca hasta la cama. Giraba de un lado a otro mientras esperaba a los fantasmas. Ya podía oír el murmullo: era cuestión de tiempo. Y a pesar de saber que se trataba de una paranoia fruto de la borrachera, le pareció notar el olor a sangre y muerte que exhalaban las sábanas.

27

L
UNES, 21 DE DICIEMBRE

E
L DISCÍPULO

Alguien había colgado una corona navideña en la puerta de la sala de reuniones de la zona roja.

Tras la puerta cerrada, la última reunión matutina del grupo de investigación tocaba a su fin.

Harry estaba delante de los reunidos, llevaba un traje oscuro y muy ajustado y sudaba.

—Ya que tanto Stankic, el autor material del crimen, como el instigador, Robert Karlsen, han muerto, este grupo de investigación se disolverá al acabar la reunión —anunció Harry—. Eso significa que este año la mayoría de vosotros podréis disfrutar de unas verdaderas vacaciones de Navidad. Pero hablaré con Hagen y le pediré que me permita disponer de algunos de vosotros para seguir investigando. Alguna pregunta antes de terminar. ¿Sí, Toril?

—Dices que el contacto de Stankic en Zagreb confirmó nuestra sospecha de que Robert Karlsen había encargado el asesinato de Jon. ¿Quién habló con el contacto y cómo?

—Lo siento, pero ahora no puedo entrar en eso —replicó Harry sin prestar atención a la expresiva mirada de Beate y notando cómo el sudor le corría por la espalda. No porque le molestaran el traje o la pregunta, sino porque estaba sobrio.

—De acuerdo —prosiguió Harry—. Lo siguiente será averiguar con quién trabajaba Robert. A lo largo del día, avisaré a los afortunados que van a participar en todo esto. Hagen dará una conferencia de prensa más tarde y se encargará de decir lo que hay que decir. —Harry agitó la mano—. Venga, corred hacia vuestros montones de papeles.

—¡Eh! —gritó Skarre por encima del ruido del movimiento de sillas—. ¿No vamos a celebrarlo?

El ruido enmudeció y los reunidos miraron a Harry.

—Bueno —dijo el comisario—. No sé exactamente qué tenemos que celebrar, Skarre. ¿Que hayan muerto tres personas? ¿Que el instigador siga en libertad? ¿O que tengamos un agente en coma?

Harry lo miró, pero no hizo nada por romper el incómodo silencio que siguió a sus preguntas.

Cuando todos se fueron, Skarre se acercó a Harry, que estaba ordenando las notas que había redactado a las seis de la mañana para colocarlas en la carpeta.


Sorry
—dijo Skarre—. Una sugerencia poco acertada.

—No pasa nada —le aseguró Harry—. Supongo que tu intención era buena.

Skarre carraspeó.

—No se te suele ver con traje.

—El entierro de Robert Karlsen es a las doce —explicó Harry sin levantar la mirada—. He pensado pasar por allí y ver quién se presenta.

—Comprendo. —Skarre se balanceaba sobre los talones.

Harry dejó de mirar los papeles.

—¿Quieres algo más, Skarre?

—Sí, bueno. Estaba pensando que como muchos de los del grupo tienen familia y les hace ilusión la Navidad, y yo estoy soltero…

—¿Ajá?

—Sí, me presento voluntario.

—¿Voluntario?

—O sea, que tengo ganas de seguir trabajando en el caso. Si tú quieres, claro —se apresuró a añadir.

Harry miró con atención a Magnus Skarre.

—Sé que no te gusto —dijo Skarre.

—No es eso —aseveró Harry—. Ya he decidido quiénes van a continuar. Y son los que considero los mejores, no los que me gustan.

Skarre se encogió de hombros y tragó saliva.

—Vale. Feliz Navidad, entonces.

Se encaminó hacia la puerta.

—Por eso —dijo Harry mientras guardaba las notas dentro de la carpeta— quiero que te centres en la cuenta bancaria de Robert Karlsen. Comprueba los ingresos y los reintegros de los últimos seis meses y toma nota de las irregularidades.

Skarre se detuvo y se volvió, perplejo.

—Harás lo mismo con Albert y Mads Gilstrup. ¿Entendido, Skarre?

Magnus Skarre afirmó, entusiasmado.

—Pregunta también en Telenor si Robert y Gilstrup mantuvieron alguna conversación telefónica durante ese periodo. Ah, y ya que parece que Stankic se llevó el móvil de Halvorsen, averigua si se ha hecho alguna llamada desde su número. Habla con el abogado policial para acceder a las cuentas bancarias.

—No hace falta —le aseguró Skarre—. Según la nueva normativa, tenemos derecho de acceso permanente.

—Hmm. —Harry miró a Skarre muy serio—. Ya sabía yo que no estaba de más contar en el equipo con alguien que hubiese leído la normativa.

Y salió por la puerta a toda prisa.

Robert Karlsen no había alcanzado el grado de oficial, pero, dado que había muerto en acto de servicio, decidieron enterrarlo en el área que el ejército reservaba a sus oficiales en el cementerio de Vestre Gravlund. Después del oficio, como siempre, tendría lugar una ceremonia conmemorativa en los locales que el ejército poseía en Majorstua.

Cuando Harry entró en la capilla, Jon se volvió a mirarlo, sentado con Thea en la primera fila. Harry supuso que los padres de Robert no estaban presentes. Él y Jon tuvieron contacto visual y Jon hizo un saludo breve y serio con la cabeza, pero Harry advirtió la gratitud en su mirada.

Como era de esperar, la capilla estaba repleta hasta el último banco. La mayoría de los presentes ostentaba el uniforme del Ejército de Salvación. Harry vio a Rikard y a David Eckhoff. Y a su lado, a Gunnar Hagen. Pero también estaban unos cuantos buitres de la prensa. En ese momento, Roger Gjendem se sentó en el banco que había a su lado y le preguntó si sabía por qué no había acudido el primer ministro, tal como se había anunciado.

—Pregunta en el gabinete del primer ministro —contestó Harry, que sabía que, aquella mañana, la oficina había recibido una llamada discreta de las altas esferas de la comisaría general, informando del posible papel de Robert Karlsen en el asesinato. En cualquier caso, en la oficina del primer ministro habían pensado que el jefe del gobierno tenía que dar prioridad a otras reuniones urgentes.

El comisionado David Eckhoff también había recibido una llamada de la comisaría que provocó pánico en el cuartel general, sobre todo porque una de las personas clave en los preparativos funerarios, su hija Martine, había informado aquella mañana de que estaba enferma y que no iría a trabajar.

Sin embargo, el comisionado anunció con voz firme que un hombre es inocente mientras no se demuestre lo contrario. Además, añadió que ya era demasiado tarde para alterar el programa, que la función tenía que continuar. Y también que el primer ministro le había confirmado su participación en el concierto de Navidad, programado para la noche del día siguiente en el auditorio.

—¿Algo más? —susurró Gjendem—. ¿Alguna novedad respecto a los asesinatos?

—Seguro que os han informado —dijo Harry—. Todo lo relacionado con la prensa pasa por Gunnar Hagen y el portavoz de prensa.

—Ellos no dicen nada.

—Parece que tienen muy claro cuál es su trabajo.

—Venga, Hole, sé que está pasando algo. Ese policía al que hirieron con un arma blanca en la calle Gøteborggata, ¿está relacionado con el asesino que os cargasteis ayer por la noche?

Harry negó con la cabeza de una manera que podía significar tanto «no» como «sin comentarios».

En ese momento cesaron los acordes del órgano, enmudeció el murmullo y la chica que debutaba se presentó y cantó un himno muy conocido, con aire muy seductor, con amago de gemidos y mareando la última nota por una montaña rusa tonal que le habría envidiado la mismísima Mariah Carey. Durante un segundo, Harry sintió una imperiosa necesidad de tomar una copa. Finalmente, la chica cerró la boca con una mueca de dolor e inclinó la cabeza ante la lluvia de flashes. Su representante sonrió satisfecho. Obviamente, él no había recibido una llamada de la comisaría general.

Eckhoff habló a los congregados sobre el valor y el sacrificio.

Harry no lograba concentrarse. Miró el féretro y pensó en Halvorsen. Y en la madre de Stankic. Y, cuando cerró los ojos, pensó en Martine.

Después, seis oficiales sacaron el féretro. Jon y Rikard iban delante.

Jon resbaló en el hielo cuando giraron en el sendero de gravilla.

Harry abandonó el lugar mientras los demás seguían reunidos alrededor de la tumba. Atravesó la parte vacía del cementerio en dirección al Frognerparken, cuando oyó crujir la nieve tras de sí.

Primero pensó que sería un periodista, pero cuando advirtió la respiración rápida y jadeante, reaccionó sin pensar y se dio la vuelta.

Era Rikard, que se detuvo en seco.

—¿Dónde está? —preguntó resoplando.

—¿Dónde está quién?

—Martine.

—He oído decir que está enferma.

—Eso, enferma. —El pecho de Rikard se movía agitado—. Pero no está en su casa guardando cama. Y tampoco lo estaba anoche.

—¿Cómo lo sabes?

—¡No…! —El grito de Rikard sonó como un alarido de dolor y se le distorsionó la cara como si ya no controlara su propia mímica. Pero tomó aire y, con lo que Harry interpretó como un gran esfuerzo, terminó por tranquilizarse. Entonces, susurró—: A mí no me vengas con esas. Yo lo sé. La has engañado. Mancillado. Está en tu apartamento, ¿verdad? Pero no puedes…

Rikard dio un paso hacia Harry, que sacó automáticamente las manos de los bolsillos del abrigo.

—Escucha —dijo Harry—. No tengo ni idea de dónde está Martine.

—¡Mientes! —Rikard cerró las manos y Harry comprendió que era urgente encontrar las palabras adecuadas para tranquilizarlo. Apostó por estas—: Solo un par de cosas que deberías tener en cuenta en estos momentos, Rikard. Yo no soy muy rápido, pero peso noventa y cinco kilos y una vez hice un agujero en una puerta de roble con la mano. Y la pena mínima según el artículo 127 de la ley penal, relativo a la violencia contra un funcionario público, es de seis meses. O sea, te arriesgas a acabar en el hospital. Y en la cárcel.

Rikard lo fulminó con la mirada.

—Nos veremos, Harry Hole —dijo, se dio la vuelta y echó a correr por la nieve entre las lápidas, en dirección a la iglesia.

Imtiaz Rahim estaba de mal humor. Acababa de discutir con su hermano si colgarían los adornos navideños en la pared detrás de la caja registradora. Imtiaz opinaba que bastante tenían con vender calendarios navideños, carne de cerdo y productos cristianos como para encima profanar a Alá siguiendo esa clase de costumbres paganas. ¿Qué dirían sus clientes paquistaníes? Pero su hermano opinaba que debían pensar en otros clientes. Por ejemplo, los de la finca que había al otro lado de la calle Gøteborggata. No pasaría nada porque dieran a la tienda de ultramarinos un toque de cristianismo en aquellas fechas. Imtiaz había ganado la virulenta discusión, pero no se sintió satisfecho.

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