El redentor (48 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

—También nos lo hemos preguntado nosotros.

—¿Y por qué usa la navaja con Halvorsen y escapa? La única razón por la que le atacó tuvo que ser para quitarlo de en medio y coger a Jon. Pero no lo intentó.

—Lo interrumpieron. Llegó un coche, ¿no?

—Sí, pero estamos hablando de un tío que acaba de darle un navajazo a un policía en plena calle. ¿Por qué iba a asustarle un coche que pasaba por allí? ¿Y por qué utilizó la navaja si ya había sacado la pistola?

—Quién sabe.

Harry cerró los ojos. Beate pisoteaba la nieve con los pies.

—Harry —dijo—. Tengo ganas de irme de aquí, yo…

Harry abrió los ojos lentamente.

—No tenía más balas.

—¿Cómo?

—Era la última bala de Stankic.

Beate suspiró.

—Es un profesional, Harry. No puedes quedarte sin munición así como así, ¿no?

—Exacto —dijo Harry animado—. Si tienes un plan detallado de cómo vas a matar a un tío y para eso necesitas una o dos balas como mucho, no te traes todo un arsenal de munición. Vas a entrar en un país extranjero, escanearán tu equipaje y tendrás que ocultarlo en algún sitio, ¿verdad?

Beate no contestó y Harry continuó.

—Stankic le dispara a Jon su última bala y falla. Entonces ataca a Halvorsen con un arma punzante. ¿Por qué? Sí, para quitarle el arma reglamentaria y dar caza a Jon. Por eso hay sangre en la cinturilla del pantalón de Halvorsen. Ahí no buscas una cartera, sino un arma. Pero no encuentra el revólver porque no sabe que está en el coche. Y mientras Jon se esconde en el edificio, Stankic solo tiene una navaja. Así que lo deja y se pira.

—Buena teoría —dijo Beate bostezando—. Podríamos haber preguntado a Stankic, pero está muerto.

Tuvo el tacto suficiente para no comentarle que apestaba a borracheras pasadas y recientes. Y también la inteligencia suficiente para saber que aquello no le confortaría. Pero él supo que, en aquellos momentos, Beate no confiaba en él.

—¿Qué dijo el testigo del coche? —preguntó Harry—. ¿Que Stankic huía por el lado izquierdo de la calle?

—Sí, lo siguió por el retrovisor. Y cayó en la esquina de allí abajo. Donde encontramos una moneda croata.

Harry miró hacia la esquina. Allí fue donde vio al mendigo del bigote colgante la última vez que estuvo en aquella calle. Quizá él hubiese visto algo.

Pero estaban a veintidós grados bajo cero y allí no había nadie.

—Vamos a ver al forense —dijo Harry.

Sin mediar palabra, fueron conduciendo por la calle Tofte hasta la circunvalación Ring 2. Ya habían pasado por delante del hospital de Ullevål, los jardines blancos y las casas de hormigón de estilo inglés en la calle Sognsveien cuando, de repente, Harry rompió el silencio.

—Métete en el carril de la derecha y para.

—¿Ahora? ¿Aquí?

—Sí.

Ella miró por el retrovisor y obedeció.

—Pon el intermitente —añadió Harry—. Escúchame con atención. ¿Te acuerdas del juego de la intuición que te enseñé?

—¿Te refieres a ese en el que se tiene que hablar antes de pensar?

—O decir lo que piensas antes de pensar que no deberías pensar eso. Vacía el cerebro.

Beate cerró los ojos. Fuera del coche, una familia pasaba esquiando por la acera…

—¿Lista? Vale. ¿Quién mandó a Robert Karlsen a Zagreb?

—La madre de Sofia.

—Ya —dijo Harry—. ¿De dónde has sacado eso?

—No tengo ni idea —contestó Beate y abrió los ojos—. Que sepamos, ella no tiene móvil. Además, tampoco responde al perfil. Tal vez sea porque es croata como Stankic. Mi subconsciente no debería pensar en términos tan complicados.

—Todo lo que dices puede ser cierto —dijo Harry—. Menos lo último de tu subconsciente. Vale. Pregúntame.

—¿Tengo que preguntar… en voz alta?

—Sí.

—¿Por qué?

—Hazlo —le rogó él cerrando los ojos—. Estoy listo.

—¿Quién envió a Robert Karlsen a Zagreb?

—Nilsen.

—¿Nilsen? ¿Qué Nilsen?

Harry volvió a abrir los ojos.

Parpadeó un tanto aturdido por las luces del tráfico que venía de frente.

—Pues habrá sido Rikard.

—Divertido juego —reconoció Beate.

—Arranca —dijo Harry.

La oscuridad se cernía sobre Østgård. La radio parloteaba en el alféizar.

—¿Es cierto que nadie puede reconocerte? —preguntó Martine.

—Claro que sí —dijo él—. Pero lleva su tiempo. Lleva su tiempo aprenderse mi cara. Solo que no hay tantos que se hayan tomado ese tiempo.

—Así que no eres tú, son lo demás.

—Puede ser. Pero no he querido que me reconozcan, se debe a… algo que hago.

—Huyes.

—No, todo lo contrario. Me infiltro. Invado. Me hago invisible y me cuelo donde quiero.

—Pero si nadie te ve, ¿para qué sirve?

La miró sorprendido. Salió una musiquita de la radio y una voz de mujer empezó a hablar con el tono neutral y serio propio de una locutora de noticias.

—¿Qué dice? —preguntó él.

—Que hará más frío. Cerrarán las guarderías. Se recomienda a las personas mayores que se queden en casa y no escatimen electricidad.

—Pero tú me viste. Me reconociste.

—Yo miro a las personas —dijo ella—. Las veo. Es mi único talento.

—¿Por eso me ayudas? —preguntó él—. ¿Por eso no has intentado escapar?

Ella lo miró.

—No, no es por eso —dijo finalmente.

—¿Por qué?

—Porque quiero que Jon Karlsen muera. Quiero que esté más muerto que tú.Él se sobresaltó. ¿Estaba loca?

—¿Yo, muerto?

—Es lo que han estado diciendo en las noticias de las últimas horas —dijo ella señalando la radio con la cabeza.

Ella tomó aire y habló con la voz autoritaria y grave de una locutora de noticias:

—El hombre sospechoso de cometer el asesinato de la plaza Egertorget murió anoche por los disparos del grupo de operaciones especiales de la policía, durante una operación en el puerto de contenedores. Según el responsable de la operación, Sivert Falkeid, el sospechoso se negó a entregarse, e hizo ademán de sacar un arma. El jefe del grupo de Delitos Violentos de la policía, Gunnar Hagen, informó de que, como manda el procedimiento, remitirán el caso al SEFO. Hagen asegura que este caso es un nuevo ejemplo de que la policía se enfrenta a una criminalidad organizada cada día más violenta y que la discusión sobre la idoneidad de que los agentes vayan armados no solo debe girar en torno a una aplicación efectiva de la ley, sino también a la propia seguridad de los agentes de policía.

Parpadeó, asombrado. Dos veces. Tres veces. Y lo entendió. Chistopher. La chaqueta azul.

—Estoy muerto —dijo—. Por eso se habían ido cuando llegamos aquí. Creen que se ha acabado. —Puso la mano sobre la de Martine—. Tú quieres que Jon Karlsen muera.

Ella miró al infinito. Tomó aire para decir algo, pero lo expulsó como si las palabras que había elegido no fueran las adecuadas. Lo intentó de nuevo. Al tercer intento dijo:

—Porque Jon Karlsen lo sabía. Lo supo todos estos años. Y por eso le odio. Y por eso me odio a mí misma.

Harry miraba el cuerpo desnudo e inerte que yacía sobre el banco. Casi había dejado de impresionarlo verlos así. Casi.

Hacía unos catorce grados en la habitación, y la voz de la forense resonó fuerte y seca en las paredes lisas de hormigón al contestar a la pregunta de Harry.

—No, no habíamos pensado hacerle la autopsia. Ya tenemos suficiente cola y la causa es bastante obvia, ¿no crees? —Señaló el agujero grande y negro de la cara, que le había borrado la mayor parte de la nariz y el labio superior, dejando al descubierto la boca y los dientes de la mandíbula superior.

—Menudo cráter —observó Harry—. No parece el resultado de un MP-5. ¿Cuándo recibiré el informe?

—Pregunta a tu jefe. Ha pedido que se lo envíe directamente a él.

—¿Hagen?

—Sí. Si es urgente, tendrás que pedirle una copia.

Harry y Beate intercambiaron una mirada elocuente.

—Mirad —dijo la forense con un movimiento en la comisura de los labios que Harry interpretó como una sonrisa—. Tenemos poca gente de guardia los fines de semana y se me ha amontonado un poco la cosa. Si me perdonáis…

—Naturalmente —repuso Beate.

La forense y Beate se encaminaron a la puerta, pero ambas se detuvieron cuando oyeron la voz de Harry.

—¿Alguien ha reparado en esto?

Se volvieron hacia Harry, que estaba inclinado sobre el cadáver.

—Tiene marcas de agujas. ¿Habéis comprobado si había drogas en la sangre?

La forense dejó escapar un suspiro.

—Entró esta mañana; solo hemos tenido tiempo de enfriarlo.

—¿Y cuándo lo podréis hacer?

—¿Es importante? —preguntó ella y continuó al ver que Harry vacilaba—. Te agradecería que contestaras con sinceridad, porque si tenemos que darle prioridad, significa que los otros asuntos que reclamáis se retrasarán más aún. Esto es siempre un infierno antes de las Navidades.

—Bueno —dijo Harry—. Quizá se pusiera alguna inyección. —Se encogió de hombros—. Pero está muerto. Así que no tiene la menor importancia. ¿Le habéis quitado el reloj?

—¿El reloj?

—Sí. El otro día llevaba un Seiko SQ50 cuando sacó dinero de un cajero.

—No llevaba reloj.

—Ya —dijo Harry mirando su propia muñeca desnuda—. Lo habría perdido.

—Voy a darme una vuelta por la unidad de cuidados intensivos —anunció Beate una vez fuera.

—De acuerdo —dijo Harry—. Cogeré un taxi. ¿Confirmarás la identidad?

—¿A qué te refieres?

—Para que estemos seguros de que ese de ahí dentro es Stankic.

—Por supuesto, el procedimiento normal. El cadáver tiene sangre del tipo A, lo que concuerda con la que encontramos adherida a los bolsillos de Halvorsen.

—Es el tipo de sangre más corriente en Noruega, Beate.

—Bueno, pero van a comprobar también el perfil de ADN. ¿Tienes dudas?

Harry se encogió de hombros.

—Hay que hacerlo. ¿Cuándo?

—Como muy tarde el miércoles, ¿vale?

—¿Tres días? No vale.

—Harry…

Harry alzó los brazos al aire rindiéndose.

—Bueno. Yo me voy. ¿Duerme un poco, vale?

—Sinceramente, tú pareces necesitarlo más que yo.

Harry le puso la mano en el hombro. Notó lo delgada que estaba bajo la chaqueta.

—Es fuerte, Beate. Y tiene ganas de seguir aquí, ¿de acuerdo?

Beate se mordió el labio inferior. Parecía que intentaba decir algo, pero se quedó en una sonrisa apresurada y un gesto de afirmación con la cabeza.

Harry sacó el móvil en el taxi y marcó el número de Halvorsen. Como esperaba, no hubo respuesta.

Luego marcó el número del International Hotel. Conectó con la recepción y les pidió que lo pusieran con Fred, el del bar.

—¿Fred? ¿De qué bar?


The other bar
—contestó Harry—.Soy el policía —dijo Harry cuando conectó con el camarero del bar—. El que estuvo ahí ayer preguntando por
Mali spasitelj
.


Da
?

—Tengo que hablar con ella.

—Ya ha recibido la mala noticia —dijo Fred—. Adiós.

Harry se quedó sentado un rato oyendo las interferencias. Luego metió el teléfono en el bolsillo interior y contempló las calles muertas por la ventanilla. Pensó que estaría en la catedral encendiendo una vela.

—El restaurante Schrøder —informó el taxista al tiempo que frenaba.

Harry estaba sentado en su mesa de siempre mirando dentro de un vaso medio lleno de cerveza. El llamado restaurante era en realidad un sencillo y ajado antro de copas, pero con un aura de orgullo y dignidad que posiblemente se debiera a la clientela, al personal, y a los excelentes cuadros, un poco fuera de lugar, que adornaban las paredes ahumadas. O al hecho de que el restaurante Schrøder hubiera sobrevivido durante tantos años mientras muchos locales del vecindario cambiaban de cartel y de propietario.

Era domingo por la noche, antes del cierre, y no había mucha gente. Pero acababa de entrar un cliente nuevo que echó un vistazo al local mientras se desabrochaba el abrigo que llevaba sobre la chaqueta de
tweed
, antes de ir derecho a la mesa de Harry.

—Buenas noches, amigo mío —dijo Ståle Aune—. Esta parece ser tu esquina favorita.

—No es una esquina —contestó Harry sin farfullar—. Es un rincón. Las esquinas están por fuera. Uno dobla la esquina, no se sienta en ella.

—¿Qué pasa con la frase «la mesa de la esquina»?

—No es una mesa que esté en una esquina, sino una mesa con esquina. Como el sofá de esquina.

Aune sonrió, satisfecho. Era su tipo de conversación favorito. La camarera se les acercó y, al oírlo pedir un té, le dedicó una mirada breve y desconfiada.

—Entonces supongo que a uno tampoco lo mandan a «la esquina de la vergüenza» —añadió ajustándose la pajarita de lunares rojos y negros. Harry sonrió.

—¿Intentas contarme algo, señor psicólogo?

—Bueno, supongo que me llamaste porque querías que te contase algo.

—¿Cuánto cobras últimamente por decirle a la gente que está actuando de forma vergonzosa?

—Cuidado, Harry. El beber no solo te vuelve irritable, sino también irritante. No he venido para quitarte la autoestima, los cojones o la cerveza. Pero ahora mismo tu problema es que las tres cosas se encuentran en ese vaso.

—Qué razón tienes —dijo Harry levantando el vaso—. Y por eso pienso bebérmelo rápidamente.

Aune se levantó.

—Si quieres hablar de tu afición a la bebida, lo haremos como siempre, en mi despacho. Esta consulta ha terminado, y tú pagas el té.

—Espera —dijo Harry—. Mira esto. —Se dio la vuelta y dejó el resto del medio litro en la mesa vacía que había detrás de ellos—. Es mi truco de magia. Termino la borrachera con un vaso de medio litro que bebo durante una hora. Un pequeño sorbo cada dos minutos. Como una píldora para dormir. Luego voy a casa y a partir del día siguiente me mantengo sobrio. Quería hablar contigo sobre la agresión a Halvorsen.

Aune dudó un instante. Y volvió a sentarse.

—Un asunto horrible. Me han contado los detalles.

—¿Y qué ves?

—Vislumbro, Harry. Vislumbro y casi ni eso. —Aune hizo un gesto cortés a la camarera que le trajo el té—. Pero, como sabes, vislumbro mejor que los otros zánganos de mi profesión. Lo que veo son similitudes entre este ataque y el asesinato de Ragnhild Gilstrup.

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