El redentor (57 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

—¿Satisfacción? —sonrió cansada—. Al lugar donde va no disfrutará de ninguna satisfacción.

—¿Y la canción que acabáis de cantar, «que misericordioso se compadece y es el verdadero amigo de los pecadores»? ¿No significa nada, son solo palabras?

Ella no respondió.

—Comprendo que esto es más difícil que ese perdón fácil que prodigas en Fyrlyset, para mayor gloria tuya —prosiguió Harry—. Un drogata que, impotente, roba a personas anónimas para satisfacer su necesidad, ¿qué es eso? ¿Qué es eso comparado con perdonar a alguien que realmente necesita tu perdón? ¿Un verdadero pecador que va camino del infierno?

—Basta —dijo ella, compungida y, sin fuerzas, intentó apartarlo de un empujón.

—Todavía puedes salvar a Jon, Martine. Para que pueda tener otra oportunidad. Para que tú tengas otra oportunidad.

—¿Te está molestando, Martine? —resonó la voz de Rikard.

Harry apretó el puño derecho sin darse la vuelta, preparándose mientras contemplaba los ojos llorosos de Martine.

—No, Rikard —dijo ella—. Estoy bien.

Harry oyó que los pasos de Rikard se alejaban mientras él seguía mirándola. Empezó a sonar una guitarra. Luego, el piano. Harry reconoció la canción. De aquella noche en la plaza de Egertorget. Y de la radio, en Østgård.
Morning Song
. Sentía como si hubiese transcurrido una eternidad.

—Ambos morirán si no me ayudas a detener esto —dijo Harry.

—¿Por qué dices eso?

—Porque Jon es un caso
borderline
y actúa empujado por su ira. Y Stankic no tiene miedo a nada.

—¿Y tú pretendes hacerme creer que estás tan interesado en salvarlos porque es tu trabajo?

—Sí —contestó Harry—. Y porque se lo prometí a la madre de Stankic.

—¿A la madre? ¿Has hablado con su madre?

—Juré que intentaría salvar a su hijo. Si no detengo a Stankic, le dispararán. Como al del puerto de contenedores. Créeme.

Harry miró a Martine, luego le dio la espalda y echó a andar. Ya había alcanzado la escalera cuando oyó su voz.

—Está aquí.

Harry se puso rígido.

—¿Cómo?

—Le di tu entrada a Stankic.

En ese momento se encendió la luz del escenario.

Las siluetas de quienes ocupaban las butacas de delante se recortaban con nitidez en la cascada de luz de un blanco reluciente. Se hundió en la butaca, levantó la mano con cuidado, y apoyó el corto cañón contra el respaldo de la butaca de delante, de modo que tuviera vía libre para disparar a la espalda vestida de esmoquin que estaba sentada a la izquierda de Thea. Haría dos disparos. Luego se levantaría y dispararía una tercera vez, si fuera necesario. Pero él sabía que no haría falta.

Notó el gatillo más ligero que en ningún otro momento del día, pero sabía que se debía a la adrenalina. Aun así, ya no tenía miedo. El gatillo se deslizaba más y más y ya había llegado al punto en que dejaba de oponer resistencia, a ese medio milímetro que constituía la tierra de nadie del gatillo, donde uno no tenía más que relajarse y seguir apretando porque ya no había vuelta atrás; donde uno había cedido el control a las implacables leyes de la mecánica y al azar.

La cabeza que coronaba la espalda contra la que la bala no tardaría en hacer impacto se volvió hacia Thea y le dijo algo.

En ese momento, su cerebro registró dos detalles: que curiosamente, Jon Karlsen llevaba esmoquin y no el uniforme del Ejército de Salvación, y que existía un error en la distancia física que mediaba entre Thea y Jon. En una sala de conciertos con la música alta, unos novios se habrían apoyado el uno en el otro.

El cerebro intentó invertir la marcha del acto ya iniciado, la contracción del dedo índice alrededor del gatillo.

Resonó el estallido.

Fue tan fuerte que a Harry le pitaban los oídos.

—¿Cómo? —gritó a Martine para hacerse oír en medio del estrépito que el arrebato convulso del batería había provocado con los platillos y que había dejado momentáneamente sordo a Harry.

—Está en la fila 19, tres filas detrás de Jon y del primer ministro. Butaca 25. En el centro. —Intentó sonreír, pero los labios le temblaban demasiado—. Te conseguí la mejor entrada de la sala, Harry.

Harry la miró. Y echó a correr.

Jon Karlsen intentaba que sus piernas se moviesen como palillos de tambor sobre el andén de Oslo S, pero nunca fue un gran corredor. Las puertas automáticas lanzaron un largo suspiro y se cerraron antes de que el tren plateado del aeropuerto se pusiera en movimiento justo en el momento en que llegaba Jon. Suspiró aliviado y dejó la maleta en el suelo, se quitó la pequeña mochila y se sentó en uno de los bancos de diseño del andén. Pero no soltó la bolsa negra, que tenía en el regazo. Diez minutos para la próxima salida. No pasaba nada, iba bien de tiempo. Tenía un montón de tiempo. Tanto, que casi podría desear tener un poco menos. Miró la boca del túnel por donde aparecería el siguiente tren. Cuando Sofia se hubo marchado y él se quedó dormido de madrugada en el apartamento de Robert, tuvo un sueño. Un sueño desagradable en el que el ojo de Ragnhild lo miraba fijamente.

Echó un vistazo al reloj.

Ya habría empezado el concierto. Y allí estaba la pobre Thea sin él, sin entender nada. Y, por cierto, los demás tampoco. Jon se calentó las manos con el aliento, pero la temperatura era tan baja y el aire húmedo se enfriaba con tanta rapidez que las manos se le helaban más aún. Tenía que hacerlo de esa manera, no había otra forma. Todo había ido demasiado lejos, las cosas se le habían escapado de las manos, no podía arriesgarse a permanecer allí más tiempo.

Era culpa suya, sola y exclusivamente. Aquella noche había perdido el control con Sofia. Debería haberlo imaginado. Toda la tensión acumulada tenía que salir de alguna forma. Lo que lo enfureció de aquel modo fue que Sofia se dejara sin decir palabra, sin emitir un solo sonido. Se limitó a clavarle esa mirada suya hermética e introvertida. Como un cordero propiciatorio. Así que la golpeó en la cara. Con el puño. Al reparar en que se le había rajado la piel de los nudillos, la golpeó de nuevo. Qué estúpido. Para no tener que verla, la había puesto de cara a la pared, y no fue capaz de tranquilizarse hasta después de haber eyaculado. Demasiado tarde. Al verla cuando se marchaba, comprendió que no podría zafarse con las explicaciones de siempre, que se había dado con una puerta o que había resbalado en el hielo.

Otra razón por la que no podía quedarse era la llamada muda que había recibido el día anterior. Rastreó el número entrante. Provenía de un hotel en Zagreb. International Hotel. No tenía ni idea de cómo habían conseguido su número: no estaba registrado. Pero se imaginaba lo que eso significaba: aunque Robert estuviera muerto, no daban el encargo por cumplido. No había contado con esa posibilidad, y no se lo explicaba. Quizá pensaran enviar a otro hombre a Oslo. En cualquier caso, tenía que irse.

El billete de avión que tan precipitadamente había comprado le llevaría a Bangkok vía Ámsterdam. Y estaba emitido a nombre de Robert Karlsen. Como el que compró para ir a Zagreb en octubre. Y ahora, como entonces, tenía el pasaporte del hermano, expedido hacía diez años, en el bolsillo interior. Nadie podría negar el parecido entre él y el hombre de la fotografía. Todos los empleados del control de pasaportes daban por hecho que, en un plazo de diez años, un joven podía cambiar.

Después de comprar el billete fue a la calle Gøteborggata, preparó la maleta y una mochila. Todavía faltaban diez horas para la salida del avión, y tenía que esconderse. Así que se marchó a uno de los apartamentos de alquiler del ejército llamados «semiamueblado», situado en Haugerud, de cuya llave tenía copia. El apartamento llevaba vacío dos años, tenía desperfectos causados por la humedad, un sofá y una butaca cuyos rellenos sobresalían por el respaldo, además de una cama con un colchón lleno de manchas. Allí era donde Sofia tenía que presentarse obligatoriamente todos los jueves a las seis de la tarde. Algunas de las manchas eran de ella. Otras las había hecho él cuando estaba solo. Y en esas ocasiones, siempre pensaba en Martine. Su apetito solo se vio satisfecho una vez: esa era la sensación que buscaba desde entonces. Y no la encontró hasta aquel momento, con una chica croata de quince años.

Un día del pasado otoño, Robert fue a buscarlo, indignado, para contarle que Sofia lo había confesado todo. Jon se puso tan furioso que apenas pudo dominarse.

Fue tan… humillante… Igual que aquella vez, cuando tenía trece años, y su padre le pegó con el cinturón porque la madre había descubierto manchas de semen en sus sábanas.

Y cuando Robert lo amenazó con delatarlo a la dirección del Ejército de Salvación si se acercaba otra vez a Sofia, Jon supo que solo le quedaba una alternativa. Y no fue dejar de ver a Sofia. Porque lo que ni Robert, Ragnhild ni Thea comprendían era que él no podía prescindir de aquello, porque era lo único que lo liberaba y le proporcionaba satisfacción plena. En un par de años Sofia sería demasiado mayor y tendría que buscarse a otra. Pero hasta entonces, podía seguir siendo su princesita, la luz de su alma y el fuego de sus riñones, como lo fue Martine aquella noche, en Østgård, la primera vez que funcionó la magia.

Llegaron más personas al andén. Quizá no ocurriese nada. Puede que bastara con esperar a ver qué sucedía en un par de semanas y regresar después. Regresar junto a Thea. Sacó el teléfono, encontró su número y escribió un mensaje.

«Mi padre está enfermo. Vuelo a Bangkok esta noche. Te llamo mañana».

Lo envió y acarició la bolsa negra. Cinco millones de coronas en dólares. Su padre se alegraría mucho cuando se enterara de que por fin podía pagar la deuda y ser libre. Asumo los pecados de otros, pensó. Los libero.

Miró hacia el túnel, la cuenca negra del ojo. Las ocho y dieciocho minutos. ¿Dónde estará?

¿Dónde estaba Jon Karlsen? Clavó la vista en la hilera de espaldas que tenía delante al tiempo que bajaba el revólver. Los dedos habían acatado su orden y relajado la presión sobre el gatillo. Nunca sabría lo cerca que había estado de disparar. Pero de algo estaba seguro: Jon Karlsen no estaba allí. No había ido. Esa era la razón de la confusión con las butacas cuando se disponían a tomar asiento.

Se suavizó la música, las escobillas se arrastraban discretamente sobre la piel del tambor y el rasgueo de la guitarra se ralentizó cuando los dedos del guitarrista pasaron del galope al mero trote.

Vio que la novia de Jon Karlsen se agachaba y que movía los hombros como si estuviese buscando algo en el bolso. Se quedó quieta unos segundos con la cabeza gacha. Al cabo de unos instantes, se incorporó de nuevo y él la siguió con la mirada mientras, con movimientos bruscos e impacientes, ella se abría paso por la fila de personas que se levantaban para dejarla pasar. Enseguida supo lo que tenía que hacer.


Excuse me
—dijo y se levantó.

Apenas advirtió las miradas de censura de la gente que se levantaba suspirando como si se tratara de un gran esfuerzo. Solo le preocupaba una cosa: que su última oportunidad de coger a Jon Karlsen estaba a punto de abandonar la sala.

Se detuvo en cuanto llegó al vestíbulo y oyó cómo la puerta acolchada se cerraba a sus espaldas al tiempo que la música enmudecía como con un chasquido. La joven no había ido tan lejos. Se hallaba junto a la columna central del vestíbulo, tecleando. Dos hombres de traje hablaban junto al otro acceso a la sala; dos empleadas del guardarropa miraban ausentes al infinito desde detrás del mostrador. Comprobó que el abrigo, que llevaba sobre el brazo, ocultaba bien el revólver y ya se disponía a acercarse a la joven cuando oyó pasos corriendo a su derecha. Se dio la vuelta con el tiempo justo de ver a un hombre corpulento con las mejillas sonrosadas y los ojos muy abiertos que se aproximaba a la carrera. Harry Hole. Sabía que era demasiado tarde, que el abrigo le impediría apuntarle a tiempo con el revólver. El policía le dio un manotazo en el hombro y él se tambaleó hacia atrás y se dio contra la pared. Y vio desconcertado cómo Hole agarraba el picaporte de la puerta de la sala, la abría y desaparecía.

Con la cabeza apoyada en la pared, cerró los ojos. Luego se irguió despacio, vio que a la chica le bailaban los pies de impaciencia, con el teléfono pegado a la oreja y con una expresión de desesperación en la cara, y se encaminó hacia ella. Se le plantó directamente delante, apartó el abrigo para que pudiera ver el revólver y dijo despacio y con claridad:


Please, come with me
. Si no, tendré que matarte.

Se le ensombreció la mirada cuando el miedo le dilató las pupilas. Dejó caer el móvil.

El móvil cayó e impactó con las vías emitiendo un pequeño ruido. Jon clavó la vista en el teléfono, que seguía sonando. Un segundo antes de ver en la pantalla que era Thea, pensó que tal vez fuese la voz muda de la noche anterior, que volvía a llamar. No había dicho ni una palabra, pero se trataba de una mujer, ahora estaba seguro. Era ella, fue Ragnhild quien llamó. ¡Basta! ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Estaba a punto de volverse loco? Se concentró en la respiración. Ahora no podía perder el control.

Se aferró a la bolsa negra en cuanto vio aparecer el tren en el andén.

La puerta del tren exhaló un suspiro, él entró, dejó la maleta en el portaequipajes y encontró un asiento libre.

La butaca vacía lo hizo pensar en el hueco de carne que queda cuando te sacan una muela. Harry examinó los rostros que había a ambos lados de la butaca, pero eran demasiado viejos, demasiado jóvenes o del sexo contrario. Se fue corriendo a la primera butaca de la fila diecinueve y se agachó junto al hombre canoso que estaba allí sentado:

—Policía. Estamos…

—¿Cómo? —gritó el hombre colocándose la mano detrás de la oreja.

—Policía —dijo Harry más alto.

Se dio cuenta de que en una fila un poco más adelante un hombre de cuya oreja salía un cable empezaba a moverse mientras hablaba con la solapa de su chaqueta.

—Estamos buscando a una persona que estaba sentada hacia la mitad de esta fila explicó Harry. ¿Has visto a alguien irse o v…?

—¿Cómo?

Una señora mayor, obviamente, la acompañante del caballero en aquella velada, se inclinó hacia delante:

—Acaba de salir. Es decir, de la sala. En mitad de la canción… —A juzgar por el tono de sus últimas palabras, la señora suponía que esa era la razón por la que la policía quería localizar al individuo.

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