Martine le respondió que estaba convencida de que sería un buen jefe de administración y buscó el pomo de la puerta mientras esperaba que la tocara. Pero no lo hizo. Y ella salió del coche.
Con un suspiro, cogió el móvil y marcó el número que le habían dado.
—Dime. —La voz de Harry Hole sonaba diferente por teléfono.
O quizá se debiera a que estaba en su casa, a lo mejor era su voz hogareña.
—Soy Martine —dijo ella.
—Hola. —Resultaba imposible saber si estaba alegre.
—Me pediste que pensara en ello —le recordó—. Que recordara si había llamado alguien preguntando por las listas de las guardias. Por la guardia de Jon.
—¿Sí?
—He estado dándole vueltas.
—¿Y?
—No llamó nadie.
Pausa larga.
—¿Has llamado para contarme eso? —Tenía la voz cálida y ronca, como si acabara de despertarse.
—Sí. ¿No debía haberlo hecho?
—Sí. Sí, por supuesto. Gracias por tu ayuda.
—No hay de qué.
Ella cerró los ojos y aguardó hasta que volvió a oír su voz.
—¿Llegaste… bien a casa?
—Hmmm. Aquí se ha ido la luz.
—Aquí también —contestó él—. No tardará en volver.
—¿Y si no lo hace?
—¿Qué quieres decir?
—¿Se desataría el caos?
—¿Piensas a menudo en cosas así?
—A veces. Creo que la infraestructura de la civilización es mucho más frágil de lo que nos gusta pensar. ¿Tú qué opinas?
Guardó silencio un buen rato antes de contestar.
—Bueno. Yo creo que todos los sistemas en los que confiamos pueden sufrir un cortocircuito en cualquier momento y arrojarnos a una noche donde no contemos con la protección de las leyes y las normas, donde dominen el frío y las fieras y cada uno tenga que salvar su propio pellejo.
—Eso que dices… —dijo ella al ver que Harry no pensaba continuar—. Es poco apropiado para hacer dormir a las niñas pequeñas. Creo que eres un verdadero
distopista
, Harry.
—Naturalmente, soy policía. Buenas noches.
Colgó antes de que ella pudiera contestar.
Harry se acurrucó bajo el edredón y se quedó mirando la pared. La temperatura del apartamento había caído en picado.
Harry pensó en el cielo de allá afuera. En Åndalsnes. En el abuelo. Y en su madre. El entierro. Y la plegaria que ella le susurraba por las noches con aquella voz suya suave, suave. «Nuestro Señor es un castillo firme». Pero en ese momento ingrávido que precede al sueño pensó en Martine y en su voz, que aún le resonaba en la cabeza.
De repente, el televisor del salón se despertó con un lamento y empezó a emitir un zumbido. Se encendió la bombilla del pasillo, que arrojó un haz de luz por la puerta abierta del dormitorio, hasta alcanzar la cara de Harry. Pero él ya estaba durmiendo.
Veinte minutos más tarde sonó el teléfono. Harry abrió los ojos y soltó un taco. Se fue tiritando al pasillo y cogió el auricular.
—Dime. Pero bajito.
—¿Harry?
—Más o menos. ¿Qué pasa, Halvorsen?
—Tenemos un problemilla.
—¿Un problemilla o un problemón?
—Un problemón.
—Mierda.
N
OCHE DEL VIERNES, 18 DE DICIEMBRE
E
L GOLPE
Sail tiritaba en el sendero que discurría parejo al río Akerselva. ¡A la mierda el gilipollas del albano! A pesar de las bajas temperaturas, el río no estaba helado y su color negro acentuaba la oscuridad bajo el sencillo puente de hierro. Sail tenía dieciséis años y había llegado de Somalia con su madre a los doce. Empezó a vender hachís a los catorce años y heroína desde la primavera del año pasado. Hux le había vuelto a fallar y ahora cabía la posibilidad de que tuviera que pasarse allí toda la noche con una mercancía sin vender. Diez dosis cero-uno. Si tuviera dieciocho años, podría bajar a la zona de Plata y venderlas allí. Pero los maderos se llevaban a los menores que frecuentaban Plata. Su territorio estaba allí, junto al río. La mayoría eran chicos de Somalia que vendían a clientes que también eran menores o que tenían otras razones para no aparecer por Plata. A la mierda con Hux, ¡necesitaba esas coronas desesperadamente!
Un hombre se acercaba bajando por el sendero. Pero no era Hux, que todavía renqueaba después de la paliza que le propinó la banda-B por unas anfetas adulteradas. Como si las hubiera sin adulterar. Y tampoco tenía pinta de poli. Ni de drogata, a pesar de la chaqueta azul que le había visto a más de un colgado. Sail miró a su alrededor. Estaban solos.
Cuando el hombre se encontraba lo bastante cerca, Sail emergió de las sombras de debajo del puente.
—¿Cero-uno?
El hombre sonrió, negó con la cabeza y siguió su camino. Pero Sail se puso en medio del sendero. Sail era grande para su edad, cualquiera que fuese. Y su navaja también lo era. Una Rambo First Blood con espacio para la brújula y el hilo de pescar. Costaba alrededor de mil coronas en Army Shop, pero él se la había sacado a un colega por trescientas.
—¿Quieres comprar o solo pagar? —preguntó Sail sujetando la navaja de tal manera que la hoja dentada reflejaba la luz mustia de la farola.
—
Excuse me
?
Idioma extranjero. No era el punto fuerte de Sail.
—
Money
. —Sail oyó su propia voz subir de tono. Siempre se enfadaba cuando atracaba a la gente, no tenía ni idea de por qué—.
Now
!
El extranjero hizo un gesto de afirmación y levantó la mano izquierda para protegerse mientras metía tranquilamente la mano derecha por dentro de la chaqueta. La mano volvió a subir rápidamente. A Sail no le dio tiempo a reaccionar, tan solo susurró un «joder» al comprobar que lo que tenía delante era el cañón de una pistola. Sintió deseos de salir corriendo, pero era como si aquel ojo negro de metal lo hubiese congelado.
—Yo… —empezó.
—
Run
—dijo el hombre—.
Now
.
Y Sail corrió. Corrió mientras al aire húmedo del río le quemaba los pulmones y las luces del Hotel Plaza y del edificio Postgirobygget se agitaban rítmicamente en su retina; corrió hasta que el río desembocó en el fiordo y ya no podía seguir corriendo, y, dirigiéndose a las verjas que rodeaban el puerto de contenedores, gritó que un día los mataría a todos.
Un cuarto de hora después de que la llamada de Halvorsen despertara a Harry, un coche de policía se detenía a un lado de la acera en la calle Sofie. Harry se acomodó en el asiento trasero junto a su colega. Murmuró un «buenas tardes» a los agentes de uniforme del asiento delantero.
El conductor, un hombre algo mayor con cara de policía, puso el coche en marcha.
—Dale gas —dijo el joven policía pálido y lleno de granos que ocupaba el asiento del acompañante.
—¿Cuántos somos? —Harry miró el reloj.
—Dos coches aparte de este —contestó Halvorsen.
—Seis, más nosotros dos. No quiero sirenas, intentaremos hacer esto en silencio y tranquilamente. Tú, yo y uno de uniforme realizaremos la detención, los otros cinco solo tendrán que cubrir las posibles vías de escape. ¿Llevas el arma?
Halvorsen se tocó el bolsillo del pecho.
—Bien, porque yo no —dijo Harry.
—¿Todavía no has solucionado lo del permiso?
Harry se inclinó entre los asientos delanteros.
—¿Quién de vosotros quiere participar en la detención de un asesino profesional?
—¡Yo! —exclamó el joven del asiento del acompañante.
—Entonces, te toca a ti —informó Harry al conductor, que asintió despacio con la cabeza mirando al espejo retrovisor.
Seis minutos más tarde aparcaban al final de la calle Heimdalsgata, en Grønland. Miraron hacia la entrada donde Harry había estado esa misma noche.
—Nuestro hombre de Telenor estaba seguro de esto, ¿verdad? —preguntó Harry.
—Sí —repuso Halvorsen—. Torkildsen dice que hace cincuenta minutos intentaron llamar al International Hotel desde el número interno del centro de alojamiento y entrenamiento.
—Dudo que sea una casualidad —dijo Harry abriendo la puerta del coche—. Es el territorio del Ejército de Salvación. Voy a hacer un reconocimiento y vuelvo dentro de un minuto.
Cuando Harry volvió, el conductor estaba sentado con un subfusil automático en el regazo, un MP-5, arma que, según la nueva ordenanza, estaba permitido llevar bajo llave en el maletero de los coches patrulla.
—¿No tienes nada más discreto? —preguntó Harry.
El hombre negó con la cabeza. Harry se volvió hacia Halvorsen.
—¿Y tú?
—Solo un Smith&Wesson 38, pequeño y precioso.
—Te dejo la mía —dijo animado el policía joven—. Una Jericho 941. Un arma potente. La misma que utilizaba la policía de Israel para volar la cabeza a los cerdos árabes.
—¿Una Jericho? —preguntó Harry. Halvorsen vio que su colega entornaba los ojos—. No pienso preguntarte de dónde has sacado esa pistola. Pero creo que es mi deber informarte de que lo más probable es que proceda de una red de tráfico de armas cuyo jefe era tu antiguo compañero, Tom Waaler.
El policía del asiento del acompañante se dio la vuelta. Le brillaban los ojos azules tanto como los granos furibundos.
—Me acuerdo de Tom Waaler. ¿Y sabes qué, comisario? La mayoría de nosotros opina que era un tío legal.
Harry tragó saliva y miró por la ventana.
—La mayoría de vosotros se equivoca —terció Halvorsen.
—Dame la radio —dijo Harry.
Dio instrucciones a los otros coches con rapidez y eficacia. Dijo dónde quería que estacionase cada uno sin revelar nombres de calles o edificios que pudieran identificar los oyentes fijos de la radio, periodistas, chicos malos, y curiosos que escuchaban aquella frecuencia y que, probablemente, ya se habrían enterado de que algo estaba pasando.
—Empezamos —anunció Harry volviéndose hacía el asiento del acompañante—. Tú quédate aquí y mantén informada a la central de operaciones. Si hay algo, contacta con nosotros por medio del
walkie-talkie
de tu colega. ¿De acuerdo?
El joven se encogió de hombros.
La tercera vez que Harry llamó al timbre del Heimen apareció un chico en zapatillas. Entreabrió la puerta mirándolos con ojos soñolientos.
—Policía —anunció Harry hurgando en los bolsillos—. Mierda, creo que me he dejado la identificación en casa. Enséñale la tuya, Halvorsen.
—No podéis venir aquí —le advirtió el chico—. Lo sabéis.
—Se trata de un asesinato, no de drogas.
—¿Cómo?
Con los ojos como platos, el muchacho miró al policía por encima del hombro de Harry, que sostenía en alto el MP-5. Abrió la puerta y dio un paso atrás sin prestar atención a la tarjeta de identificación de Halvorsen.
—¿Tienes aquí a un tal Christo Stankic? —preguntó Harry.
El chico negó con la cabeza.
—¿Y a un extranjero con abrigo de pelo de camello? —preguntó Halvorsen mientras Harry se metía detrás del mostrador de la recepción para abrir el libro del registro de huéspedes.
—El único extranjero que hay aquí es uno que vino esta noche en el autobús de reparto —farfulló el chico—. Pero no llevaba un abrigo de pelo de camello. Solo una chaqueta de traje. Por cierto, Rikard Nilsen le dio un chaquetón de invierno del almacén.
—¿Ha hecho alguna llamada desde aquí? —preguntó Harry desde detrás del mostrador.
—Utilizó el teléfono del despacho que tienes detrás.
—¿A qué hora?
—Alrededor de las once y media.
—Concuerda con la llamada a Zagreb —dijo Halvorsen bajito.
—¿Está aquí? —preguntó Harry.
—No lo sé. Se llevó la llave, y yo estaba durmiendo.
—¿Tienes llave maestra?
El chico asintió con la cabeza, sacó una llave del manojo que llevaba colgando del cinturón y se la entregó a Harry.
—¿Habitación?
—Veintiséis. Subiendo esas escaleras. Al final del pasillo.
Harry ya iba escaleras arriba. El policía uniformado lo seguía de cerca agarrando el subfusil automático con ambas manos.
—Quédate en tu habitación hasta que esto termine —dijo Halvorsen al chico mientras sacaba su revólver Smith&Wesson, le guiñaba el ojo y le daba una palmadita en el hombro.
Abrió la puerta, entró y reparó en que el mostrador de recepción estaba vacío. Normal. Tan normal como que hubiese un coche de policía con un agente dentro aparcado en la calle un poco más arriba. Lo cierto era que acababa de comprobar en su propio pellejo que en aquella zona había delincuentes.
Subió la escalera y, en cuanto dobló la esquina del pasillo, distinguió un sonido chisporroteante que ya había oído en los búnkeres de Vukovar: un
walkie-talkie
.
Levantó la vista. Al fondo del pasillo, delante de la puerta de su habitación, había dos hombres vestidos de paisano y un policía de uniforme con un subfusil automático. Reconoció inmediatamente a uno de los de paisano, el que tenía la mano en el pomo de la puerta. El policía de uniforme levantó el
walkie-talkie
y dijo algo en voz baja. Los otros dos se habían vuelto hacía él. Era demasiado tarde para una retirada.
Los saludó con la cabeza, se detuvo delante de la puerta de la habitación 22 y meneó la cabeza como para mostrar su desaliento ante el aumento de la delincuencia en el barrio, mientras fingía buscar la llave de la habitación en los bolsillos. Con el rabillo del ojo vio cómo el policía de la recepción del Scandia Hotel abría sigilosamente la puerta de su habitación y entraba, seguido de cerca por los otros dos.
En cuanto estuvo fuera del alcance de su vista, se marchó por donde había venido. Bajó la escalera en dos zancadas. Siguiendo su costumbre, en cuanto llegó a Heimen en el autobús blanco, tomó nota de dónde se encontraban todas las salidas, y, por un segundo, contempló la idea de salir por la puerta que daba al jardín. Pero era demasiado obvio. O mucho se equivocaba o habrían apostado a un agente. La mejor salida era la entrada principal. De modo que salió y torció a la izquierda. Se encaminó directamente hacia el coche de policía, pero, por lo menos en esa dirección, no había más que uno. Si lograba pasarlo, podría llegar al río y refugiarse en la oscuridad.
—¡Joder, joder! —gritó Harry cuando constataron que la habitación estaba vacía.
—Quizá esté fuera, paseando —dijo Halvorsen.
Ambos se volvieron hacia el conductor. Él no había dicho nada, pero surgía una voz del
walkie-talkie
que le colgaba del pecho: