El redentor (30 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

Iba caminando junto a una fachada amarillenta llena de grafitis. Detuvo la mirada en unas palabras: «La orilla oeste». Unos metros más arriba vio a un hombre encorvado ante una puerta. De lejos, se diría que tuviese la cabeza apoyada en la puerta. Al acercarse un poco vio que el hombre mantenía pulsado un timbre.

Se detuvo y esperó. Aquella podía ser su salvación.

Una voz chisporroteó a través del telefonillo y el encorvado se irguió, se balanceó hacia atrás y gritó unas palabras iracundas. La piel de la cara le colgaba roja y quemada por el alcohol, como la de uno de esos perros de la raza china shar pei. El hombre enmudeció de repente, y su voz, que resonaba en las fachadas en la tranquilidad nocturna de la ciudad, fue muriendo.

La puerta empezaba a cerrarse y él reaccionó rápidamente. Demasiado rápido. La suela del zapato se deslizó sobre el hielo y tuvo el tiempo justo de pegar las palmas de las manos a la superficie congelada antes de que las siguiera el resto del cuerpo. Se incorporó, vio que la puerta casi se había cerrado, se abalanzó sobre ella, metió un pie y sintió el peso de la hoja en el empeine. Se coló dentro y aguzó el oído. Unos pies que se arrastraban. Que casi se detuvieron antes de continuar trabajosamente. Golpes. Se abrió una puerta y una voz de mujer gritó algo en aquel idioma extraño y cantarín. Enmudeció de repente, como si la hubiesen degollado. Tras unos momentos de silencio, distinguió un chillido discreto, como el que dejan escapar los niños cuando se recuperan del susto después de hacerse daño. Luego, la puerta de arriba se cerró de golpe y reinó el silencio.

Dejó que la puerta se cerrara tras él. Entre la basura que había debajo de las escaleras encontró periódicos. En Vukovar utilizó papel de periódico en los zapatos como aislante del frío y para absorber la humedad. Seguía saliéndole vaho por la boca, pero estaba a salvo.

Harry aguardaba en la oficina que había detrás de la recepción del Heimen con el auricular pegado a la oreja, e intentaba imaginarse el apartamento donde sonaba la llamada. Observó las fotos de amigos fijadas en el espejo que colgaba sobre el teléfono. Sonrientes, de fiesta, quizás en un viaje por el extranjero. La mayoría, amigas. Un apartamento sencillo pero acogedor. Sabias sentencias en la puerta de la nevera. Un póster de Che Guevara en el baño. ¿Todavía estaría allí?

—Diga —dijo una voz somnolienta.

—Soy yo.

—¿Papá?

—¿Papá? —Harry tomó aire y notó que se sonrojaba—. Soy el policía.

—Ah, sí —rio bajito. Una risa clara y profunda a la vez.

—Siento haberte despertado, pero…

—No importa.

Hubo uno de esos silencios que Harry quería evitar.

—Estoy en Heimen —explicó—. Hemos intentado detener a un sospechoso. El recepcionista dice que tú y Rikard Nilsen lo trajisteis aquí esta noche.

—¿Ese pobrecito sin ropa?

—Sí.

—¿Qué ha hecho?

—Sospechamos que asesinó a Robert Karlsen.

—¡Dios mío!

Harry tomó nota de que no lo pronunciaba como era habitual, en una sola secuencia «diosmío», sino haciendo hincapié en cada una de las palabras.

—Si te parece bien, enviaré a un agente para que hable contigo. Mientras, puedes intentar recordar lo que dijo.

—De acuerdo. Pero tampoco puedo t…

Silencio.

—¿Hola? —dijo Harry.

—No dijo nada —contestó ella—. Como todos los refugiados de guerra. Se ve en el modo en que se mueven. Como sonámbulos. Como si anduviesen con piloto automático. Como si ya estuviesen muertos.

—Ya. ¿Habló Rikard con él?

—Tal vez. ¿Quieres su número?

—Sí, por favor.

—Un momento.

Ella desapareció del auricular. Tenía razón. Harry pensó lo mismo cuando el hombre se incorporó en la nieve. En la nieve cayendo a su alrededor al levantarse, en los brazos que le colgaban inertes y en la inexpresividad de su semblante, como los zombis que se levantaban de las tumbas en
La noche de los muertos vivientes
.

Harry oyó carraspear a alguien y se dio la vuelta en la silla. En la puerta de la oficina se encontraban Gunnar Hagen y David Eckhoff.

—¿Molestamos? —preguntó Hagen.

—Pasad —dijo Harry.

Los dos hombres entraron y se sentaron al otro lado del escritorio.

—Nos gustaría que se nos informara —dijo Hagen.

Antes de que Harry tuviera tiempo de preguntar el significado de aquel «nos» volvió la voz de Martine con el número de Rikard. Harry tomó nota.

—Gracias —dijo—. Buenas noches.

—Me preguntaba…

—Tengo que irme —atajó Harry.

—Ah, claro. Buenas noches.

Harry colgó.

—Hemos venido en cuanto hemos podido —intervino el padre de Martine—. Esto es terrible. ¿Qué ha pasado?

Harry miró a Hagen.

—Cuéntanoslo —dijo Hagen.

Harry describió brevemente la detención fallida, el disparo al coche y la persecución en el parque.

—Pero si estabas tan cerca y tenías un MP-5, ¿por qué no disparaste? —preguntó Hagen.

Harry se aclaró la garganta, pero no dijo nada. Miró a Eckhoff.

—Venga —insistió Hagen con cierta irritación en la voz.

—Estaba demasiado oscuro —repuso Harry.

Hagen se quedó un buen rato mirando a su comisario antes de proseguir:

—Así que él estaba fuera paseando mientras vosotros entrabais en su habitación. ¿Alguna idea de por qué el asesino deambula por las calles de Oslo en plena noche, a veinte grados bajo cero?

El jefe de grupo bajó la voz al contestar:

—Porque doy por sentado que tienes a Jon Karlsen totalmente controlado, ¿verdad?

—¿A Jon? —preguntó David Eckhoff—. ¡Pero si está en el hospital de Ullevål!

—He puesto a un agente delante de la puerta de su habitación —dijo Harry esperando que su voz sonara como si tuviera un control que, en realidad, no poseía.

—Estaba a punto de llamar para preguntar si está todo en orden.

Los primeros acordes de
London Calling
de The Clash resonaban en las paredes desnudas del pasillo del departamento de Neurocirugía del hospital de Ullevål. Un hombre en bata y con el pelo aplastado salía a dar una vuelta arrastrando el gotero y, de paso, lanzó una mirada reprobatoria al policía que, haciendo caso omiso de la prohibición de usar móviles, contestaba una llamada.

—Stranden.

—Hole. ¿Algo que contar?

—Poca cosa. Hay un tío que no puede dormir dando vueltas por el pasillo. Tiene una pinta un poco extraña, pero por lo demás parece inofensivo.

El hombre del gotero siguió andando y resoplando.

—¿Ha sucedido algo esta noche?

—Bueno. El Arsenal se cepilló al Tottenham en el White Hart. Y sufrimos un corte de luz.

—¿Y el paciente?

—Ni el menor ruido.

—¿Has comprobado que todo esté en orden?

—Aparte de las almorranas, todo parece ir bien. —Stranden entendió el silencio agorero que siguió a su comentario—. Solo era una broma. Ahora mismo lo compruebo. Espera.

Había un olor dulzón en la habitación. Supuso que serían caramelos. La luz del pasillo se vertió sobre la habitación para desaparecer cuando la puerta se cerró a su espalda, pero tuvo tiempo de vislumbrar la cara sobre la almohada blanca. Se acercó. Reinaba un gran silencio. Demasiado silencio. Como si faltara un sonido. Un sonido.

—¿Karlsen?

Ninguna reacción.

Stranden carraspeó y repitió un poco más alto:

—Karlsen.

La habitación estaba tan silenciosa que la voz de Harry en el móvil se oía alta y clara.

—¿Qué pasa?

Stranden se llevó el teléfono a la oreja.

—Duerme como un niño.

—¿Estás seguro?

Stranden miró la cara de la almohada. Y comprendió que eso era lo que le preocupaba. Que Karlsen durmiera como un niño. Los adultos solían hacer más ruido. Se inclinó sobre la cara para oír su respiración.

—¡Hola! —El grito de Harry Hole se oía débil desde el móvil—. ¡Hola!

16

V
IERNES, 18 DE DICIEMBRE

F
UGITIVO

El sol le calentaba y una brisa ligera inclinaba las largas briznas de hierba que asentían contentas sobre las dunas. Al final, acabaría bañándose, porque ya notaba húmeda la toalla sobre la que estaba tumbado.

—Mira —dijo su madre señalando.

Tenía las manos sobre los ojos, a modo de visera, para protegerse del sol y contemplaba el brillo del mar Adriático, de un azul extraordinario. Entonces vio a un hombre que, con una gran sonrisa pintada en la cara, caminaba por el agua hacia la orilla. Era su padre. Detrás de él venía Bobo. Y Giorgi. Un perro pequeño nadaba a su lado con el rabito hacia arriba, como una quilla. Y mientras él los contemplaba, otros fueron emergiendo del mar. A algunos los conocía. Como al padre de Giorgi. Otros le resultaban vagamente familiares. Un rostro en una puerta en París. Unas facciones estriadas, irreconocibles, como máscaras grotescas que le hacían muecas. El sol desapareció tras una nube y la temperatura cayó en picado. Las máscaras empezaron a gritar.

Se despertó con un fuerte dolor en el costado y abrió los ojos. Estaba en Oslo. En el suelo, bajo la escalera de un portal. Una figura se inclinaba sobre él gritando con la boca abierta. Reconoció una palabra que era casi la misma en su idioma. Narco.

La figura, un hombre ataviado con una chaqueta de cuero corta, dio un paso hacia atrás y levantó el pie. Le atizó una patada en el costado, donde ya le dolía, y él rodó gimiendo. Otro tío aguardaba detrás del de la chaqueta de cuero, tapándose la boca entre risas. La chaqueta de cuero señaló la puerta.

Los miró a los dos. Se llevó la mano hacia el bolsillo de la chaqueta y notó que estaba mojada. Y que todavía tenía la pistola. Quedaban dos balas en el cargador. Pero si les amenazaba con la pistola, se arriesgaba a que avisaran a la policía.

La chaqueta de cuero gritó y levantó la mano.

Él se protegió la cabeza con el brazo mientras se ponía de pie. El hombre que se tapaba la boca abrió la puerta con una risa desdeñosa y, al salir, le dio una patada en el trasero.

La puerta se cerró a sus espaldas, y los oyó subir la escalera ruidosamente. Miró el reloj. Las cuatro de la madrugada. La oscuridad era la misma, pero él estaba muerto de frío. Y empapado. Se palpó con la mano y se dio cuenta de que tenía la chaqueta y las perneras mojadas. Olía a pis. ¿Se habría meado encima? No, seguramente se habría tendido sobre una meada. Sobre un charco de orines. En el suelo. Pis congelado que él mismo había derretido con su calor corporal.

Metió las manos en los bolsillos y bajó la calle corriendo, aunque no demasiado rápido. Ya no le preocupaban los pocos coches que pasaban.

El paciente musitó un «gracias». Mathias Lund-Helgesen cerró la puerta tras de sí y se desplomó en la silla de su consulta. Bostezó y miró el reloj. Las seis. Faltaba una hora para que empezara el turno de mañana. Una hora para volver a casa. Dormir un rato y luego ir a ver a Rakel. Ella estaría ahora bajo el edredón, en ese chalé grande de madera, en Holmenkollen. Todavía no había conseguido conectar con el chico, pero ya encontraría el modo. Mathias Lund-Helgesen solía conseguir lo que se proponía. La cuestión no era que él no le cayese bien a Oleg, el problema radicaba más bien en la relación que unía al chico con su predecesor. El policía. Le extrañaba que un niño pudiera elevar a una persona alcohólica y obviamente trastornada a la figura de padre y de modelo.

Llevaba mucho tiempo queriendo comentárselo a Rakel, pero se había dado por vencido. Eso solo le haría parecer como un tonto desvalido. Sí, quizás eso la hiciera dudar de que él fuera la persona apropiada para ellos. Y él quería serlo. El apropiado. Estaba dispuesto a ser la persona que ellos quisieran con tal de seguir con ella. Y para saber quién era esa persona, tenía que preguntar. Así que preguntó. Preguntó qué tenía de especial ese policía. Y ella contestó que no tenía nada especial. Aparte de que hubo un tiempo en que ella lo quiso. De no haberlo expresado así, él no se habría parado a pensar que ella nunca utilizaba esa palabra refiriéndose a él.

Mathias Lund-Helgesen se quitó esas estupideces de la cabeza, buscó el nombre del siguiente paciente en el ordenador y salió al pasillo, desde donde la enfermera solía acompañarlos a la consulta. Pero a aquellas horas de la madrugada el pasillo estaba vacío, así que se dirigió hacia la sala de espera.

Cinco personas lo miraron como suplicando que fuese su turno. Menos el hombre del rincón, que dormía con la boca abierta y la cabeza apoyada en la pared. Obviamente, un drogadicto, la chaqueta azul y el olor a meados que desprendía eran indicio seguro. Tan seguro como que el tío se quejaría de fuertes dolores y le pediría analgésicos.

Mathias se le acercó con una mueca. Lo zarandeó con fuerza y se retiró raudo de un salto. Frecuentemente, el comportamiento de los drogadictos obedecía a un mismo patrón de reacción, adquirido tras largos años de experiencia, cuando, colocados, les habían robado la droga y el dinero: si alguien los despertaba, automáticamente pegaban o pinchaban.

El hombre abrió los ojos y lanzó a Mathias una mirada sorprendentemente despejada.

—¿Qué te pasa? —preguntó Mathias.

Lo normal era plantear esa pregunta cuando el paciente estaba a solas con el médico, pero Mathias estaba cansado y hasta los cojones de drogadictos y borrachos que le hacían perder el tiempo y robaban su atención a otros pacientes.

El hombre no contestó, sino que se acurrucó bajo la chaqueta.

—¡Oye! Tienes que contarme por qué has venido.

El hombre negó con la cabeza señalando a los demás, como para explicar que no era su turno.

—Esto no es un albergue —dijo Mathias—. Aquí no puedes quedarte a dormir.Largo. Ahora.


I don't understand
—dijo el hombre.


Leave
—repitió Mathias—.
Or I'll call the police
.

Para su sorpresa, Mathias notó que tenía que controlarse para no echar a patadas a aquel yonqui apestoso. Los que esperaban los observaban desde sus asientos.

El hombre asintió con la cabeza y se levantó despacio. Mathias se quedó de pie mirando la puerta acristalada un buen rato después de que se hubiese cerrado.

—Está bien que echéis a gente como esa —dijo una voz a su espalda.

Mathias asintió, distraído. Quizá no se lo había dicho suficientes veces. Que la quería. Quizá fuera eso.

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