El reino de las sombras (27 page)

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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

»Cuando le pregunté a mi padre, como hacen todos los niños a los que les gustan las historias de hombres y mujeres poderosos, qué pasó después, dijo: "Ya lo verás". Un día, lo vi. Un día mi padre me mandó llamar y me dijo: "Quiero que seas muy valiente. ¿Lo serás por mí?". Siempre estaba serio. Le miré y le dije: "¿Puedo dejarme crecer el pelo?". Sonrió y dijo: "Ahora es un buen momento". Aplaudí. Pensé: ¡ahora voy a convertirme en mujer! Así que me envió con las mujeres de la familia y fui iniciada en sus secretos: los cuencos, las cucharas y los peines, las risitas, las mentiras y los cotilleos. Pero también recuerdo a mi madre mirándome, como si lo hiciese desde una gran distancia, transmitiéndome algo impronunciado. Como si quisiera decirme algo pero no encontrase el modo de hacerlo.

Hizo bajar a la gata de su regazo, se puso en pie y caminó por la habitación mientras rememoraba:

—A la mañana siguiente, las mujeres regresaron, con muchas togas y joyas. Estábamos en silencio. Algo estaba pasando. Me vistieron con capas de oro y ropa blanca. Me envolvieron como si fuese un regalo. Un sumo sacerdote entró con mi padre, las mujeres salieron de la habitación y él me dio instrucciones. Qué decir, qué no decir, cuándo hablar y cuándo permanecer en silencio. «Este es un gran día para ti y para toda la familia. Estoy muy orgulloso.» Entonces me tomó en sus brazos, mi madre me dio un beso de despedida, y se me llevó fuera de casa.

»Recuerdo el sol y el ruido en las calles atestadas de gente. Habían limpiado las basuras para que pasáramos mi padre y yo por la avenida, montados en un carro. Pude escuchar el canto de los pájaros mezclado con los gritos de la multitud. Todos parecían presentarme sus respetos. ¡A mí! Apreté con mucha fuerza la mano de mi padre, íbamos camino de palacio. Pero cuanto más nos alejábamos de casa, más me sentía yo como un mueble en lo alto de una carretilla y menos como una princesa de cuento.

»Llegamos a palacio y atravesamos un patio tras otro, una cámara tras otra, todas ellas abarrotadas de dignatarios y funcionarios que se inclinaban a mi paso. Mi mundo se fue replegando hasta desaparecer a mi espalda. Recuerdo que me colocaron tras una cortina. Mi padre me dijo: "Te encuentras en el umbral de un gran futuro. Te he acompañado hasta aquí; ahora empieza tu nueva vida". Le rodeé el cuello con los brazos, me colgué de él, pero él separó mis manos con cuidado y dijo: "Recuerda tu promesa. Ser valiente. Y nunca olvides que te quiero". Creo recordar que tenía la cara cubierta de lágrimas. Nunca había visto llorar a mi padre.

Nefertiti dejó de hablar durante un momento. Los recuerdos, por lo visto, la sobrecogían.

—Me habría echado a llorar, pero vi algo extraño: al otro lado del pasillo, cubierto con un montón de ropa, pasó la figura de un joven. Alzó la cabeza y me miró. Sus ojos eran muy vivaces. ¿Qué ocurrió en aquel momento? ¿Comprensión, complicidad? Sé que nos reconocimos el uno al otro y que nuestras vidas se entrelazaron de un modo muy profundo. Entonces me cubrieron los ojos con una cinta y el mundo desapareció.

»El ruido en la cámara, al otro lado de la cortina, se convirtió de repente en una especie de susurro. Escuché una campanada y un canto, el repiqueteo de un sistro, un anuncio, y después las manos de mi padre me empujaron un poco más hacia el interior de la cámara. Miré hacia el suelo por debajo de la cinta y vi flores de loto y peces; yo andaba por encima de aquella agua pintada. Tras la caminata me recibieron unas manos que me hicieron darme la vuelta. Levanté la cabeza, me quitaron la cinta y vi la imagen borrosa de un montón de gente; un centenar de personas me miraban, fijándose hasta en el último detalle de mi persona. Vestía una ropa tan pesada que no podría haberme llevado la mano a los ojos, sin embargo me sentí completamente desnuda. Me atreví a echar una rápida mirada a mi lado. La cara del chico, una cara larga y seria, me devolvió la mirada; un compañero en aquel extraño juego. Sentí una brizna de alegría en mi corazón, encogido por el miedo. Recuperé un poco la compostura.

Dejó de caminar. Su triste sonrisa reflejaba toda la extrañeza de la niña de la que hablaba, viva en el interior de aquella mujer. Quería hacer que se sintiera bien. Quería consolarla.

—No sientas lástima por mí —dijo sin más—. No necesito tu pena ni tu compasión.

Echó a andar de nuevo, como si con cada paso pretendiese retomar la historia.

—Recuerdo muy poco. Supongo que la ceremonia concluyó de manera satisfactoria. Supongo que la gente se dispersó y se puso a chismorrear y a criticar. Seguí a mi recién adquirido esposo por otro pasillo, no por el que me habían traído, sino por uno que conducía a otra zona del palacio. Recuerdo que le miraba mientras caminaba unos pocos pasos por delante de mí, cojeando, agarrado a su bastón. Me gustó… el modo en que transformaba la dificultad y el esfuerzo en elegancia. Imaginé que lo veía sonreír, en secreto, por mí. Recuerdo que pensé, sin malicia, que era débil como la oveja que el león se lleva del rebaño para comérsela. Así que ya ves, yo fui la engañada.

No quise añadir nada a sus palabras. No de momento.

—Por delante de él, su padre, el Gran Amenofis, encabezaba la procesión. Lo había imaginado como un gran héroe, el constructor de monumentos, un amigo fiel de los dioses. Pero ¿quién era realmente aquel viejo que resoplaba bajo el incómodo peso de su propio cuerpo, se quejaba de un terrible dolor de muelas y maldecía por el calor?

«Llegamos a una cámara privada y me vi rodeada por mi nueva familia. Amenofis se volvió hacia mí, me tomó por el mentón y examinó mi rostro como si fuese un jarrón. "¿Estás al corriente, muchacha, de las habladurías y las críticas que han precedido tu llegada a nuestra familia?" No dejé de mirarle a los ojos. En mi mente, todas esas impresiones y pensamientos resonaban como en una tormenta. Me sentí como una hoja arrastrada por un poderoso río, el río de la historia. "Pronto entenderás cómo son las cosas. ¿Has oído las loas que han recitado para ti los poetas?" Negué de nuevo con la cabeza. "Haz honor a esas loas." Era un hombre severo. Le olía el aliento. Pero me gustó. Su esposa, Tiy, mi nueva madre, no dijo nada. Su cara parecía de piedra.

Se acercó a mí y volvió a sentarse. Bebió un poco del agua que le ofrecí. Retomó su historia:

—Cuando el sol ya estaba tocando el horizonte en aquel día de cambios radicales, fui conducida a una capilla que no se parecía a ninguna que yo hubiese visto antes. No tenía nada que ver con los oscuros templos. Era un patio abierto, iluminado por la hermosa luz del sol poniente. En un momento dado, un disco de oro colocado en la pared recibió la luz justo en el ángulo adecuado y pareció arder. Convocados por Amenofis, todos alzamos las manos hacia ese súbito fuego hasta que, pasados unos segundos, disminuyó y acabó extinguiéndose. El cielo se tiñó de un rojo oscuro, después de azul oscuro y, finalmente, se volvió negro. El viejo me dijo: "Ahora tú también has recibido el gran don del único dios". Y se alejó cojeando. Para mí esa fue la última de las muchas revelaciones incomprensibles que habían tenido lugar aquel día.

»Aquella noche, me llevaron a la cámara de mi marido. No sabía qué me esperaba y creo que él tampoco. Nos miramos, inseguros y temerosos, y durante un rato, después de que se fuesen los últimos consejeros y diplomáticos y también las sirvientas, ninguno de los dos dijo nada. Me fijé entonces en un rollo de papiro sobre una mesa; él se percató de mi interés y empezamos a charlar. La primera noche de mi nueva vida hablamos. Y mi esposo me contó otra historia. Diferente a cualquiera que hubiese oído hasta entonces. Me contó la historia de los sacerdotes de Anión y sus múltiples posesiones, sus jardines y sus campos, sus enormes tierras en las que trabajaban miles de hombres, de su ejército de siervos, de sus legiones de sirvientes. Imaginé una gran fábula sobre una tierra de ensueño, pero él me dijo que me equivocaba. Que esa tierra tal vez fuese rica, gracias a los dioses, pero que a aquellos hombres y a aquellos sacerdotes, a pesar de sus plegarias y sus rezos, solo les interesaba el poder y la riqueza. Y que robaban. Dijo: "Mi padre no permitirá que eso suceda". Me dijo que nuestro sagrado deber era preservar el orden del Gran Estado y evitar todos los peligrosos intentos de desestabilización propiciados por los sacerdotes de Amón.

Sonrió.

—Yo era muy joven. Creía que todo era cuestión de hacer lo correcto o lo incorrecto. Ahora, por descontado, no tengo más remedio que pensar que el mundo es un juego de control y equilibrio, entre los sacerdotes y la gente, el ejército y las finanzas, un juego de negociaciones y compromisos respaldados por la amenaza de la fuerza y la muerte. Pero entonces creía que era una sencilla cuestión de hacer lo correcto o lo incorrecto.

Me permití hablar.

—Lo recuerdo. Amenofis forzó la reconciliación de las dos ramas de sacerdotes opuestas mediante un nuevo acuerdo. Fue una maniobra muy audaz. Y gracias al nuevo equilibrio de poder que consiguió, empezó a construir los nuevos trabajos de Tebas. Esa fue nuestra niñez.

—Sí. Nuestra niñez.

—Entonces, ¿por qué cambiaron las cosas? ¿Por qué los Grandes Cambios?

Me miró a los ojos.

—¿Tú por qué crees que ocurrió?

—Solo sé lo que he oído decir. Que los sacerdotes de Amón siguieron enriqueciéndose y que sus graneros guardaban más grano que los del rey. Que las malas cosechas y la llegada de nuevos inmigrantes estaban empezando a crear problemas.

—Y algo más. Algo que se pasó por alto. Y cuando pensaron en ello, una vez tuvieron que afrontarlo, se vieron obligados a llevar a cabo un acto de reconciliación todavía más audaz que el anterior. ¿Qué tienen en común todas las personas, sin importar el lugar del imperio en el que hayan nacido? ¿Cuál es la suprema experiencia de todos los días para los ojos de cualquier ser humano? Atón. La luz. Bajo su fuego, los demás dioses han quedado ensombrecidos. Ese fue un punto de inflexión para los dos.

Esperé para ver cómo proseguía.

—Te estarás preguntando: ¿cómo hemos llegado aquí? ¿Por qué elegimos construir la ciudad aquí, lejos de Tebas y de Menfis? ¿Por qué elegimos convertirnos en dioses? ¿Por qué lo hemos arriesgado todo para llevar a cabo esos cambios?

—Así es —asentí.

Nefertiti no dijo nada durante un rato. Me percaté de que una leve luz había penetrado en la cámara, contrarrestando la luz de las muchas lámparas, al borde ya de la extinción.

—Volvemos a la cuestión de las historias —dijo—. ¿Cuál de ellas debería contarte? ¿Debería hablarte del sueño sobre un mundo mejor y más auténtico? ¿Debería hablarte del día en que les ordenamos por primera vez a nuestros compañeros, a los nobles de palacio, a los jefes de la guardia, a los capataces de obra, a los funcionarios, a los oficiales menores y a sus hijos que se arrodillasen en la tierra ante nosotros y nos adorasen como adorábamos a la luz? ¿Debería hablarte de sus caras? ¿Debería hablarte del feliz nacimiento de nuestras hijas o de la tristeza por la falta de un hijo? ¿Debería hablarte de los enemigos, entre nuestras amistades, que actuaban contra nosotros, hombres del pasado a los que opusimos jóvenes leales? ¿O debería hablarte de lo que se siente, del placer de nuestra nueva libertad al dejar atrás las viejas constricciones, las viejas mentiras y los viejos dioses? ¿Conocer la hermosa fuerza del presente, las gloriosas posibilidades del futuro? Construimos este sueño con barro, piedra, madera y trabajo, pero también lo construimos con nuestras mentes, con nuestra imaginación, como si fuese un Libro de Luz, no un Libro de Sombras, que hay que leer, si se dispone del conocimiento necesario, como un mapa de la nueva eternidad.

La miré fijamente.

—¿Crees que estoy loca?

Me hizo aquella pregunta con absoluta seriedad. Así que podía responderle con sinceridad.

—No, loca no —dije.

—Muchos lo creen… en secreto. Sabemos lo que se comenta en las calles, en las mesas de los hogares, en los despachos. Pero nuestra ambición no es otra que
anjemmaat
. Vivir la Verdad. ¿Recuerdas el poema?

Tú creas las infinitas posibilidades partiendo de ti mismo:

ciudades, pueblos, campos, el viaje del gran río;

todos los ojos te ven en relación con todas las cosas

pues eres Atón, el de la luz sobre el mundo,

y cuando tú partes nada existe…

Recordé lo que había intuido al ver el Gran Templo por primera vez. Todos aquellos leales y cumplidores ciudadanos alzando sus manos como niños hacia la luz del sol; aquellos viejos sudando con dignidad durante la ceremonia de Meryra; y la pobre chica muerta con la cara destrozada. ¿Qué tenía todo eso que ver con vivir la verdad?

Se alejó de mí y se fue al otro extremo de la última sombra que todavía oscurecía el suelo.

—Pero ahora sé que exaltar la naturaleza humana, particularmente la propia, más allá de unos límites razonables, es un terrible error —prosiguió—. El compromiso apasionado con la idea de un mundo mejor puede esconder un profundo odio. Las creencias que exigen la transformación de los hombres acaban rebajando, degradando y esclavizando. Así es como pienso. Rezo por que no sea demasiado tarde.

Se abrazó a sí misma. El leve resplandor de las lámparas había dado paso a la azulada luz del alba que descendía por la escalera. Bajo esa luz, ella parecía menos espléndida, menos excepcional, más común, más humana. Había pequeñas arrugas de tensión y agotamiento en su cara. Se colocó un fino chal sobre los hombros para evitar el frío y se sentó más cerca de mí.

—Ahora veo el horror que hemos desatado. Es un monstruo de destrucción. Las calles están llenas de soldados, los hogares ya no tienen intimidad, el miedo ha invadido las ciudades como si se tratase de un ejército extranjero. He oído decir que una banda de medjay incendió un pueblo. Mutilaron los iconos de un templo, mataron, cocinaron y comieron los animales sagrados de los santuarios y después obligaron a los hombres a desnudarse y adentrarse en territorio salvaje. ¿Es ese el futuro con el que soñábamos? No. Eso es barbarie y oscurantismo, no justicia e iluminación. Incluso las cosas pequeñas, como jarras de ungüentos e incienso, se han prohibido si contienen símbolos de los viejos dioses. Es una locura.

No dije nada. Estaba de acuerdo con todo lo que había dicho. Pero esperé a que siguiese hablando.

—Pero Ajnatón no piensa así. Mi marido, el Señor de las Dos Tierras, no ve lo que está ocurriendo. Está obsesionado con su visión. Y engañándose a sí mismo, se dice que todo está bien; se está poniendo en manos de sus enemigos. Exige una gran entrega, un gran esfuerzo, una luz más potente para las vidas de todas las personas. Y, como es lógico, la gente ha empezado a odiarle. Ha acosado a los sacerdotes de Amón más allá de lo necesario y tolerable, y ha ordenado que se borren las imágenes y los nombres de sus dioses de las paredes de sus santuarios, e incluso de sus tumbas. Ha provocado que salgan a la calle exigiendo venganza. Hace caso omiso de las crecientes turbulencias en todos los rincones del imperio y de los llamamientos de ayuda por parte de nuestros aliados del norte. Los territorios son inestables, las caravanas son atacadas, y el trabajo que varias generaciones llevaron a cabo para extender y consolidar nuestro poder sobre los estados vasallos se ha perdido en un año. Las guerras locales se han recrudecido, la población ya no se siente segura para producir alimentos, las rutas de aprovisionamiento son ahora demasiado inseguras, los campos están abandonados y no producen más que malas hierbas, no se recaudan los impuestos, y los que se han mantenido leales a nosotros han perdido sus pueblos y sus vidas a manos de bandidos, cuya única lengua es el asesinato, interesados únicamente en el provecho inmediato. Pero por encima de todo, no da importancia a que haya hombres muy poderosos que desean manipular esta pesadilla, este caos, en su propio beneficio. Que haya monstruos en nuestras fronteras y pesadillas en nuestras puertas les va muy bien. ¿Empiezas a entender ahora por qué tuve que irme?

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