La reina pasó a mi lado, con gesto orgulloso y digno bajo la gran corona. Recordé todas aquellas gloriosas caras de piedra en el taller de Tutmosis, y fue como si la mejor de ellas hubiese adquirido vida en todo su aplomo, su equilibrio y belleza. Su cara mostraba contención y poder. Pero yo aprecié en sus ojos, durante un momento en que ella me miró, aquellos retazos dorados de dolor. Cerró la puerta tras de sí, y desapareció.
En el vestíbulo se produjo un estallido de voces marcado por la controversia, gritos y discusiones. Un dolor que me dejaba sin aliento sobrecogió a mi corazón. Najt lo notó.
—Salgamos —dijo.
Mientras nos abríamos paso entre la multitud intenté recuperar el aliento. Necesitaba hablar, seguir pensando, avanzar, como había hecho ella, hacia mi futuro. Necesitaba evitar el dolor de ese momento.
—¿Cómo va tu jardín? —Fui muy consciente de la irrelevancia de mi pregunta.
Najt sonrió, comprensivo. Había olvidado lo bien que me caía.
—Oh, sigue luchando con el desierto, como siempre —dijo—. Pero yo voy a regresar a Tebas ahora que todo ha cambiado. ¿Por qué no vienes conmigo?
Jety y yo nos quedamos en el embarcadero mientras el bote de Najt ultimaba los preparativos. La ciudad se estaba vaciando. El muelle era un caos de botes y cargueros, pero un nuevo sentido del deber parecía unificarlo todo. La gente sabía, una vez más, en qué creer. Por mi parte, no podía esperar un minuto más para dejar atrás aquel terrible espejismo.
—Ve con tu familia, Jety. Vuelve a casa. Estaremos en contacto. Estoy seguro de que volveremos a vernos.
Él asintió.
—Y tú con la tuya. Eso es ahora lo más importante.
—Gracias. Y sigue intentando tener un hijo.
—Así lo haremos.
—Algún día recordaremos juntos todo lo ocurrido aquí delante de una buena copa de vino del oasis de Dajla.
Asintió de nuevo y me abrazó. Qué extrañas son las despedidas cuando las palabras no son suficientes.
Tras esto me adentré en el Gran Río que había de llevarnos a todos a nuestros distintos destinos. Cuando el bote se alejó de aquella tierra extraña e irreal, vi a Jety allí de pie, observando y despidiéndose con la mano, empequeñeciendo con la distancia, finalmente; tomamos la gran curva del río, y tanto él como la ciudad desaparecieron. Me pregunté durante unos segundos si regresaría allí algún día, y si así era, qué encontraría a mi vuelta. Entonces miré hacia delante, hacia Tebas.
De mi viaje de vuelta a casa tengo muy poco que decir excepto que fue demasiado lento, ya que el viento del norte soplaba en nuestra contra. No tenía más paciencia de la que echar mano, y no podía dormir. Mi corazón latía demasiado rápido. Observé el mundo inmutable que iba dejando atrás: la bella luz del alba sobre los pantanos; los sombríos e impresionantes bosquecillos de papiros; el ganado bebiendo en la orilla; las mujeres lavando platos y ropa en el agua; los niños jugando con nada en concreto, usando su imaginación, saludándonos con entusiasmo al pasar a su lado; el cielo siempre del mismo color azul, los campos del mismo color verde neblinoso, que poco a poco adoptaban un tono dorado; el agua en movimiento con sus interminables reflejos cambiantes: plateados, verdosos, grises, ambarinos; y la oscuridad de las profundidades desconocidas bajo la quilla.
Recordé el viaje en dirección contraria, hacía ya un buen puñado de días, con este diario prácticamente en blanco, sin el menor conocimiento de cómo iban a ir las cosas. Y ahora que estoy aquí sentado, a la luz del alba, a medida que nos acercamos al gigantesco y glorioso caos de la ciudad de mi vida, con sus familiares ruidos y gritos, calles y secretos, olores y perfumes, bellezas y catástrofes, puedo decir que estoy contento pero también que tengo miedo. Los dioses me han recompensado con un regreso placentero al lugar del que partí. Pero ¿realmente regresamos alguna vez de viajes como el que me ha tocado vivir? Sin duda volvemos cambiados al lugar del que salimos. No somos los mismos. «¿Cómo sabes lo que sabes?», me había preguntado Nefertiti. Solo hay una respuesta para eso: «Porque esto ha ocurrido. Porque ahora ella ha desaparecido para siempre». Esa es la verdad de una historia verdadera. Algo se pierde. Algo se encuentra. Y vuelves a perder ese algo.
Me despedí de Najt.
—Volveremos a encontrarnos —dije—. Estoy seguro de que el futuro nos depara algo bueno. Ven a verme y charlaremos sobre el mundo, sus cambios y sus jardines. —Creía en lo que le dije. Le abracé, era un hombre al que conocía y en el que podía confiar, con cariño y gratitud.
Eché a andar hacia mi calle con la primera luz de la mañana, de vuelta a los conocidos pasajes y plazas; dejé atrás las caras tiendas en las que se vendían monos y pieles de jirafa, huevos de avestruz y colmillos grabados; dejé atrás los familiares puestos del callejón de la Fruta, y los talleres de madera y metal recién abiertos para afrontar el nuevo día. Bajo los tejados, los niños daban saltos y los pájaros cantaban, sin conocimiento alguno del oscuro mundo que se desplegaba más allá. Por fin de vuelta a mi vida y a mi hogar.
Llegué hasta la puerta de madera. Recé una oración al pequeño dios del nicho, aunque él sabía que no creía en él, y después abrí la puerta. El patio estaba limpio y ordenado, el olivo seguía verde y plateado. Escuché el silencio. Al cabo oí la voz de una niña haciendo una pregunta, y después otra, en la cocina. Entré en la estancia, y allí estaban, mis hijas y Tanefert, con su cabello del color de la medianoche, y su fuerte nariz, y sus ojos que de repente se anegaron en lágrimas. Las abracé a todas, durante un largo, un larguísimo rato, sin atreverme a creer, todavía, que la vida podía ofrecerme semejante felicidad.
Me gustaría dar las gracias a Broo Doherty, a mis agentes Peter Straus y Julia Kreitman, y a Bill Scott-Keer y su fabuloso equipo en Transworld, por haber hecho posible este libro, y después mejorarlo.
Gracias también a Carol Andrews, BA PADipEg, a Lorna Oakes del Birkbeck College y a Raafat Ferganie por compartir sus amplios conocimientos con semejante amabilidad y generosidad, y a Patricia Grey por ayudarme con ciertos signos. Como siempre sucede, la interpretación de los hechos —junto a cualquier clase de falta o error— es únicamente responsabilidad mía.
Por sus consejos y comentarios respecto a varios detalles me gustaría darles las gracias a Walter Donohue, Mark Stuart y Bevis Sale.
A las brillantes niñas Siofra, Grainne, Cara y a sus padres, Dominic Dromgoole y Sasha Hails, todo mi amor y agradecimiento por la inspiración y la felicidad.
Y, por encima de todo, gracias a Paul Rainbow por compartir este viaje conmigo, por leer y releer, y decir siempre las palabras adecuadas en el momento justo; como dice una canción del Reino Nuevo: «Tú has elevado mi corazón».