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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El reino de las sombras (40 page)

No tenía tiempo para preocuparme por él en ese momento. Mi más inmediato deber consistía en proteger y resguardar a aquellas niñas y a su madre, alejarlas de Horemheb; después ya pensaría en el siguiente movimiento. Miré a Senet, quien llevaba en brazos a la pequeña Setepenra. Parecía desolada. Miraba hacia el lugar en el que había visto a Ay. ¿Quién era él para ella? Como salido de la nada, Jety apareció a mi lado y cogió a Neferneferura; yo agarré a Anjesenpaatón y a Neferneferuatón y, colocando a Senet entre nosotros, corrimos contra la fuerza del viento y la arena en dirección a la torre más alejada. Nefertiti nos seguía con Meretatón y Meketatón, y con Ajnatón cogido de la mano. El, mientras se esforzaba por mantener la corona en lo alto de su cabeza, cojeaba contra la tormenta que estaba poniéndole cerco a él y a su nuevo mundo.

Logramos alcanzar la torre oriental. La tormenta había empujado a todos hacia el extremo occidental del templo; los soldados también habían abandonado sus posiciones y se habían marchado. Pero Jety y yo pudimos ver varias siluetas entre la bruma de arena: figuras armadas que avanzaban hacia nosotros, apartando a los pocos viejos o personas aturdidas que quedaban dando tumbos completamente desconcertados y desesperados, cegados por la violencia de aquel viento. Intenté mirar más allá de donde nos encontrábamos y vi que lo peor estaba a punto de llegar: la gran ola de la tormenta ya estaba sobre la ciudad. Estábamos atrapados.

—¿Cómo vamos a salir? —grité intentando imponerme al viento ensordecedor.

—¡Entremos en el santuario! —respondió Nefertiti.

Miré de nuevo y vi, corriendo entre la tormenta y librándose de todo lo que le salía al paso, la imponente silueta de alguien conocido, con una cabeza de cabello muy corto y tupidos rizos. Mahu. No tardaría en alcanzarnos.

Corrimos al interior del prohibido santuario. En la pared de piedra, justo donde había una figura de sí misma pintada, Nefertiti empujó una puerta estrecha y baja en la que yo no me había fijado nunca hasta entonces. Eché la vista atrás y vi que Mahu entraba en el santuario; gritó, pero yo no pude oír sus palabras. No tenía intención de pedirle que las repitiese. Hice que todos se apresurasen al interior y cerré la doble puerta a mi espalda, cruzando el grueso madero de seguridad para atrancarla. De pronto, el pandemonio de la tormenta pareció silenciarse de golpe. Toda la gloriosa parafernalia dorada de la realeza parecía ahora falsa, más propia de unos pretenciosos disfraces. Ajnatón se había transformado en un viejo confundido, incapaz de mirar a nadie a los ojos. Las niñas estaban aterrorizadas, tosían en brazos de su madre, que no dejaba de arreglarles el pelo y besar sus ojos doloridos por la arena. En el exterior, el viejo y Mahu daban golpes y gritaban, intentando entrar. Jety y yo nos permitimos el lujo de dedicarnos una rápida sonrisa de medio lado al oír al jefe de policía y sus desesperados golpes al otro lado de la puerta.

Allí dentro apenas había luz. Me sentía intensamente mareado. Entonces alguien sacó un pedazo de pedernal y surgió una chispa. La lucecita tembló y después se convirtió en fuego. Hicimos un círculo alrededor de la llama. Ajnatón miró a Nefertiti con furia. Se disponía a hablar, pero ella se llevó los dedos a los labios. Incluso entonces mantenía el control.

Una lámpara recién encendida reveló unos escalones que se adentraban en la oscuridad. Nefertiti, esa mujer acostumbrada a pasadizos y a mundos subterráneos, encabezó la marcha y nosotros la seguimos, agradecidos de poder movernos, contentos de que alguien nos dirigiese. Nadie habló, y cuando una de las niñas empezó a llorar a causa de la fatiga, Nefertiti la calmó. Cuando el pasadizo se dividió, ella escogió el camino a seguir sin dudarlo. Tras lo que me pareció un largo rato, llegamos a otro tramo de escalones de piedra, medio enterrados por la arena, que llevaban a otra trampilla de madera. La empujé, pero apenas se abrió un par de centímetros. Volví a intentarlo, pero parecía soportar un peso inesperado. Debía de ser arena, depositada encima de nuestras cabezas; el paisaje podía cambiar radicalmente tras una noche de tormenta, y volverse irreconocible. Cabía la posibilidad de que no pudiésemos escapar de ese Otro Mundo. Observé la llama de la lámpara. Estaba desvaneciéndose. Jety se colocó a mi lado bajo la trampilla, apoyamos los hombros en ella y empujamos con fuerza. Se abrió más o menos treinta centímetros, lo que permitió que se colase un torrente de fría arena en el interior. Escupimos y tosimos tras dejar que la trampilla se cerrase de nuevo. Empujamos una vez más, gruñendo como dos forzudos en un espectáculo, y la trampilla crujió sobre nuestras cabezas; fue abriéndose, poco a poco, al tiempo que la arena nos caía encima.

La fuerte luz nos cegó. Aparecimos en una llanura desierta al este del centro urbano, cerca de un altar. Por suerte, no había nadie cerca. Hice visera con la mano. Miré hacia la ciudad y vi cómo la tormenta, que había desaparecido como si jamás hubiese existido, se había llevado tejados y había apilado basuras y restos contra las paredes de los principales edificios. La auténtica devastación debía de apreciarse en las calles, y me imaginé el caos que imperaría en ellas. Y ahí estaba el hombre que había creado todo aquello, Ajnatón, bizqueando y arrastrando los pies por aquel desbarajuste. Su gran sueño parecía haber saltado por los aires.

No podíamos quedarnos allí, bajo el azote del calor y la luz. Necesitábamos refugiarnos bajo techo, beber agua, comer y… trazar un plan. La ciudad quedaba a un lado, pero sin duda entrañaba un serio peligro. Los opositores al rey no tardarían en aprovecharse del desastre causado por la tormenta, del juicio implícito del dios, del catastrófico fracaso del festival y del duro revés sufrido por el prestigio y el poder de Ajnatón. Recordé el gesto decidido en el rostro de Horemheb. Supuse que se habría puesto al mando de la situación de inmediato. El desierto quedaba al otro lado, y solo ofrecía malos espíritus y muerte. Nuestra única posibilidad era buscar refugio en alguna de las tumbas de los acantilados, preferiblemente cerca del río, para así poder usarlo como vía de escape. Pero ¿para escapar adonde? Dejé de pensar. Ahora no había tiempo para ese tipo de consideraciones. Ya pensaría en ello después.

—Los artesanos que trabajan en las tumbas sin duda deben de disponer de suministros básicos: agua, comida… —dije—. Allí podremos descansar.

Nefertiti asintió.

Echamos a andar hacia los acantilados del norte tomando la ruta más alejada de los límites de la ciudad. Jety, Senet y yo llevábamos a las niñas más pequeñas a hombros, y las niñas mayores iban a pie. Nefertiti les cantaba ahora como una madre, pero su padre seguía arrastrando los pies y mascullando para sí. Meretatón caminaba con el ceño fruncido a su lado. En ese estado se encontraba la familia real en la tarde de ese extraño día.

Cuando llegamos a las tumbas, el sol había empezado a descender de nuevo sobre los acantilados occidentales. Nuestras alargadas sombras se desplazaban con dificultad a nuestro lado. Las niñas tenían mucha sed; las mayores guardaban silencio, y las más pequeñas cabeceaban rendidas de, sueño. Nos detuvimos en la base de las rampas de arena que llevaban a las entradas de las tumbas, situadas a unos quince metros de altura en la cara de la roca de los acantilados. Algunas de ellas tenían sus columnas y sus puertas casi completadas; otras no eran más que puertas bajas de madera que protegían las obras en construcción. Jety y yo bajamos a las niñas dormidas que llevábamos a hombros y, muy rápido y en silencio, ascendimos una de las rampas para comprobar que las tumbas estuviesen realmente desiertas. Pasamos de una cámara a otra, pero no encontramos a nadie. Tan solo pilas de herramientas y, por suerte, jarras con agua fresca.

—Elegid una tumba —le dije a la reina.

No sonrió, se limitó a señalar una de las que se encontraban más hacia el oeste. La arena y la grava acumuladas llegaban hasta la rodilla. Pasamos bajo un dintel sin inscribir y penetramos en una sala grande y cuadrada, de unos cinco metros de altura. De ese modo gastaban los ricos sus fortunas. Estaba muy bien proporcionada; cortada directamente en la roca, sin duda había requerido el trabajo de buenos artesanos durante varios años. El techo descansaba sobre un bosque de poderosas columnas, todas blancas a excepción de las que estaban en medio, que lucían grabados pintados. Había escenas inacabadas pintadas en las paredes; presidiendo cada una de ellas había imágenes grabadas de la familia real adorando a Atón, y de la familia propietaria de la tumba, adorada a su vez por dos figuras arrodilladas, un hombre y una mujer.

Observé con atención la cara de aquel hombre rico cuyos restos descansarían para siempre en aquel lugar. Me resultaba familiar. De súbito, supe a quién pertenecía aquella tumba: Ay. Miré a Nefertiti. Miraba hacia otro lado, concretamente hacia la dorada luz de la tarde que entraba directamente por la puerta principal. Ella era la que había escogido aquel lugar. Quería estar allí.

41

La última luz se apagó y todo se volvió oscuro. La reina estaba sentada fuera, observando, rodeando con sus brazos a sus hijas ya medio dormidas; su vestido dorado ya no brillaba y tenía varios desgarros. Senet estaba sentada al lado, helada a pesar de ser una noche cálida. Meretatón permanecía despierta, sentada sola, con la mirada fija no en la puesta de sol sino en el suelo. Su madre la miró de soslayo, pero parecía haber decidido dejarla tranquila de momento. Ajnatón seguía dentro de la cámara mortuoria, acurrucado en un improvisado colchón colocado en un oscuro rincón.

Jety y yo encontramos lámparas y una pequeña provisión de mechas.

—Han añadido sal al aceite —dijo, susurrando sin razón alguna. Tal vez porque estábamos en presencia de Ajnatón; tal vez porque no le apetecía escuchar su propia voz.

—¿Y eso por qué?

—Para evitar que el humo ensucie el trabajo del techo. Mira.

Se subió a una escalera apoyada contra una columna sin grabar y reveló, gracias a la luz de la lámpara, una senda de estrellas doradas —el reino celestial de la diosa Nut— sobre el sereno color índigo de la noche. Durante unos segundos pareció un joven y polvoriento dios entre sus constelaciones, blandiendo el sol en su mano, con una sonrisa dibujada en la cara como si se maravillase de lo que había sido capaz de hacer. Vi que Ajnatón se había dado la vuelta y también contemplaba la vieja visión de la creación en el techo.

Tras un instante de silencio, le dije a Jety:

—Baja ya.

El brillo de la luz bajó hasta nuestra mortal condición y Jety fue de nuevo él mismo.

—Disponemos de mechas para unas pocas horas —dije—. Hay agua y algo de pan, pero no he podido encontrar nada más.

Jety inclinó la cabeza en dirección a la oscura figura de Ajnatón, que había vuelto a su postura original para evitar que la luz iluminase su cara.

—¿Qué vamos a hacer respecto a…?

Me encogí de hombros. No tenía ni idea. Era un problema que sobrepasaba largamente mis competencias.

—Traedme algo de agua —dijo Ajnatón desde las sombras.

Le llevé una copa y tuve que ayudarle a sentarse y a beber, como si se tratase de un inválido. Algo en su interior se había roto. Ahora parecía ligero y frágil. Bebió a pequeños sorbos.

—Tenemos que regresar de inmediato a la ciudad —dijo de pronto, como si el pensamiento acabase de ocurrírsele. Sus ojos, en la oscuridad, parecían embrujados, como si ya supiese que lo que quería era imposible, y que el hecho de saberlo y su propia impotencia lo hiciesen aún más necesario. Se esforzó para arreglarse un poco el hermoso atuendo ceremonial—. Insisto en que regresemos de inmediato.

No sé cómo llegó hasta allí, pero de repente Nefertiti estaba a su lado, hablándole con calma, intentando convencerle para que se tumbase, para que se pusiese cómodo. Me alejé. Había algo íntimo y terrible al mismo tiempo en el modo en que ella lo tranquilizaba, y también algo muy desagradable en su mirada.

Las niñas ya dormían. Meretatón observaba la escena en la que aparecían su padre y su madre grabados en la pared, a su lado. Un extraño gesto moldeaba su cara.

—Esa soy yo —dijo señalando a la mayor de las pequeñas figuras reunidas a los pies del rey y la reina en la Ventana de las Comparecencias para recibir la bendición del Anj de Vida. Apartó la mirada y la fijó entonces en su madre de carne y hueso, que intentaba tranquilizar a su padre. La niña me pareció más mayor y más sabia, como si hubiese aprendido demasiadas cosas mucho antes de lo aconsejable, las cosas más brutales y azarosas de este maltratado mundo. Deseé que mis hijas nunca fueran como ella.

—No vamos a regresar a casa, ¿verdad? —dijo con voz queda.

—No lo sé.

—Sí que lo sabes. Ahora todo va a cambiar. —Habló con todo el fiero candor de una niña enfadada. Después se alejó de mí con arrogancia.

Estaba en lo cierto, pensé al mirarla, era una niña que acarreaba el peso del mundo sobre sus hombros.

Me puse en pie. A la luz de las lámparas colocadas por toda la cámara la escena parecía la representación pictórica de una historia. Pero eso no era un libro ilustrado de historias con dibujos. ¿Adonde podíamos ir desde allí? Lo mejor que podíamos hacer era intentar resistir. Pero ya no podía calcular nuestras posibilidades. Salí fuera para pensar, y también para mantener la vigilancia. Jety estaba sentado en un nicho del acantilado, de guardia. Nefertiti salió conmigo, y observamos la llanura que se extendía al oeste y al sur de la ciudad. En la claridad de la noche pudimos ver cientos de puntos de luz de las lámparas; eran centinelas y soldados congregados en los controles. También vimos hileras de luces que se aproximaban y rodeaban dichos puestos, en busca de pases para salir del territorio de la ciudad y adentrarse en el desierto circundante.

—No sé qué sería mejor, si desplazarnos durante la noche o durante el día —dije.

Ella no respondió. ¿Me había oído? La miré. El silencio parecía haber formado una barrera entre nosotros, aunque no estábamos más que a un par de metros de distancia el uno del otro. Miré hacia las imperecederas estrellas.

Entonces, habló:

La tierra está a oscuras como si hubiese muerto.

Ellos duermen en sus cámaras, con las cabezas cubiertas.

Un ojo no puede ver al otro.

Los que hayan robado todos los bienes terrenales

—incluso aquellos que descansan bajo sus cabezas—

no podrán despertarse.

Todas las serpientes muerden.

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