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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El reino de las sombras (44 page)

—Esto no es todo, hay todavía más —dijo agarrándome firmemente del brazo, con los ojos chispeantes como un viejo en un asilo.

La cámara se abría hacia un mundo secreto: un parque poblado de árboles frutales, plantas y canalizaciones de agua. Al igual que el Otro Mundo, no parecía tener principio ni final. En una zona delimitada, jóvenes gacelas esperaban junto a unos pesebres. Estos estaban vacíos. Nadie había dado de comer a aquellos animales ahora abandonados. Encontré un almacén de grano y llené con celeridad los pesebres, aunque no supe bien por qué lo hice. Sin duda aquellas bestias no sobrevivirían mucho tiempo en aquel estado de dejadez. Vi que Ajnatón acariciaba a los animales mientras comían con deleite, tomándose su tiempo.

Nos adentramos en aquel verde jardín y con su bastón de oro fue señalándome todas las bestias y los pájaros, recitando sus nombres como si él mismo los hubiese creado. Pero, de repente, se puso furioso.

—Yo creé este mundo —gritó—. ¡Esta ciudad, este jardín! ¡Y ahora van a destruirlo todo!

Asentí. No había nada más que añadir.

El sol se adentraba ya en la Casa del Día. Me despedí de él con una reverencia. Él me agarró del brazo, me miró a los ojos y dijo:

—Que puedas respirar el dulce viento del norte y puedas avanzar por el cielo en brazos de la Luz Viva, Atón, y que él proteja tu cuerpo y alegre tu corazón, por siempre jamás.

Era una bendición, sincera, y me conmovió; era más de lo que esperaba. Después me hizo un gesto con la mano y desapareció en los dominios de aquel mundo verde. Esa fue la última vez que lo vi.

43

Nefertiti iba delante, montada en el carro de oro. Las princesas mayores iban detrás, en su propio carro, algo más pequeño. Sus pañuelos rojos y dorados ondeaban al viento, moviéndose como pájaros en la suave brisa de la mañana. Jety y yo las seguíamos, flanqueados por los guardias de Ay y sus flechas plateadas. El día, paradójicamente, lucía excepcionalmente hermoso, como si la tormenta hubiese limpiado el mundo natural y hubiese restablecido su prístino estado originario. Las aguas centelleaban y los pájaros cantaban. El río lanzaba destellos aquí y allá, desde detrás de los árboles. Pero a medida que avanzábamos por la ciudad, el mundo humano sí parecía haber cambiado. Los incendios habían destruido varias partes de los barrios, dejando tras de sí ruinas calcinadas. Una zona de almacenamiento todavía seguía en llamas. La gente vagaba sin rumbo fijo, con los rostros grises por las cenizas. Había cadáveres tirados en los callejones. Vi soldados cargando cuerpos en carros, los unos encima de los otros, sin mostrar respeto alguno.

Una tropa de los soldados de Horemheb controlaba el acceso al centro urbano, y habían levantado barreras para impedir el paso. Pero cuando los soldados vieron a la reina y a los hombres de Ay, se hicieron a un lado y pasamos sin que nos dijesen nada.

Empezó a agruparse una pequeña multitud a lo largo de la vía Real. La gente dejaba lo que estaba haciendo —ya fuese rebuscar en las basuras o arremolinarse alrededor de una fogata para protegerse del terror y la oscuridad nocturna— para observar con ojos como platos el paso de la reina en su carro. Cuando pasaba a su lado, algunos se ponían en pie y hacían profundas reverencias de respeto y adoración; otros gritaban desesperados, con las manos tendidas, suplicando. Todos la reconocían.

Cuando nos acercamos a los templos, vimos que los uniformados soldados de Horemheb estaban apostados en todos los rincones, en tanto que otros trasladaban a grupos de personas —los desconocidos integrantes de las delegaciones extranjeras que todavía quedaban en la ciudad— de un lugar a otro. Improvisados campamentos habían surgido casi literalmente de la noche a la mañana. Uno de los pozos había sido limpiado y una larga hilera de gente que portaba jarras y cubos esperaba para recibir su parte. En algunos puestos se vendía pan, sin duda a un precio muy superior del habitual, y la gente también esperaba haciendo cola en ellos. Allí donde mirase, las caras mostraban desconcierto y miedo, pues nadie sabía qué le había ocurrido a su mundo; todos parecían abrumados y desalentados por aquel súbito giro de la fortuna. Tropezaban o dejaban repentinamente de andar, como si hubiesen olvidado adonde iban y por qué.

Pero cuando veían a Nefertiti montada en su carro, esas mismas caras se iluminaban como si hubiesen encontrado finalmente algo en lo que creer; algo que habían perdido y que ahora recuperaban. Ella disminuyó la marcha como muestra de reconocimiento a los gritos y a las expresiones de apoyo y aprobación, cada vez más numerosas y sonoras. La gente, olvidando el miedo a los soldados, se empujaba entre sí para acercarse a la primera línea en la vía Real. Aquel no era el entusiasmo orquestado e insincero que le habían dedicado días atrás a Ajnatón; sus gritos salían del corazón. Algo en el espíritu de la reina se elevó para responder a aquella llamada. Yo también creí, en ese momento, que ella podía, después de todo, salvar algo de aquel mundo. Mi ánimo se aligeró levemente. Pero lo que esperaba un poco más adelante parecía de más difícil solución.

Acompañados por el sobrecogedor rugido de la multitud, las oraciones de apoyo en un caos de lenguas y la fanfarria de trompetas de los soldados, atravesamos la puerta y llegamos al amplio patio del Gran Palacio. Lo habían limpiado y se veía en orden. Las grandes estatuas de piedra de Nefertiti y Ajnatón estaban alineadas en el extenso espacio abierto, ocupado ahora hasta el último rincón por dignatarios, embajadores y jefes, sus escribas y ayudantes, sirvientes, aventadores y portadores de parasoles. Todos se volvieron para presenciar la llegada de la reina. Parecían haber estado esperando mucho tiempo. Se hizo una repentina y silenciosa quietud. Lo único que pude oír fue el roce de miles de togas del mejor lino del mundo cuando aquellas personas se pusieron en pie, esperando ser testigos del siguiente movimiento en el juego del poder. No vi a Horemheb o a Ay por ningún lado.

Nefertiti se detuvo. Todavía con las riendas de los caballos en la mano y luciendo con magnificencia la doble corona, se dirigió a los presentes desde su carro de oro.

—La noche ha sido larga y oscura —dijo—. Pero ahora ha salido un nuevo sol. Estamos aquí juntos para ser testigos de ello y celebrarlo. La sombra de nuestro Gran Palacio os ofrece protección, descanso y seguridad a todos vosotros. Hemos regresado. Os invitamos a uniros a nosotros.

Estaba reconociendo, sin llegar a decirlo de forma explícita, que el culto a Atón había tocado a su fin; que Ajnatón estaba ausente pero ella se encontraba allí presente y que se había producido un traspaso de poder. Ella era la materialización de dicho cambio político. Ella era el nuevo sol. Ella era el nuevo día.

Se produjo un largo silencio. Pero después, de forma gradual, un grave murmullo de aprobación se extendió entre la multitud. Los hombres asentían y se miraban unos a otros mostrándose de acuerdo. Eso era justo lo que deseaban y también lo que necesitaban escuchar. Empezaron a sonar aplausos, primero un tanto dubitativos, pero acabaron convirtiéndose en una sonora confirmación.

Nefertiti bajó del carro, con las princesas a su alrededor, y entró en el edificio principal como una dinastía de mujeres fuertes que estaban al mando. El gentío las siguió al interior. Intenté mantenerme a su lado mientras recorríamos los atestados pasillos. A pesar del clamor y la actividad, de las peticiones, las oraciones y las llamadas de atención, fue capaz de realizar discretos gestos de reconocimiento a las muestras de respeto de los escribas, administradores y supervisores —padres e hijos juntos para presenciar su retorno— cuando pasaba por los pasillos.

Finalmente entramos en un gran vestíbulo, cerca de la orilla del río. Jamás había visto una cámara con tantas columnas, centenares de ellas, coronadas por galones azules y blancos; sostenían un techo de estrellas celestiales. Me resultó irónico pensar que el sucio juego del poder y la política requiriese cámaras tan bellas para llevarse a cabo.

El vestíbulo se vio pronto atestado de dignatarios, y había todavía más gente congregada en los pasillos laterales y en las antecámaras. Nefertiti, acompañada por sus hijas, entró en la Ventana de las Comparecencias, se dio la vuelta y miró hacia la gente.

—He regresado —dijo—. Me presento ante vosotros no como diosa sino como mujer. Soy corazón, espíritu y verdad. Escuchad lo que tengo que decir, y transmitidlo a vuestras gentes. He venido a restaurar la verdad. Que todos lo sepan: la verdad debe prevalecer. Aquel que ose retarnos o deshonrar nuestra paz con guerra, corrupción o mentiras será considerado culpable de crímenes contra la verdad y contra las Dos Tierras. Esa es la verdad de los dioses, la verdad de
maat
y la verdad de mi casa.

La cámara permaneció en silencio. Todo el mundo atendía no solo a sus palabras sino también a lo que podían significar sus silencios.

—Y ahora debemos recompensar, a ojos del mundo entero, a aquellos que amamos y que nos han ofrecido su amor.

Entre las columnas y las cabezas de la gente poderosa que se encontraba allí vi que Horemheb se aproximaba a la ventana. Ascendió la plataforma ante ella, inclinó su arrogante cabeza y recibió un collar de oro, que Nefertiti colocó alrededor de su cuello. Él dio un paso atrás, hizo una reverencia, se arrodilló y descendió. Horemheb hizo todo aquello sin demostrar en ningún momento un compromiso auténtico. El siguiente fue Ramose. Él también recibió un collar, pero su reacción fue de auténtico orgullo. Parecía conmovido y aliviado. Otros fueron subiendo tras recibir la llamada del heraldo; eran figuras destacadas en la jerarquía cuya lealtad la reina necesitaba asegurar públicamente antes de iniciar las negociaciones, que serían realmente duras. Estaba reuniendo los elementos que amenazaban dividir la tierra, les hacía saber hasta dónde alcanzaba su autoridad y que tenían que obedecerla.

Oí que pronunciaban mi nombre. Todos callaron. Sin duda se trataba de un error. Volví a oírlo: «Rahotep, buscador de misterios». Me quedé paralizado. Oía mi propia respiración en los oídos y el corazón me latía desbocado. Al igual que en un sueño, vi cómo la gente se separaba para abrirme paso. Yo eché a andar, dejando atrás hileras de curiosos y caras sombrías, camino de la ventana. Subí a la plataforma y la miré a la cara, enmarcada por los iconos que demostraban su poder. Todo parecía cuajado de detalles: la clara luz de sus brillantes ojos, los colores —rojo, dorado y azul— en la ventana, las cintas rojas que colgaban de las fieras y protectoras cabezas de cobra por encima de nosotros, incluso el inesperado murmullo en la estancia.

Supe que la había encontrado, y entendí que la había perdido. Siempre había sabido que sería así. Ese era el final. ¿Sería absurdo decir que sentí como si estuviese nevando encima de mí, como si esos últimos instantes a su lado se hubiesen ralentizado hasta convertirse en algo así como intangibles, delicados y fugaces copos de nieve? Su cara transmitía una evidente ligereza. De nuevo estaba en posesión de todo su poder. Sentí que la tristeza se apoderaba de mi corazón. No era una tristeza positiva, clara como el agua dulce; era una tristeza más oscura y extraña, como un vino rojo como la sangre y deliciosamente amargo. Pensé en ella como en aquella caja que guardaba la nieve. Mi tesoro. Llevaría su recuerdo conmigo, y nunca lo abriría.

Ella alargó los brazos para colocar el collar de oro alrededor de mi cuello. Respiré hondo, quería atrapar su aroma. A esas alturas, ella era un ser distante, nada tenía ya que ver conmigo. Susurró una palabra: «Adiós». Di un paso atrás, sintiendo el desacostumbrado peso del oro y el honor sobre mis hombros; el regalo de un futuro mejor, lo único que podía entregarme. Me había recompensado con oro y con respeto. Lo había hecho frente al mundo. Y me había hablado.

Regresé a mi lugar, y en esta ocasión desperté el interés y, hasta cierto punto, la admiración de los hombres poderosos, que asentían al verme pasar. Las cosas habían vuelto a cambiar. El estatus, ese dios extraño y voluble, me había sonreído. Me detuve junto a Najt. Él hizo un gesto señalando el collar con una expresión de aprobación en el rostro.

Miré de nuevo hacia la ventana y vi a Ay, portando consigo su peculiar y fría atmósfera, su extraña capacidad para parecer de otro mundo. Fue el último en subir por la plataforma. La sala estaba en completo silencio, como si nadie se atreviese a respirar durante el encuentro entre aquellas dos grandes figuras.

Se miraron durante un momento; después Nefertiti colocó el collar alrededor del cuello de su padre como si se tratase de una cadena más que de una recompensa. Pretendía subyugarlo, obligarlo a que se sometiese a sus intenciones. Parecía haberlo logrado. El hizo una pequeña reverencia de respeto y dio un paso atrás. Pero en ese momento él alzó la vista, y con una sonrisa de la que yo desconfié al instante, unió las dos manos.

Desde un lado surgió una extraña y menuda figura: el joven que yo una vez había visto frente a Ajnatón. Caminó arrastrando la pierna apoyado en un bastón de oro bajo el brazo. Los golpecitos que hacía al caminar resonaron en la estancia silenciosa. Su rostro era anguloso y carismático, su cuerpo huesudo y flaco. No pude evitar sentir un escalofrío. Observé la cara de Nefertiti. Estaba conmocionada, como si hubiese visto un fantasma.

El chico llegó junto a la ventana y Ay le invitó a que se colocase a su lado. Nefertiti parecía no poder decir nada al respecto, de ahí que también le honrase con un collar. Los tres se quedaron quietos, la reina en su ventana mirando hacia el viejo y el joven. Algo hasta entonces desconocido adquirió forma para el futuro.

—¿Quién es ese chico? —le susurré a Najt.

—Se llama Tutanjatón.

—¿Quién es?

—Es un hijo real. Algunos dicen que Ajnatón es su padre, otros dicen que no.

—¿Y quién es su madre?

—Eso no lo sé. Pero estaría bien saberlo, pues ese chico desempeña un papel escrito por Ay en el Libro del Tiempo. Si el tiempo de Atón ha acabado, se restaurará el de Amón. Tal vez le pongan un nuevo nombre. Tutanjamón.

Entonces Ay invitó a la reina a descender. Así lo hizo, junto a sus hijas. Se abrió una puerta en el extremo más alejado de la sala. La cámara que se extendía más allá estaba oscura y llena de sombras. Se oyó un ruido de susurros y de arrastrar de pies a medida que los hombres le abrían paso. Nefertiti sabía que ahora tenía que caminar, cruzar aquella gran sala, dejar atrás a todos aquellos grandes hombres y adentrarse en la cámara oscura, con orgullo y dignidad. La siguieron Ay, Horemheb, Ramose y el chico que cojeaba. Volví a pensar en la Sociedad de las Cenizas. Me pregunté quién más tendría plumas. ¿Quién más esperaba en aquella habitación de sombras?

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