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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

El reino de las tinieblas (12 page)

Las zapatillas encendieron sus focos, supliendo con luz blanca el rojizo fulgor de las hogueras apagadas. Los aviones estaban fijos en el aire, como pegados al altísimo techo de la gruta. También el profesor Castillo encendió una lamparilla para examinar el objeto que tan cerca estuvo de matarle.

—Un proyector de rayos ultravioleta —dijo—. Suponía que este lugar estaba iluminado con esta clase de luz. El resplandor de las hogueras era para los hombres de cristal tan invisible como para nosotros la luz ultravioleta de sus focos.

Las zapatillas se apearon de las alturas del techo y algunas de ellas se posaban sobre las aguas mientras otras aterrizaban verticalmente en la playa.

—Shima —dijo Fidel al ministro de Tinné-Anoyá—. Deberías aconsejar a tus compatriotas que no se movieran de aquí mientras nosotros vamos en busca de los demás. Ya ves que hemos puesto en fuga a vuestros omnipotentes espíritus y que hemos cerrado la Gruta Tenebrosa. Algunos de tus hombres han muerto, pero hemos salvado muchos miles más, salvaremos si es posible a los que se han llevado los hombres de cristal y nadie más. A partir de hoy, será llevado jamás al estómago de Tomok por la maldita ruta tenebrosa.

Vaciló Shima mirando ora a las esbeltas zapatillas voladoras, ora a Fidel Aznar, ora a sus súbditos. En su obtuso cerebro comenzaba a abrirse paso la idea de que los hombres de cristal o no eran divinidades omnipotentes o su poder era menor que el de estos extraordinarios extranjeros bajados de las estrellas. Finalmente optó por seguir el consejo del terrestre, por primera vez y, ordenó a los empavorecidos hombres y mujeres de su raza que permanecieran allí hasta nueva orden.

—Tú vendrás conmigo —dijo Fidel poniendo su mano sobre el hombro de Shima.

El ministro tembló.

—¡Señor!… ¿Es preciso que te acompañe?

—Sí. Tú eres un personaje de crédito en Saar y quiero que veas por tus propios ojos el ocaso de los espíritus de Tomok para que luego lo cuentes en la corte de Tinné-Anoyá y se desvanezca la absurda divinidad de los hombres de cristal. ¡Vamos, sube a mi aparato volador!

Shima tocó con la punta de los dedos la brillante aerodinámica superficie de la zapatilla que le señalaba Fidel. El profesor Castillo le empujó por detrás y le obligó a subir a la cabina.

—Venga usted también, profesor —invitó Fidel—. Los demás que se repartan por los otros cazas.

Castillo y Fidel treparon hasta la carlinga del aparato. Este era capaz para seis personas. Fidel tomó el asiento del piloto y oprimió uno de los múltiples resortes que cuajaban el salpicadero. Automáticamente (por arte de magia para el ignorante de Shima), se corrió sobre sus cabezas la cubierta de cristal, dejándoles herméticamente aislados de la atmósfera exterior. Castillo y Shima ocuparon los dos asientos situados a espaldas de Fidel. El joven empuñó los mandos y puso el motor en marcha.

Suavemente como una pluma, la zapatilla, se elevó y penetró en el túnel por el que habían desaparecido los hombres de cristal y sus víctimas. Aparte de la luz que irradiaba la carlinga iluminada, un poderoso foco eléctrico alumbraba el camino desde proa. Detrás de Fidel, los demás pilotos pusieron sus cazas en marcha siguiéndole por el túnel.

Este era ancho y descendía en suave pendiente. El avión, seguido a corta distancia por sus congéneres, recorrió un millar de metros de túnel en línea recta y luego dobló un recodo hacia la derecha. El blanco cono de luz del faro pirata se quebró en mil destellos sobre las vítreas figuras de dos hombres de cristal.

Fidel llevó rápidamente la mano hacia una palanquita del salpicadero y tiró de ella hacia abajo. El artillero electrónico respondió. El radar emitió una onda que rebotó sobre las armas de las criaturas de silicio. El artillero captó la dirección del eco, dirigió hacia allí su proyector de Rayos Z y disparó, ejecutando todo este trabajo en una pequeñísima fracción de segundo.

No había fallos para aquel ágil artillero electrónico. Apenas sonaba el «tic» de la palanquita cuando un dardo luminoso, mucho más brillante que el faro pirata, brotó de la proa del aparato contra los hombres de cristal. Brillaron dos fogonazos. Las armas metálicas de las criaturas de silicio se desintegraron haciendo pedazos a los que las portaban.

El caza siguió volando por el centro del túnel, a igual distancia entre el techo y el piso de roca, y dobló una ligera curva. Inesperadamente surgieron ante los ojos de Fidel los rojos chisporroteos de las antorchas de los cautivos. Estos marchaban a modo de rebaño, apiñados y hostigados por las fustas metálicas de una fila de hombres de silicio que cerraban la marcha.

En realidad, Fidel Aznar apenas si llegó a ver los hombres de cristal. Doblar el caza el recodo, brillar las vítreas humanidades de silicio, brotar un dardo azul de la proa del avión y ver desintegrarse a los hombres de cristal fue todo una cosa. Fidel había olvidado cerrar el conmutador que tenía en plena liberta de acción al artillero electrónico, éste obró según la rapidez propia de una máquina y barrió de la faz del mundo a las criaturas de silicio y a un buen puñado de desgraciados indígenas.

El dardo azul desintegró las fustas metálicas que empuñaban los hombres de cristal dando origen a una explosión aterradora. Brilló el fogonazo y Fidel comprendió que había cometido un grave error; equivocación que anduvo cerca de tener graves consecuencias. La onda expansiva de las explosiones cogió al avión como a una pluma y lo lanzó hacia atrás contra una de las paredes del recodo.

Una multitud, rumorosa y agitada, venía apresuradamente hacia ellos agitando antorchas. Eran los infortunados «elegidos» de Tomok capturados por los hombres de cristal. Estos hombres y mujeres habían visto allá en la gruta caer a las criaturas de silicio bajo las armas de mágico poder de los extranjeros, sacando la lógica conclusión de que, puesto que hombres de carne y hueso como ellos liquidaban a los espíritus tenidos por omnipotentes. Tomok era una divinidad falsa.

Otras cosas habían influido también en el ánimo de los adoradores del dios de las Tinieblas, entre ellas el instintivo horror a la muerte y el apego a la existencia de todos los seres humanos. Estaban ansiosos de creer que su muerte entre las mandíbulas de los hombres de cristal no era indispensable, y habían aprovechado la primera oportunidad para ponerse a salvo. Tomok, al fin y al cabo, jamás inspiró amor a los indígenas. Estos le obedecían bajo el imperio del terror, más viendo surgir a unos seres más poderosos y benignos se pasaban en masa a sus filas. La súbita desaparición de la tropa de monstruos que les empujaba por la espalda fue la oportunidad que desesperaban encontrar. Y aquí estaban, aclamando a los extranjeros como a providenciales salvadores.

Un umbitano de cierta edad y palabra ardiente narró lo sucedido a Fidel.

—Es la mejor noticia que recibo en muchos días —aseguró el joven sonriendo—. Id, volved por el camino que habéis venido y esperad allí pacientemente a que destruyamos a los hombres de cristal y volvamos a liberaros.

La masa aclamó a los terrestres con el fervor que sólo puede sentir una muchedumbre que ha pisado los sombríos umbrales de una muerte horrible e injusta. Fidel se introdujo en la carlinga de su avión, corrió el cristal sobre su cabeza y empuñó los mandos. La larga fila de zapatillas reanudó su subterráneo camino cruzándose con grupos de indígenas que retrocedían hacia el río Tenebroso. Estos núcleos de fugitivos fueron haciéndose más escasos hasta concluir del todo. Inesperadamente, el avión desembocó en una gigantesca gruta dividida en cuadras por altos y lisos muros de cemento y acero. Bajo la brillante luz del foco apareció una vía férrea donde se veían algunas vagonetas abandonadas. Era la «cuadra» donde los hombres de silicio guardaban a sus víctimas según la tradición.

Toda la flota aérea entró en la gruta. Esta se comunicaba con otras inmediatas por túneles y arcadas formando un intrincado laberinto que los terrestres no se entretuvieron en explorar. Fidel decidió seguir adelante hasta ver dónde les conducía la línea férrea.

La flota se introdujo por un túnel bastante ancho, por el que discurría una vía doble. De vez en cuando el túnel se ensanchaba para formar varios apartaderos donde se veían filas de vagonetas. En ocasiones, estas grutas eran a modo de plazuelas donde empalmaban otras vías que se internaban a derecha e izquierda por negros y sombríos túneles. Esta singular línea férrea, en su interminable recorrido subterráneo, saltabas frecuentemente sobre rumorosos arroyos perdidos o sobre grietas abiertas ahí través.

—¿Qué habrá al final de esos otros túneles? —preguntó Fidel.

—Seguramente minas de hierro y carbón —repuso Castillo—. Los hombres de cristal conocen el uso del hierro.

Durante más de hora y media, la flota siguió el tortuoso camino subterráneo con las debidas precauciones. Iban dejando atrás apartaderos y más apartaderos con filas de vagonetas cargadas de mineral y a veces, también locomotoras eléctricas. Pero ni un solo hombre de cristal vio a lo largo de 1.000 kilómetros.

—La alarma ha cundido —murmuró Castillo—. Esto debiera significar que somos temidos.

El vuelo prosiguió durante quince minutos más. La vía seguía siendo doble, pero los apartaderos hacíanse más raros, cesando totalmente los ramales. El túnel ensanchóse de pronto de una manera curiosa. El brillante foco eléctrico, dardo luminoso de muchos kilómetros de alcance, se perdía en un caos de tinieblas al ser apartado de la vía. Ninguna gruta podía ser tan grande para que un rayo luminoso no tropezara con los techos o la pared de enfrente.

—¡Hemos llegado, profesor! —grito Fidel volviendo la cabeza.

—¿Cómo? —chilló Castillo.

—¡Estamos en el mundo interior de este planeta!

Castillo dejó a Shima y fue a situarse tras el respaldo del sillón de Fidel. Este le demostró lo que decía apuntando el faro pirata hacia abajo. El foco de luz iluminó los brillantes raíles, pero al ser apuntado hacia arriba oblicuamente se ahogó sin dejar rastro en el vacío.

—¿Lo ve usted? Estamos en el mundo de silicio… pero no hay sol como usted suponía.

—Tiene que haber un sol —gruñó Castillo—. Usted sabe tan bien como yo que no puede haber vida sin una fuente de luz. Me equivoqué en una cosa. El sol de este mundo está encima de nosotros arrojando cascadas de luz En el vacío, el rayo luminoso es invisible mientras no tropieza con un cuerpo opaco. El rayo de sol que los terrestres ven sería invisible si la luz no se reflejara en las moléculas de polvo en suspensión en el aire sobre estas tierras, pero nuestros ojos no ven… ¡porque es un sol ultravioleta!

No sintió Fidel la menor sorpresa. Durante su largo vuelo de 42 años a través del espacio, el Rayo había pasado por las proximidades de algunos soles cuya luz era ultravioleta; soles que despedían mares de llamas, pero que sólo podían ver los terrestres con auxilio de aparatos especiales.

—¡Qué extraño que la leyenda de los indígenas se ajuste tanto a la realidad! —exclamó Castillo—. Nadie de cuantos entraron por la Gruta Tenebrosa volvió jamás a la superficie del planeta, y sin embargo tienen nociones de las «cuadras» donde los hombres de cristal guardan sus víctimas y de este mundo sin luz. ¡El reino de las Tinieblas! ¿Por qué no se me ocurrió pensar que, si las criaturas de silicio no ven otra luz que la violeta, es porque en su mundo sólo brilla un sol de esta especie? La Naturaleza jamás hace nada sin una razón lógica. Adaptó sencillamente los ojos de las criaturas de silicio a la clase de luz que reinaba en su mundo.

—Esto quiere decir que nuestra expedición va a ser poco menos que infructuosa, ¿verdad? —rezongó Fidel volviendo su faro sobre las vías férreas—. Poca cosa veremos con nuestros proyectores. Los dos colores extremos del espectro solar o «arco iris»: el rojo y el violeta, son las dos fronteras de las vibraciones del éter visibles y, por lo tanto, también los límites del campo visual humano. Si la onda etérea se mueve a 400 billones de veces por segundo, se produce la luz roja. A los 800 billones de vibraciones por segundo, surge del éter el rayo violeta. Entre el rojo y el violeta están los otros colores del arco iris: anaranjado, amarillo, verde, azul claro y azul oscuro. Estos son todos los colores que ve el ojo humano, pero sólo representan una pequeñísima porción de las vibraciones etéreas. Si el ojo humano pudiera ver las vibraciones etéreas de más de 800 billones por segundo, el reino de lo visible aumentaría considerablemente para él, porque por encima del violeta comienza la esfera de los rayos invisibles. La abeja ve estas vibraciones ultravioleta para las cuales está ciego el hombre.

—Volveremos otro día con anteojos especiales para ver la luz ultravioleta —prometió Castillo. Y exclamó señalando hacia abajo —: ¡Eh… mire eso!

El foco de la zapatilla, que en este mundo sin aire parecía estar apagado, dejó ver la cola de un largo tren compuesto por medio centenar de vagonetas metálicas sobre las que chisporrotearon las vítreas superficies de los hombres de cristal. Estos habían visto a la zapatilla y dispararon contra ella envolviéndola en una deslumbrante chispa azul.

Fidel movió la palanquita que ponía en funcionamiento el artillero electrónico. Aquí, en espacio abierto, no había ningún peligro en liquidar al tren entero. El dardo de Rayos Z invisible en este vacío, convirtió al tren, a los hombres de silicio y a los raíles en una llama azul viva y fugaz, totalmente silenciosa. Como si una descomunal esponja se hubiera pasado sobre una pizarra, el convoy desapareció en una nube de moléculas que brillaron bajo el dardo de luz por una fracción de segundo. El avión pasó a través de esta nube y el artillero electrónico siguió aplicando la mortal caricia de sus Rayos Z contra los raíles metálicos de la vía. Ciento cincuenta millas de ferrocarril fueron desintegrados en un segundo, prolongando una línea de luz azul a través de las densas tinieblas. Sobre la superficie del globo y desde la escasa altura a que volaba la zapatilla, los Rayos Z, en su propagación rectilínea, sólo hubiera destruido una tercera parte de este enorme tramo, ya que la curvatura del horizonte hubiera ocultado el resto. Pero en este extraño mundo interior la curvatura del suelo era cóncava en vez de convexa. Si los ojos humanos pudieran ver la luz ultravioleta que alumbraba este mundo, la vista les hubiera mostrado un panorama infinito, tan grande como pudieran alcanzar a ver, y fue por esta inversión del horizonte por lo que un tramo de 150 millas ardió en una raya azul ligeramente doblada «hacia arriba».

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