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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

El reino de las tinieblas (10 page)

La reja, ante la que se apelotonaban canoas y almadías, era, mirándola bien, todo un puente sobre cuya plataforma se movían umbitanos… y unas figuras siniestras que arrancaron una exclamación de horror de labios de Verónica.

—¡Hombres de cristal!

Sí, eran los tristemente famosos hombres de cristal. Estaban en gran número sobre la plataforma del puente y en la playa de la izquierda, moviéndose ente las hogueras y una multitud de indígenas a quienes, sobre ser muy altos, les llevaban toda la cabeza en estatura. Su figura estaba de acuerdo con la descripción que de ellos hacía la estatua de Tomok sobre la Colina Sagrada de Umbita. Tenían el tronco triangular, sobre éste una cabezota esférica, dos brazos rematados por poderosas pinzas y dos piernas que acababan en una especie de garras de gavilán. Se diferenciaban del dios del bronce en que sus cabezas eran completamente esféricas, parpadeando en su interior, a través de la envoltura transparente, una esfera más pequeña color sangre. Aparte de esto se diferenciaban de la efigie de Tomok en que sus extraordinarios organismos tenían la limpia transparencia del cristal.

Mientras la almadía navegaba lentamente hacia el movedizo piso formado por las balsas de troncos de los «elegidos». Fidel miró en tomo con curiosidad.

Era fácilmente comprensible la función que desempeñaba aquel puente con rejas. Era a modo de un colador. Los barrotes dejaban pasar el caudal del río Tenebroso, pero inmovilizaban las plataformas flotantes y las canoas dando lugar a que se formara un pavimento acuático sobre el que andaban los indígenas hasta echar pie a tierra en la playa. Aquí se veían gran número de hombres de cristal haciendo señas a los indígenas para que saltaran de las balsas, alimentaran las grandes hogueras con canoas sacadas del agua y marcharan ordenadamente hacia un agujero de respetable tamaño que se alzaba a unos 10 metros sobre el nivel de la playa y al que se llegaba por una serie de altos escalones abiertos a pico en la roca. La balsa tripulada por los españoles pasó ante la playa y se detuvo al chocar blandamente contra la remesa de troncos paralizados por la reja. Algunos hombres de cristal iban saltando de plataforma en plataforma con ágiles movimientos, sacando de sus canoas a los remisos a golpes de unas largas fustas cogidas entre sus pinzas. Una de estas criaturas de silicio, saltando de una balsa a otra, se acercó a la que tripulaban los terrestres.

—Bueno —masculló Ricardo Balmer empuñando su ametralladora. Ahí tenemos a nuestros famosos hombres de cristal.

El monstruo saltó a una almadía contigua a la de los españoles. El rojo corazón alojado en el interior de su cabeza esférica despidió furiosos destellos de luz mientras la pinza vítrea levantaba la fusta. Fidel Aznar, que como sus compañeros habíase puesto de cuclillas al entrar en la gruta, saltó en pie empuñando su pistola láser.

Capítulo 8.
Dos naturalezas frente a frente

E
l hombre de cristal se detuvo. Su vítrea pinza quedó inmóvil en el aire, vibrante la fusta en lo alto. El rojo corazón alojado en el interior de la cabeza esférica despidió rápidos guiños de luz.

Del otro lado, separados por dos metros de agua, Fidel Aznar, hijo del remoto planeta Tierra, irguió su cuerpo enfundado en una sólida coraza de titanio. Los ojos del terrestre, detrás de la mirilla de cristal azulado de su escafandra, miraron de hito en hito a su enemigo. Dos hombres de distinta naturaleza, el uno de carbono y el otro de silicio, hijos ambos de dos mundos opuestos, se contemplaron con curiosidad durante un breve minuto.

Observó Fidel que la extraña criatura llevaba colgada sobre el pecho, pendiente de una tira de cristal, una funda de forma misteriosa. La pinza izquierda de la criatura de silicio soltó la fusta y bajó con celeridad hacia esta funda. Fidel, intuyendo que su enemigo iba a empuñar un arma cuyo poder desconocía aún, tiró del gatillo de su pistola eléctrica.

Brilló un rayo azul acompañamiento de seco restallido. La chispa eléctrica, capaz de fulminar a un toro, descargó sobre la cabeza del hombre de cristal. Este dio un salto atrás. Fidel creyó haberle matado, pero el movimiento de su enemigo fue sólo de sobresalto. La descarga eléctrica no pareció afectarle lo más mínimo. Con una velocidad prodigiosa, mientras brincaba hacia atrás, el hombre de cristal extrajo de la funda un objeto desconocido, del que brotó una chispa eléctrica.

Fidel Aznar se vio envuelto en una deslumbrante llama azul. La coraza de titanio que vestía el español, forrada interiormente con una doble capa de caucho espumoso y fibra de cristal, era absolutamente aislante. La descarga eléctrica no afectó a Fidel lo más mínimo, excepto en un fugaz y pasajero deslumbramiento notablemente atenuado por el cristal que protegía sus ojos contra la cegadora luz que desarrollaban las explosiones atómicas. No obstante, y como su movimiento instintivo había sido el de saltar atrás, sus pies se enredaron en los de uno de los indígenas y cayó aparatosamente de espaldas.

Ricardo Balmer, de rodillas sobre la trabazón de troncos de la almadía, enfiló al hombre de cristal con su fusil ametrallador y disparó desde la altura de la cadera.

Saltó la criatura de silicio en pedazos, en mitad de una violenta explosión que irradió una vivísima luz verde. El resto de los proyectiles fueron a estallar contra la pared opuesta de la gruta, desprendiendo grandes estalactitas que cayeron sobre el lago levantando surtidores de agua.

En los oídos de los terrestres, el ensordecedor trueno de las explosiones sólo llegó en forma de un zumbido, ya que los auriculares que captaban los ruidos producidos en el exterior de la envoltura de titanio estaban calculados para que no vibraran con los sonidos que pudieran dañar los oídos, Fidel cayó cuan largo era escuchando los significativos zumbidos de sus auriculares y quedó unos breves segundos atontado por la rapidez del ataque. En tan corto espacio de tiempo, sin embargo, Woona y Verónica se arrojaron a la vez… sobre el cuerpo lanzando sendos gritos. —¡Fidel!

—Woona apartó bruscamente a Verónica echándola a un lado y tomó entre sus manos la escafandra que encerraba la cabeza de Fidel. —¡Fidel… háblame…! ¡Cielos… lo ha matado! Ricardo Balmer también creyó que el disparo de la criatura de silicio acababa de fulminar a su entrañable amigo, y ciego de cólera, barbotando maldiciones, dirigió el cañón de su ametralladora contra los hombres de cristal que se erguían alertas sobre la plataforma del puente.

Habían visto, sin duda, parte del fulgor irradiado por las explosiones de los proyectiles atómicos, ya que también estos emanaban cierta cantidad de rayos ultravioleta pero todavía desconocían su procedencia a juzgar por su actitud desconcertada. El fusil ametrallador de Ricardo tableteó con furia demoníaca. La ráfaga de pequeños proyectiles atómicos barrió la plataforma con bestial ímpetu. Una línea de cegadoras explosiones corrióse a todo lo largo del puente lanzando miembros, troncos y grotescas cabezas de silicio en todas direcciones, así como rejas inverosímil-mente retorcidas, troncos astillados y pedazos de la obra de ingeniería.

¿Qué extrañas ideas cruzarían por aquellos exóticos cerebros de silicio al verse despedazados por una fuerza descomunal, quizá desconocida y con toda seguridad silenciosa? Los hombres de cristal de la playa se inmovilizaron irguiendo sus monstruosas cabezas sobre las de los indígenas. Para los terrestres era imposible averiguar la dirección de sus miradas, y ya, que el único «ojo» de aquellos seres estaba alojado en el centro de la bola que tenían por cabeza y era visible desde todas las direcciones, prodigio jamás igualado por las criaturas del reino de carbono.

Ricardo Balmer dejó de disparar contra el puente y volvió al fatídico cañón de su ametralladora contra la playa. Pero no disparó. De hacerlo aniquilaría a los centenares de indígenas mezclados con los hombres de cristal.

Fidel Aznar rebulló entre los guanteletes de titanio de Woona que acariciaban amorosamente la escafandra del español.

—¡Vive! —exclamó la amazona con indescriptible júbilo.

Fidel profirió un gruñido desapacible. En este preciso instante habiendo empuñado con celeridad sus pistolas eléctricas, los hombres de cristal lanzaron una descarga cerrada contra la balsa. Habían localizado, sin duda, la procedencia de las explosiones siguiendo la dirección de las miradas de los indígenas, y toda la balsa ardió bajo una formidable chispa azul, que aniquiló fulminantemente a los desgraciados hombres y mujeres de Umbita en ella alojados.

Los terrestres salieron incólumes de aquella formidable descarga eléctrica gracias a sus armaduras aislantes, pero los troncos de la almadía quedaron ardiendo como teas y empezaron a dispersarse sobre el agua. Fidel fue quizás el primero en notar que la plataforma flotante se deshacía y saltó en pie ágilmente.

—¡Fuera de aquí… la balsa se rompe! —Todavía cegados por el vivo resplandor de la descarga, los españoles se apresuraron a saltar a una almadía contigua. Los hombres de cristal volvieron disparar desde la playa, envolviendo a los terrestres en una nueva ama e incendiando los maderos. Woona sintió ceder La plataforma flotante bajo sus pies y se hundió en el agua entre dos troncos. Su armadura de titanio, ligera y llena de aire, la hizo flotar. Fidel alargó una mano y la ayudó a izarse sobre una almadía contigua, pero las diabólicas criaturas de silicio volvieron a disparar incendiando también esta balsa, y entonces fueron Fidel y Woona los que se precipitaron al agua.

Al volver a la superficie. Sin haber soltado a Woona. Fidel vio chispas eléctricas azuladas por todas partes, como si toda una tempestad eléctrica cayera desde el cielo sobre sus cabezas. Casi todas las balsas ardían con seco crepitar, derivando lentamente hacia el puente deshaciéndose al quemarse las cuerdas y lianas que mantenían unidas las trabazones de grandes troncos.

Mientras tanto, otras muchas balsas y canoas repletas de indígenas, cada vez en mayor número, habían seguido llegando a la gruta. Los indígenas, atraídos por la gente y las hogueras que ardían en la playa, hacían navegar hacia allí sus canoas y al almadías. Algunas de estas últimas, faltas de medios de dirección e impulsión, marcharon hacia la reja del puente, rota en algunos puntos por los disparos de Ricardo Balmer. Los terrestres, braceando desesperadamente en el agua para vencer la fuerza de succión de la corriente, trataron de alcanzar estas balsas. Pero los hombres de cristal que estaban en la playa hicieron fuego sobre las almadías asesinando a mansalva a sus tripulantes y convirtiéndolas en nuevas hogueras flotantes.

Cada vez a mayor velocidad, los españoles eran llevados hacia la reja. Brazos invisibles parecían tirar de sus pies hacia abajo, pero sus escafandras flotadoras les devolvían siempre a la superficie.

Difícilmente se ahogarían mientras aquellos trajes metálicos no se rompieran. Habían sido construidos para los vuelos interestelares, protegiendo a sus poseedores de las radiaciones ultravioleta, de los ardorosos rayos del sol inclemente del espacio, del espantoso frío de los grandes vacíos siderales, de la falta de presión y de la total carencia de oxígeno, siendo también protectores contra las descargas eléctricas, la radioactividad de las explosiones atómicas, los grandes golpes y los gases asfixiantes y corrosivos. Los hombres encerrados en aquellas conchas de titanio, totalmente aislados del ambiente exterior disfrutaban de calefacción y refrigeración según las necesitaran, respiraban el oxígeno de las botellas que llevaban a la espalda, oían los ruidos exteriores por auriculares, hablaban por micrófonos y altavoces y podían comunicarse entre sí o con una estación situada a distancia por medio de un diminuto aparato de radio.

No era el temor de morir ahogados lo que sentían los terrestres en estos momentos, sino el misterio que se ocultaba más allá del puente, hacia donde les atraía la poderosa succión del río Tenebroso. Fidel dejó a Woona en libertad para que, libre de movimientos, pudiera alcanzar con mayor comodidad uno de los postes de acero, y mientras braceaba encendió el aparato de radio individual alojado en la parte posterior de la escafandra, confiando en que sus compañeros recurrieran al mismo procedimiento, vista la imposibilidad de comunicarse de palabra.

En efecto, sus compañeros recurrían también a la radio y fueron respondiendo uno tras otro.

—¡Verónica…! Castillo… ¡Fernández…!… ¡Naden hacia las rejas y cójanse a ellas!

—¡Eso procuramos hacer, compadre! —contestó el vozarrón de Ricardo Balmer.

La brecha abierta en las rejas por los tiros de Ricardo era bastante grande. Fidel braceó entre las flotantes hogueras de las almadías hacia la izquierda y se asió con fuerza a uno de los sólidos barrotes que se hundían en el agua. Una escafandra venía velozmente hacia él arrastrada por la corriente. —¡Socorro… socorro! —gritó una voz. Fidel rodeó con el brazo que empuñaba el fusil el poste y alargó el otro cuanto pudo pescando al náufrago. Era Verónica Balmer. La muchacha se asió desesperadamente a él y luego se aseguró abrazándose al poste. Unos maderos flotantes pasaron junto a ellos envueltos en llamas. Los hombres de cristal habían dejado de disparar, y al cesar el estallido de las descargas eléctricas escuchóse, fragoroso y profundo, el imponente trueno de una cascada.

Comprendió Fidel ahora lo que significaba esta verja de acero. Más allá del puente, no muy lejos, el río Tenebroso se precipitaba en el misterioso abismo continuando su subterráneo camino sólo Dios sabía por qué ocultas rutas. Seguían pasando canoas y almadías deshechas, chisporroteando medrosamente sobre las aguas rojas por el fulgor de los incendios. Mirando hacia el otro lado de la brecha, Fidel vio a dos de sus compañeros abrazados a los postes. Les llamo uno por uno, pasando lista:

—¡Ricardo!

—¡Aquí! ¿Tienes ahí a mi hermana? —contestó el joven.

—Sí, está aquí, conmigo. ¡Castillo!

—¡Presente!

—¡Doctor!

Nadie respondió.

—¡Doctor Gracián! —repitió Fidel subiendo el tono de su altavoz.

—No está por este lado —repuso el profesor Castillo—. Vi una escafandra flotando entre dos maderos por el centro de la corriente. Seguramente era él.

Fidel tragó saliva y llamó:

—¡Capitán Fernández!

—¡Aquí, jefe! —gritó una voz lejana.

—¡Woona! —llamó Fidel en voz baja, creyendo que la indígena estaba entre el bosque de postes a corta distancia de él.

Pero nadie respondió. —¡Woooona! —rugió Fidel.

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