—Aquí hay cantidad, todo de excelente calidad. Ven…
Le aparté a un lado hasta que apoyó la espalda contra la pared, y acerqué mi cara a la suya.
—¿Dónde lo consigues? ¿Quién es tu proveedor?
Me miró con el ceño fruncido.
—¿A ti qué más te da mientras puedas comprar?
—Eso es asunto mío. Contesta a mi pregunta.
Me rechazó, y vi que acercaba la mano a su pequeño cuchillo de pedernal. Le agarré el brazo, le arrebaté el cuchillo de la mano y apoyé la hoja de mi daga contra su demacrada mejilla.
—¿Llamas a eso un cuchillo? Esto sí es un cuchillo.
Echó un vistazo a la limpia hoja de bronce pulido. El sudor perló su sucia frente.
—Responde a mi pregunta, y tal vez no te corte la nariz.
Sus ojos eran malvados y crueles, de modo que le hice un corte en la piel de la mejilla, poco profundo. Algunos clientes nos miraban sin moverse.
—¡Lo consigo en los muelles!
Se encogió.
—¿En qué lugar de los muelles?
Tardó demasiado en contestar, de modo que hundí un poco más el cuchillo. Una raya de sangre apareció y empezó a resbalar sobre su descarnada barbilla. La cicatriz resultante le recordaría siempre a mí.
—En los barcos…
Cambié la posición de la hoja para hacerle un corte diferente. Otra raya de sangre empezó a seguir a la primera y cayó de la barbilla al suelo en lentas gotas.
—No dispongo de todo el día.
—De un hombre…
—¿Cómo se llama?
—¡No lo sé!
—¿Dónde puedo encontrarle?
—No puedes. Yo no voy a su encuentro. Él es quien me encuentra a mí.
—¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cómo se llama?
—¡No lo sé, no lo sé! Hace las entregas por mediación de un intermediario, y recibe el pago… Nunca sé cuándo van a venir…
—¿Cuándo fue la última vez que vino?
No hubo respuesta, de modo que efectué otro tajo cruel con el cuchillo, y fluyó más sangre.
—¡Ayer! —gritó mientras se debatía.
De repente, una tormenta negra estalló en mi interior. Le golpeé con fuerza y cayó hacia atrás entre su clientela, que emitió débiles murmullos en su trance y contempló el alboroto. Dos desconocidos atravesaron la mugrienta cortina y se encaminaron hacia mí. Yo tenía el cuchillo preparado para atacarles, pero uno de ellos me puso la zancadilla, mi daga resbaló sobre el suelo dando vueltas y yo caí despatarrado entre los clientes. Cuando alcé la vista, el otro matón ya tenía dispuesta su arma, una larga y curva cimitarra. Mi mano agarró la pata de un taburete y lo arrojé con todas mis fuerzas. Pero el matón se agachó y el taburete se estrelló contra la pared, detrás de él. El hombre al que le había cortado la cara exhibía una sonrisa lasciva y animaba a los dos matones a asesinarme. Vinieron a por mí, pero de pronto una jarra se rompió sobre el cráneo del que blandía la cimitarra y se desplomó en el suelo. Cuando el otro se volvió, vi que Simut le golpeaba con fuerza en la cara con el canto de la mano y le rompía la nariz. Cayó de rodillas sujetándose la cara mientras la sangre caía sobre su pecho. Recuperé mi daga y Simut me arrastró hacia la puerta. El malvado individuo a quien había cortado la cara se había refugiado en un rincón.
—¡Déjale! —gritó Simut.
Pero yo le agarré por la garganta.
—Dile que Rahotep le anda buscando. Dile que venga a verme. ¡Si se atreve! ¿Lo has comprendido?
Asintió, aterrorizado, incapaz de respirar.
Y entonces Simut me arrastró hacia el mugriento callejón y hasta las calles concurridas. Estaba furioso.
—Lo que estabas haciendo aquí no tiene nada que ver con nuestra misión. ¡Es inaceptable!
—No es asunto tuyo —repliqué.
—¡Es asunto nuestro! ¿Cuál crees que es el objetivo de esta misión? ¿Una especie de oportunidad para que lleves a cabo una venganza personal?
Le miré.
—Najt te lo dijo, ¿verdad?
—Claro que me lo dijo. Se consideró que tu estado emocional podía entorpecer la misión. Pero fue Najt quien dijo que aceptaría la responsabilidad de tu comportamiento. Y ahora le has fallado.
—No se lo digas.
—Mi deber es decírselo.
Circulamos en silencio sentados en el carro hasta llegar al barco. Cuando estaba a punto de bajar, Simut volvió a asir mi brazo.
—Escúchame, amigo mío. Sé cómo te sientes. Todo es irreal salvo tu dolor y tu odio. Quieres vengarte. Pero esta misión es más importante que cualquier otra cosa. Y recuerda: hagas lo que hagas, Jety no volverá.
—¿Por qué todo el mundo me dice eso? —dije, y me revolví.
—Porque es verdad.
El viento de la rabia murió de repente. Me sentía cansado. Simut soltó mi brazo.
—Todas las noches, cuando me acuesto, veo su cara —expliqué.
—No voy a mostrarme condescendiente diciéndote que el tiempo lo cura todo. Tampoco contaré nada a Najt. Pero, amigo mío, te ruego que sigas mi consejo. Concéntrate en la misión. Si fracasamos, temo que el Fin de los Días llegará para nosotros.
Esa noche, más tarde, cuando por fin se apoderó de mí el sueño, soñé que habían cosido a mi boca y mi lengua una delgada cuerda, cubierta de sangre coagulada, y que luego descendía por mi garganta hasta el corazón, adonde estaba atada con un grueso nudo negro. Y el nudo se estaba alimentando de la sangre negra de mi corazón, y se hacía cada vez más grande. Y por más que yo tiraba, pese al dolor que tenía que soportar cada vez que tiraba, no podía soltar el nudo. Desperté de súbito con un breve grito, sudoroso, el corazón acelerado. Una sensación de nerviosismo insistente daba la impresión de haberse apoderado de mis extremidades y no podía estarme quieto. Tenía los puños cerrados, tensos los músculos de la mandíbula. Me dolían los hombros. Sentía una tensión en la piel, como antes de una tormenta de arena. El barco se me antojaba una trampa. No podía respirar. Tenía que moverme.
La media luna brillaba sobre los muelles y los barcos. Dos guardias de palacio vigilaban.
—He de llevar a cabo una inspección de seguridad por los muelles… —les dije.
—Nadie puede bajar del barco después de oscurecer —dijo el primero, con firmeza y sin el menor respeto ni cortesía.
—Y yo te digo que no podré dormir hasta que haya comprobado por mí mismo que no existe ninguna amenaza en los muelles.
—Nuestras órdenes son terminantes…
—Y también las mías. La seguridad del enviado real es mi responsabilidad, y solo responderé ante él. ¿De veras quieres despertarle por algo tan trivial como esto?
Los dos guardias intercambiaron una mirada.
Les dejé atrás antes de que pudieran decir nada más. Una vez en tierra firme, corrí a toda prisa hacia las sombras. Al otro lado de los altos muros de adobe que rodeaban los muelles se oían los ruidos de las bulliciosas tabernas y burdeles de la ciudad. Todavía ardían lámparas en los camarotes de algunos barcos desperdigados por los muelles; guardias nocturnos estaban apostados ante la puerta principal (y única). Los mosquitos zumbaban sin cesar cerca de mi oído. Los ahuyenté a manotazos. Agitando los brazos y masticando ajo, me acerqué a grandes zancadas a los largos almacenes de techo bajo que arrojaban sombras extrañas bajo la luz de la luna. Sin apartarme de ellas avancé de entrada en entrada, pero todas estaban cerradas. Las habían sellado hacía poco con las marcas del propietario. Titubeé, pues no deseaba dejar huellas de mi paso, pero era incapaz de controlar mi curiosidad.
El sello se rompió bajo mis manos, desaté a toda prisa las cuerdas y abrí las puertas. En el interior, todo estaba oscuro y silencioso. Apenas podía distinguir las montañas de productos cubiertos por sábanas protectoras. Serían artículos embargados (oro, ébano, marfil o alabastro) que Egipto cambia por cosas que necesita (plata, cobre, cedro, lapislázuli, ungüentos, caballos, etcétera), procedentes de las tierras septentrionales. Antes de entrar o salir de Egipto tendrían que ser anotados en un registro, habría que pagar las tasas y esperar la llegada de los permisos correspondientes. Examiné a toda prisa las pilas, pero no había otra cosa que bloques de alabastro toscamente labrados. Ninguna señal de que existiera algo menos legal.
Aunque trabajara toda la noche, me sería imposible registrar todos los almacenes. Después de bajar del barco, el nerviosismo de mis extremidades se había calmado, pero me resistía a regresar enseguida. Mi mente todavía daba vueltas, y sabía que no podría dormir. Así que continué por el muelle, alejándome de la puerta. Reinaba tal silencio que podía oír algún ocasional siluro que daba coletazos en el río y el lejano y breve grito de un animal perseguido en los pantanos. Llegué al extremo norte de los muelles, pero descubrí que un alto muro me cortaba el camino. No vi ninguna puerta o similar. Seguí el muro hasta el final del muelle, donde se encontraba con el río. Después continuaba hasta el agua, sostenido por postes de madera clavados en el barro del río. Paseé la vista a mi alrededor en busca de algo a lo que poder subirme para mirar por encima del muro. Descubrí una enorme tinaja vacía y, con cierto esfuerzo y relativo silencio, logré hacerla rodar hasta la pared. Me subí encima y comprobé que podía tocar el parapeto con las yemas de los dedos. No estaba tan en forma como antes, pero me di impulso y utilicé los pies para empujar y buscar apoyo.
Un par de soldados de guardia estaban parados justo debajo de mí. Vi un amplio recinto abierto. Había más almacenes, todos a oscuras y cerrados, pero en uno de ellos había una puerta abierta que permitía el acceso a lo que parecían oficinas y dormitorios. Un barco militar estaba amarrado al malecón. A la luz de la luna, un pequeño grupo de soldados se dedicaba a descargar grandes cajas hechas de toscas tablas de madera, dos hombres por cada una. Parecían ataúdes. Los soldados no portaban estandartes, así que no podía saber a qué división pertenecían. Los dos soldados que tenía debajo se alejaron por el muelle vigilando con atención el proceso. Daban la impresión de estar al mando. Se hallaban de espaldas a la luna, sus rostros no eran más que sombras. Cuando uno de ellos se volvió para hablar con el otro, vislumbré un momento su perfil. Pero de pronto dio media vuelta, y tuve que agacharme al instante: me habría visto y me habría distinguido con toda claridad a la luz de la luna.
Volví a toda prisa al barco, preguntándome qué había visto exactamente al otro lado de aquel muro.
Ya no pude dormir en todo lo que quedaba de noche. La media luna flotaba baja en el cielo, como el casco de un barco blanco en un océano de estrellas. Por fin, el aire era fresco y frío. La irritación incesante de los mosquitos había cesado. Antes del alba, nuestro barco zarpó y surcó en silencio el río, hasta que Bubastis y sus misterios desaparecieron detrás de nosotros. Yo iba erguido en la proa, de cara a la oscuridad, y contemplaba la gloria de las postreras estrellas. De pronto, sin ninguna explicación, me sentí más optimista.
Todo el mundo se levantó temprano. Justo antes del amanecer, Simut me dijo que debíamos reunirnos con Najt en su camarote. En cuanto entré, supe que había cumplido su promesa y que no había dicho nada de nuestra pequeña aventura, pues Najt me recibió con calma. Saludé inclinando la cabeza en señal de respeto al embajador Hattusa. Sus dos guardaespaldas se alzaban detrás de él, como siempre, leales como sombras.
—El embajador y yo hemos llegado a la conclusión de que tomaremos la ruta terrestre hacia el norte, en lugar de la ruta marítima siguiendo la costa. No hay puertos naturales donde hacer escala a lo largo de los tramos situados al sur de la costa de Canaán. Además, hemos de pensar en el peligro que suponen las tempestades, las mareas y los piratas. El Camino de Horus, sin embargo, siempre está frecuentado, y no destacaremos entre los mercaderes, caravanas de artículos y personas, y convoyes militares. A lo largo de la ruta, estaciones y guarniciones egipcias nos proporcionarán seguridad, alojamiento y comida cada noche —explicó Najt.
Simut y yo asentimos. Era con mucho el mejor plan.
—Hemos de llevar a cabo esta parte del viaje lo más deprisa posible, de modo que lleguemos a la ciudad portuaria de Ugarit, en el reino de Amurru, dentro de veinte días. Como ya sabéis, Ugarit no es leal ni a Egipto ni a Hatti, por lo que es imperativo que procedamos con gran cautela. Pero tenemos un buen contacto en la ciudad, un mercader nacido en Egipto, quien gustosamente nos proporcionará alojamiento. El embajador también tiene sus propios contactos, y se alojará con ellos. Desde Ugarit un barco nos llevará hasta la costa sur de Hatti. Desde allí nos dirigiremos por tierra hacia Hattusa, la capital de los hititas.
El embajador asintió brevemente con su orgullosa cabeza y continuó las explicaciones de Najt.
—La seguridad para los viajeros egipcios es mucho más endeble cuanto más al norte, por supuesto, pero está escrito en nuestras leyes que ciudades y regiones han de garantizar la seguridad a los mercaderes, así como a los enviados y sus séquitos, so pena de castigo. Sin embargo, también hemos de pensar en el otro peligro al que nos expondremos: la posibilidad de que nos ataquen bandidos, quienes podrían robarnos el preciado oro que transportáis como regalo real a mi señor, el rey hitita. No puedo hacerme responsable de tales eventualidades.
—Mis hombres han sido preparados para responder con la fuerza —replicó Simut.
—¿Y qué me dices del general Horemheb? —preguntó Hattusa—. Soy muy consciente de la amenaza que supondrá cuando atravesemos las regiones en guerra.
—Desconoce nuestra presencia —se apresuró a contestar Najt—. Cuento con excelente información actualizada de nuestros servicios de espionaje.
—Espero que dichos servicios sean de confianza —dijo el embajador—. Sería muy perjudicial que las cartas de vuestra reina cayeran en malas manos.
Najt asintió.
—Ya hemos pensando en esa posibilidad y hemos tomado todas las precauciones posibles.
Siguió un momento de silencio tenso.
—Tú y tus guardias estaréis bajo mi mando cuando entremos en territorio hitita —dijo Hattusa en tono imperioso.
Simut miró a Najt, quien asintió con discreción.
—Sí, mi señor —contestó.
Comprendí que aquella circunstancia no le hacía la menor gracia.
Aún estaba oscuro cuando desembarcamos por fin en Avaris, la ciudad más oriental, situada en la frontera entre Egipto y lo desconocido. En otros tiempos había sido un gran puerto, pero había caído casi en el abandono cuando los muelles de Menfis adquirieron mayor categoría e importancia. En años recientes, no obstante, Horemheb la había convertido de nuevo en un puerto clave para los militares, y por este motivo la habíamos evitado en la medida de lo posible y la abandonaríamos de inmediato.