Ordenaron a los demás que bajaran del carro y nos obligaron a formar una hilera. Ahora pude ver con más claridad la abigarrada milicia al mando de Inanna. Iban vestidos de negro y lucían exóticos conjuntos de collares, pulseras y joyas de oro. Llevaban el pelo y la barba trenzados en diferentes estilos. Iban armados hasta los dientes, y debían de haber recogido las armas de una amplia variedad de víctimas, pues reconocí algunas egipcias, unas cuantas hititas y otras desconocidas para mí. Pero todos ellos parecían encallecidos criminales.
Inanna paseaba de un lado a otro con aire imperioso, examinándonos. Miró al príncipe Zannanza, se quedó asombrada y lanzó un silbido al ver sus dientes blancos, el rostro lampiño y las delicadas manos, cuya piel inmaculada revelaba una vida de ocio y placeres. Lanzó comentarios procaces, y sus hombres rieron a carcajadas y entrechocaron las manos. Algunos se acercaron al príncipe con aire agresivo, blandiendo sus armas, y se mofaron de él. Dio la impresión de que Inanna también sentía curiosidad por Najt.
—¿Cómo te llamas, egipcio?
Chapurreó un egipcio con un acento extraño.
—Userhat —mintió Najt.
—¿Qué eres?
—Soy un mercader.
—¿En qué comercias? ¿Con esta delicada belleza que tienes al lado?
—Es un joven estudioso de la corte hitita, y le acompañábamos a Ugarit.
La mujer lanzó una carcajada.
—¡Qué guapos son los jóvenes estudiosos de los hititas! ¡Debe de ser muy valioso! —Najt no dijo nada. Ella le abofeteó con fuerza—. Mientes. Sé quién eres.
Pero dio la impresión de que Najt recobraba las energías, y le sostuvo la mirada.
—En este momento, las fuerzas armadas egipcias ya nos estarán buscando —dijo—. El ejército hitita arderá en deseos de vengar cualquier daño que acontezca a este hombre o a nosotros. Has cometido un estúpido delito contra los imperios de Egipto y Hatti. Más te vale, por tu bien, proporcionarnos caballos y agua y dejarnos en libertad ahora mismo.
Mientras Najt hablaba, Inanna empezó a limpiarse sus largas uñas con la punta de la daga al tiempo que sacudía la cabeza con regocijo. De pronto apretó la punta de la hoja contra los labios de Najt.
—Abre la boca, mentiroso egipcio —susurró. Najt obedeció, y ella introdujo poco a poco la hoja en su boca.
Él sufrió náuseas, angustiado porque podía cortarle los labios o la cara. Sus ojos llamearon a causa del deshonor que le estaban infligiendo. Ella le obligó a arrodillarse.
—Por mentir a Inanna, debería cortarte la lengua y los labios, y obligarte a comértelos. Entonces tus mentiras no serían tan elegantes.
Transcurrieron unos momentos agónicos. Najt intentó sostener su mirada y aguardó su destino.
—Ahora me entiendes —dijo la mujer—. Soy yo quien habla la verdad. Sois mis esclavos. Ni siquiera penséis en intentar escapar. Egipto está muy lejos. Nunca más volveréis a ver vuestro país. Aquí habita la muerte. Está ante vosotros.
Apartó la daga y levantó el puño, lo cual provocó un rugido jubiloso de sus hombres.
Nuestra senda se desvió hacia el sur, lejos del Camino de Horus, hacia el oeste, y de la ruta que habíamos elegido para volver a casa. Estábamos adentrándonos en territorio desconocido. Las probabilidades de que nos rescataran o localizaran eran ínfimas. Pues ¿quién iba a aventurarse en aquellos yermos territorios, y, aun en ese caso, cómo iban a encontrarnos? A lo lejos se alzaba una cordillera, formas pálidas y brumosas como monstruos dormidos en el calor de la tarde. Continuamos atravesando parajes estériles durante todo el día, y el sol estaba descendiendo cuando llegamos a las estribaciones grises y plateadas que corrían a lo largo de las laderas orientales de las montañas. Fuimos subiendo poco a poco, hasta que llegamos por fin a un frío y alto paso rocoso desde el que se divisaba una visión espectacular: un asombroso valle escondido que descendía bajo nuestros pies. Su ancho fondo y las laderas inferiores de la parte sur estaban cubiertos de campos de un verde intenso que se extendían hasta un lejano pico montañoso coronado de nieve que brillaba bajo la luz del sol poniente. Todo estaba iluminado por la larga e incongruente luz dorada del atardecer. Después de tanto tiempo en tierras secas, era como si hubiéramos llegado al Campo de las Cañas descrito en nuestros Libros de los Muertos. Parecía la recompensa prometida en el Otro Mundo.
Inanna levantó su espada, se alzó sobre los estribos y gritó su nombre al valle, donde resonó un momento. Sus hombres chillaron y lanzaron alaridos, satisfechos con el eco que despertaban. Y después iniciamos el descenso por las laderas rocosas, siguiendo una ruta establecida y rodeando los cantos rodados dispersos. No tardamos en atravesar campos con abundantes cultivos. Hacía más calor en el fondo del valle. Agricultores pobres de semblante agresivo se postraron con temor y admiración, pero apartaron la cara para no vernos, al tiempo que hacían la señal del mal de ojo. Algunos niños echaron a correr a nuestro lado, hasta que los hombres de Inanna los ahuyentaron y fueron a esconderse a toda prisa en los campos. Había campesinos trabajando en todas partes. Incontables flores blancas, rojas y rosas crecían de las verdes plantas. Y entonces, de repente, tuve una revelación: esas flores eran amapolas. Estaban cultivando opio. Campos de opio que se extendían hasta perderse de vista. Ahora sabía dónde estábamos: en el valle perdido del que Paser había advertido que nadie regresaba.
Cerca de la puesta de sol nos detuvimos en un manantial para que nuestros caballos se refrescaran. Nos desataron las manos y nos permitieron beber. El agua fría sabía a hierbas y rocas. Pensé que no había bebido nada tan delicioso en mi vida. Alcé la cabeza de Simut para ayudarle a beber. Daba la impresión de tener fiebre. Le limpié la herida de la cabeza y la cara con todo cuidado. El aire era fresco y perfumado. Las sombras de la noche caían sobre el fondo del valle. Inanna gritó una orden, y un agricultor y su mujer hicieron una profunda reverencia y se apresuraron a traer un cesto de paja lleno de gloriosas uvas negras, un racimo de una parra que crecía delante de su cabaña. La mujer nos tiró un puñado, y compartimos la fruta suculenta con voracidad. De pronto experimenté una oleada de gratitud y esperanza. Aún no estábamos muertos. Tal vez volvería a ver a mi familia.
—¿Dónde estamos? —susurró el príncipe Zannanza.
—Hemos sido conducidos a la tierra natal de esta gente —dijo en voz baja Najt—. Saben quiénes somos. Deben de pensar que somos más valiosos vivos que muertos. Imagino que pretenden pedir un rescate en oro.
—Pero ¿quién nos comprará?
Najt fingió que no lo sabía. Pero yo sí. Aziru había encargado nuestro secuestro. Me llevé a Najt a un lado.
—¿Te has fijado en las cosechas que crecen aquí? —pregunté.
Me miró como si no entendiera la pregunta.
—No veo más que flores…
—¡Todo es opio!
Paseó la vista a su alrededor.
—¡Pero tanto opio debe de valer más que todo el oro de Nubia! —exclamó asombrado.
En ese momento dieron una orden. Los guardias volvieron a atarnos las manos y nos arrojaron de nuevo al carro. Nos adentramos en la oscuridad, atravesando los interminables campos de opio en sombras, plateados a la luz de la luna y pletóricos de actividad. Cientos de agricultores, jóvenes y niños con sencillas ropas de tosca lana trabajaban caminando hacia atrás, siguiendo las hileras de plantas, entre los millones de cápsulas que cortaban para extraer la blanca savia de opio. Gritaban y se llamaban de campo a campo, de granja a granja, y desde un lado del valle al otro en la oscuridad.
La luna se encontraba alta en el cielo estrellado, y estábamos temblando en nuestras ropas ligeras cuando llegamos por fin a nuestro destino, un baluarte fortificado formado por edificios de adobe de poca altura y de techo plano apelotonados dentro de un recinto amurallado. El lugar era una mezcla de riqueza opulenta y caos mugriento. Varias cabezas decapitadas tiempo ha, desfiguradas por las voraces atenciones de las aves, estaban clavadas en palos a cada lado de la puerta de entrada. Cabras y patos sacrificados toscamente se asaban en los fuegos de las hogueras, atendidos por mujeres encorvadas con la cara oculta por un velo. Figuras tenebrosas se movían con malevolencia alrededor de las hogueras, roían los huesos de los animales asados, bebían vino en abundancia de las vasijas, reían de las bromas obscenas o luchaban entre sí. Les servían hombres, mujeres y niños capturados, los cuales recibían como recompensa por sus desvelos patadas, puñetazos e insultos. Animales y niños desnudos vagaban sin trabas por el recinto, masticaban los huesos desechados o aullaban desesperados. Perros y gatos robaban lo que podían. Flotaba en el aire un hedor intenso y amargo, procedente de un par de escuálidos y apáticos leones del desierto encerrados en una jaula.
Inanna avanzó y todo el mundo agachó la cabeza. Nos empujaron a patadas detrás de ella, y dimos tumbos en la oscuridad. Dentro, cuencos humeantes de aceite proyectaban una luz escasa. Muebles y estatuas con ricas incrustaciones, amuletos de lapislázuli y turquesa, además de joyas, estaban amontonados de cualquier manera, como si su variedad, enorme valor y rareza carecieran de importancia. En las habitaciones laterales vi hombres y mujeres tendidos en camas y sumidos en el trance provocado por el opio. El lugar era deprimente; hasta el aire parecía corrupto.
Nos arrastraron hasta un amplio patio interior iluminado por antorchas. Nuestras muñecas continuaban atadas con cuerdas. Nos obligaron a ponernos de rodillas, entre numerosos gritos de los hombres de Inanna, que se agolparon a nuestro alrededor, al tiempo que nos maldecían y escupían. Aproveché que la atención de nuestros secuestradores estaba concentrada en otras cosas para intentar desatar los ineptos nudos que inmovilizaban mis manos.
Inanna gritó y sus hombres enmudecieron. Me pregunté cómo podía ejercer tal autoridad sobre aquellos hombres. Se acobardaban ante ella. De no ser por su presencia, no albergaba la menor duda de que nos habrían hecho pedazos. Introduje un dedo poco a poco en un nudo.
Inanna obligó al príncipe Zannanza a avanzar. Asió su cabeza, la movió de un lado a otro y observó que el miedo se dibujaba en sus facciones.
—¿Qué va a hacerle? —susurró Najt.
—No le hará daño, es la presa —contesté.
—¿Tienes miedo de una mujer, guapo? —preguntó Inanna al príncipe.
El joven no supo si asentir o negar, pero cuando ella sacó un pequeño cuchillo de tres hojas (igual que los que yo había visto utilizar a los recolectores de opio para cortar las cápsulas de las amapolas), el príncipe aulló, fue un grito agudo de miedo en estado puro que provocó el delirio de los hombres, quienes rieron y profirieron obscenidades. Inanna sujetó la hoja justo al lado de la cara de Zannanza, y animó a sus hombres a cantar. El joven estaba aterrorizado. La luz parpadeante de las hogueras bañaba su cara de rojo y oro. De pronto, la mujer levantó la hoja con celeridad y efectuó un corte en la mejilla perfecta del príncipe. Los hombres rugieron. Aparecieron al instante tres rayas de un rojo intenso, la sangre empezó a resbalar por su barbilla y cayó al suelo. Zannanza lanzó un aullido de angustia. Inanna se inclinó y lamió la sangre de la mandíbula del príncipe. Este retrocedió asqueado y le escupió en la cara. Ella le miró fijamente, con ojos fríos como los de una serpiente, se secó la saliva de la mejilla y le propinó un puñetazo en la cara. El muchacho cayó al suelo y varios hombres empezaron a darle patadas mientras él se aovillaba a modo de protección.
Por fin, el nudo que ataba mis manos se aflojó. Froté mis muñecas una contra otra, lo suficiente para soltar un trozo de cuerda. Corrí hacia delante mientras me liberaba del todo. Los atacantes del príncipe Zannanza ya me estaban esperando. Agarré la espada de uno, alejé a los otros a patadas y me encontré, ante el cuerpo apaleado del príncipe, chillándoles como un luchador callejero de Tebas. El patio enmudeció. Varios hombres de Inanna me rodearon, desenvainaron sus espadas, se movieron a mi alrededor, cada vez más cerca, dispuestos a matarme. Era mejor atacar que defenderse. Crucé la espada con los de delante mientras intentaba defender mi espalda de los otros. El príncipe Zannanza se acuclilló a mi lado, intentando huir de las afiladas espadas. Conseguí hacer un corte en el brazo a uno de los atacantes, y este se abalanzó sobre mí con un rugido de rabia mientras los demás retrocedían para disfrutar del espectáculo. Luchamos en el centro del patio; la multitud nos dejó espacio. Con el rabillo del ojo vi que ataban de nuevo al príncipe Zannanza. Por un momento bajé la guardia. La espada de mi contrincante se lanzó de repente contra mi costado. Di un salto hacia atrás y, mientras su espada describía un arco, vi mi oportunidad y clavé la mía en su pecho indefenso. Los rugidos de la multitud enmudecieron. El hombre vomitó sangre. Mi espada salió a regañadientes de su pecho. El otro aún no había muerto. Me miró con desprecio, falto de respiración y mascullando.
De súbito, Inanna apareció a mi lado.
—Debes terminar lo que empezaste —dijo.
No tenía elección. Alcé la espada una vez más y la hundí de nuevo en el pecho del hombre. Se revolvió en el suelo, murmurando, como si intentara aferrarse a los últimos momentos de vida, hasta que al final se rindió y murió.
Inanna me examinó con renovado interés. Varios de sus hombres se acercaron corriendo para sujetarme, pero ella negó con la cabeza. Creí distinguir un toque de regocijo en sus ojos salvajes. Alzó su cuchillo de tres hojas y lo acercó a mi cara, como retándome a atacarla. Su expresión era enigmática. Los hombres empezaron a canturrear de nuevo. Y de pronto ella se puso a bailar y a cantar, describía círculos, daba palmadas, invocaba a voz en grito a una diosa o a un espíritu de la oscuridad. Los hombres gritaban para animarla. Se paró ante mí y gritó algo en un idioma que no entendí. Y entonces me plantó un beso en los labios.
La luz del sol se filtraba a través de las grietas de la estropeada puerta de madera. Dormíamos o dormitábamos sobre montones de paja mugrienta, y nos arrojaban huesos roídos y ollas asquerosas para que comiéramos los restos quemados. Había una jarra de agua sucia en un rincón, y un orinal abollado. Ya hacía varios días que no nos lavábamos, y el orinal se había desbordado.
No obstante, mi estómago rugía de una forma incongruente. El hambre no guarda el menor respeto por el desastre. El príncipe Zannanza seguía recostado de cara a la pared, con el fin de ocultar su rostro desfigurado. La ruina de su belleza parecía causarle más aflicción que el miedo a perder la vida. Najt no había podido consolarle. Simut se removió, gimió en voz baja y se levantó poco a poco para sentarse a mi lado. Le pasé un plato con agua y bebió con parsimonia.