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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El reverso de la medalla (38 page)

Bajó la escalera, todavía murmurando, para ir a la biblioteca, pero al llegar abajo se encontró con el afable almirante Smyth.

—Buenas noches, señor —dijo—. Iba a consultar una enciclopedia en la biblioteca, pero creo que voy a ahorrarme el viaje. Por favor, ¿qué significa
pavillon de partance
?

—Seguramente usted la ha visto con frecuencia, doctor —respondió el almirante en tono amable—. Es la bandera azul con un cuadrado blanco en el centro que izamos en el tope del trinquete para indicar que vamos a zarpar enseguida. Por lo general se le llama bandera de salida.

—¡La bandera de salida! ¡Por supuesto! Gracias, almirante, muchas gracias.

—De nada —replicó el almirante, riéndose, y siguió avanzando por el pasillo.

Stephen subió de nuevo la escalera y regresó a su habitación. Entonces arrojó al suelo las tres camisas que estaban sobre la silla de brazos y se sentó en ella. Sentía en su pecho el tumulto de muchas emociones, y algunas le causaban un agudo dolor. La bandera y el mensaje, que había comprendido en cuanto el almirante Smyth le dio aquella explicación, le habían hecho recordar con detalle una serie de incidentes, y ahora, mirando fijamente por la ventana, revivió la historia relacionada con ellos. El color de la bandera era igual al de un gran diamante en forma de corazón que Diana poseía cuando estaba en París, a principios de la guerra, y era un objeto que le encantaba y por el que sentía afecto. Diana podía vivir entonces allí, ya que antes de casarse con Stephen y convertirse en una súbdita británica era ciudadana norteamericana, y allí se encontraba cuando la corbeta
Ariel
, al mando de Jack Aubrey, había naufragado frente a la costa de Bretaña. Las autoridades sospechaban que Stephen era un espía y le habían llevado a París y le habían encerrado en el Temple, una prisión francesa, junto con Jack y Jagiello, un oficial del Ejército sueco. Era probable que mataran a Stephen, y Diana intentó salvarle sobornando a la mujer de un ministro con el diamante, un acto que estuvo a punto de causarle una desgracia a él porque parecía demostrar que era un importante agente secreto. Los tres fueron dejados en libertad, pero por una causa muy diferente: un grupo de hombres influyentes en París, dirigidos por Talleyrand, estaban convencidos de que en ese momento podrían deponer a Bonaparte y poner fin a la guerra si Inglaterra quería negociar la paz, y necesitaban a un mensajero que tuviera excepcionales dotes y buenos contactos para que presentara sus propuestas. El agente que les representaba era Duhamel, un miembro de uno de los servicios secretos franceses de más antigüedad, y le dijo a Stephen que él era la persona apropiada. Stephen, después de resistirse durante un tiempo, accedió a colaborar con la condición de que dejaran en libertad a sus compañeros y a Diana y devolvieran el diamante. Aunque por razones políticas no les era posible devolverlo enseguida, prometieron hacerlo. Eso había ocurrido hacía años, y desde entonces él no había vuelto a saber nada del diamante azul. Habían pasado tantas cosas desde entonces que apenas recordaba el brillo de la gran piedra preciosa.

«Es una proposición rara y no exenta de peligros —se dijo, mirando la piel de alcatraz. Durante un rato reflexionó sobre sus posibles riesgos, como el secuestro, el asesinato y otras cosas, pero finalmente pensó—: Vale la pena intentarlo. Aunque coja la diligencia lenta que sale a mediodía podré llegar cuando cambie la marea, la sagrada marea que Jack no puede desaprovechar.» Escribió una nota en que decía que al doctor Maturin le gustaría encontrarse con el amable caballero que le había enviado los huesos, le citaba a las ocho y media de la mañana en el prado situado al final del camino en el parque Regent's, y le rogaba que fuera solo y con un libro en la mano. Dio la nota al portero, le pidió que mandara enseguida a un muchacho a llevarla a la calle Frith y luego siguió haciendo su equipaje. Lo hacía lentamente y con torpeza, y aunque en el club había muchos sirvientes que podían haberlo hecho hábilmente, estaba tan acostumbrado a llevar todos sus asuntos en secreto que ya era algo casi instintivo, y no le gustaba que ningún extraño viera tan siquiera sus camisas desdobladas. Sobre todo le era difícil hacer el baúl, que tenía dos cajones y un pequeño cofre interior, pues algunas veces, cuando lo llenaba completamente y forzaba la tapa para cerrarlo, se daba cuenta de que una de esas tres cosas estaba en la cama o detrás de la puerta. Alrededor de medianoche ya tenía el equipaje hecho y bien cerrado, y entonces se dio cuenta de que las dos pistolas que pensaba llevarse estaban en el compartimento más bajo del baúl.

—La vida no vale la pena —dijo y se acostó en la cama con el informe de Martin.

Era un informe detallado y bien fundamentado de los abusos que se cometían en la Armada, y hasta la fecha tal vez el más imprudente que había escrito un pastor que ejercía sus funciones en un barco. Martin no tenía ningún beneficio eclesiástico ni posibilidades de tenerlo y su esposa no le había proporcionado una fortuna, así que había puesto todas sus esperanzas en la protección de Jack Aubrey y en su permanencia en la Armada.

Una de las razones por las que se hacían muchos viajes de Francia a Inglaterra era la presencia del
comte
de Lille, el
de jure
Luis XVIII, en Hartwell, Buckinghamshire. Sus consejeros tenían frecuentes contactos con los grupos realistas, especialmente los de París, y puesto que algunos de los ministros de Bonaparte pensaban que era conveniente protegerse por si acaso, no sólo consentían que se hicieran sino que mandaban a sus propios emisarios con mensajes que generalmente no contenían nada en concreto sino poco más que expresiones respetuosas y de buena voluntad. El número de mensajeros aumentaba o disminuía en función de las victorias de Bonaparte (últimamente había conseguido muy pocas) y permitía a los servicios secretos británicos tener una idea bastante exacta de la opinión de los sectores más influyentes de París.

«Probablemente será uno de ellos», se dijo Stephen cuando el coche le transportaba con rapidez por el parque Regent's. Pero luego pensó que, desde el principio, los servicios secretos franceses habían infiltrado entre los mensajeros a sus propios agentes y, en algunos casos, a esos desagradables tipos que eran espías dobles o triples, por lo que era posible que quien le habían mandado los huesos fuera uno de ellos. Obviamente, ese hombre sabía que a Stephen le habían invitado a ir a París para dar una conferencia sobre el pájaro solitario en el Instituto de Francia, que pertenecía a la Royal Society y que Cuvier y Banks hacían intercambios, pero eso no permitía identificarle. Era posible que cualquier indeseable supiera esas cosas. Entonces dijo para sí: «Me alegro de haber sacado las pistolas, pero no sé cómo voy a enfrentarme de nuevo a ese baúl».

—Ya llegamos, señor —dijo el cochero—. Y hemos hecho un viaje muy rápido.

—Ya lo creo.

A pesar de que el viaje fue rápido, Stephen no fue el primero en llegar a la cita. Se apoyó en la blanca cerca que estaba al final del camino, miró a lo lejos por encima del terreno cubierto de hierba que se extendía por el norte y vio una figura solitaria, moviéndose de un lado a otro con un libro en la mano.

No había sol, pero desde el alto y claro cielo llegaba una tenue luz que permitió a Stephen reconocer al hombre casi enseguida. Sonrió, pasó por debajo de la cerca y avanzó por el prado en dirección a la distante figura. A cierta distancia al oeste vio un rebaño de ovejas que pastaba y que parecía una mancha blanca sobre el verde brillante; pasó tan cerca de una liebre que estaba en su madriguera con las orejas gachas y que parecía convencida de que era invisible, que casi pudo tocarla; y cuando estaba a poca distancia del hombre se quitó el sombrero y exclamó:

—¡Duhamel, cuánto me alegro de verle otra vez!

Duhamel parecía mucho más viejo, pálido y desmejorado que la última vez que se vieron, pero le saludó con la misma alegría y dijo que también él se alegraba de verle y que esperaba que se encontrara bien.

—Siento mucho haberle traído a este lugar apartado —dijo Stephen—, pero como no sabía quién era usted, me pareció que era mejor para los dos vernos en un lugar discreto. Por lo visto, le ha sido fácil encontrarlo.

—Lo conozco muy bien —dijo Duhamel—. El año pasado estuve cazando aquí con mi enlace en Inglaterra. Lamentablemente, sólo teníamos armas prestadas y unos perros muy malos, pero yo logré cazar cuatro liebres y él dos y un faisán, aunque vimos treinta o cuarenta. Me refiero a las liebres, no a los faisanes.

—¿Le gusta cazar, Duhamel?

—Sí, pero prefiero pescar. Para mí la felicidad es estar sentado en la orilla de un tranquilo riachuelo observando el corcho.

Hizo una pausa y poco después continuó:

—Le pido disculpas por haberme comunicado con usted de una forma tan inapropiada, pero la última vez que estuve en Londres vi que el hostal donde solía hospedarse estaba destruido y no tenía ninguna otra dirección. Por otra parte, no quería llevar esto al Almirantazgo por miedo a comprometerle.

Sacó del bolsillo una pequeña bolsa de algodón como las que suelen usar los joyeros, la abrió y, en medio de la intensa luz, vio el resplandeciente diamante, cuyo brillo ya no era un recuerdo sino una realidad. Le dio la impresión de que aquel extraordinario objeto brillaba más y era de un color azul más fuerte que el de la imagen que tenía en su mente, y notó en su mano su frialdad y su peso.

—Gracias —dijo, echándoselo en el bolsillo de sus calzones después de observarlo silenciosamente unos momentos—. Se lo agradezco mucho, Duhamel.

—Ése era el acuerdo —dijo Duhamel—. La única persona que se merece que le den las gracias, en caso de que hubiera que darlas, es d'Anglars. Aunque es un pederasta, es el único hombre de palabra entre todos esos políticos egoístas y corruptos. Él insistió en que se lo devolviera.

—Espero poder demostrarle mi agradecimiento alguna vez, y estoy seguro de que la dama dirá lo mismo. ¿Le apetece regresar andando a la ciudad?

Había notado la amargura de Duhamel, pero no se dio cuenta de cuál era su magnitud hasta que recorrieron un largo tramo en silencio, y dijo:

—Por lo general, en nuestra profesión las conversaciones están fuera de lugar, pero quisiera saber si estaría usted seguro tomando una taza de café conmigo. En Marylebone hay una pastelería francesa donde saben hacer buen café, algo raro en esta isla.

—Estaría muy seguro, gracias. Monsieur de Lille me ha acreditado como representante suyo y en Londres me conocen sólo tres hombres, mejor dicho, ahora sólo dos. Pero tengo que rechazar su invitación, pues al otro lado de esa fila de carros de constructores me está esperando un coche que me llevará a Hartwell.

«Entonces tendré tiempo para llenar de nuevo el baúl y coger la diligencia lenta de mediodía», pensó. Pero Duhamel, sin cambiar del tono, prosiguió:

—Nuestra profesión… Maturin, no sé si usted también
está
cansado de la duplicidad, las constantes mentiras y el encono que tenemos no sólo a nuestros enemigos sino también a los miembros de nuestro grupo y de otras organizaciones.

Ahora tenía la cara mucho más pálida y su gesto traslucía su emoción.

—La lucha por el poder y por tener ventaja en la carrera política —añadió—, la falsedad y la traición a derecha e izquierda, el cambio de aliados, la falta de fe y de lealtad… Sé que tienen un plan para sacrificarme. A mi enlace en Londres, el hombre con quien estuve cazando, le sacrificaron, aunque fue por dinero y en mi caso será para que mi jefe demuestre su lealtad al emperador. A usted iban a eliminarle en Bretaña y yo no hubiera podido salvarle, porque fueron los hombres de Lucan quienes prepararon el asunto de madame de la Feuillade. Pero supongo que usted sabía algo, porque no fue.

Como si se hubieran puesto de acuerdo, ambos se dieron la vuelta y volvieron a recorrer el terreno cubierto de hierba.

—Estoy harto de todo —continuó Duhamel—. Ésa es una de las razones por las cuales me alegro de haber terminado esta misión como debía. ¡Por fin he hecho algo limpio y digno! Escúcheme bien, Maturin: quiero abandonarlo todo —añadió, extendiendo los brazos y haciendo una mueca de disgusto—. Quiero irme a Canadá, concretamente a Quebec. Si usted puede facilitarme el medio de conseguirlo, le daré a cambio algo que vale diez veces más; sí, diez veces más. Sé algunas cosas relacionadas con sus asuntos y le doy mi palabra de que lo que voy a contarle afecta mucho a su organización y al capitán Aubrey.

Stephen fijó en él sus claros ojos y después de mirarle con atención unos momentos, dijo:

—Haré un esfuerzo por conseguirlo. Le daré la respuesta mañana. ¿Dónde podemos encontrarnos?

—En cualquier parte. Como le dije, en Londres sólo me conocen dos hombres.

—¿Podría venir al club Black's, en la calle Saint James?

—¿Frente al Button's? —preguntó Duhamel en tono extraño y con un gesto de desconfianza que apenas duró un instante—. Sí, por supuesto. ¿Le parece bien a las seis?

—Sí —respondió Stephen—. Entonces, hasta mañana a las seis.

Se separaron al llegar al camino y Duhamel siguió andando en dirección oeste para regresar al coche y Stephen, en dirección sur, mirando a su alrededor atentamente por si pasaba algún coche de alquiler. Por fin, frente a un edificio en construcción, encontró uno casi oculto por los carros con ladrillos y el polvo que formaban y fue en él hasta el hotel Durrant's.

Al llegar allí preguntó por el capitán Dundas y no se sorprendió cuando le dijeron que había salido.

—Le esperaré —dijo.

Se sentó pensando que tal vez tendría que esperar varias horas, pues a veces no llegaban las notas o las personas olvidaban los mensajes, y, aunque no fuera así, rara vez quien los recibía se daba cuenta de la urgencia de quien los enviaba. Y en efecto, tuvo que esperar varias horas, aunque no le parecieron muy largas porque algunos de los numerosos oficiales de marina que, como era habitual, se hospedaban en el hotel, se habían sentado a su lado un rato para mostrar su simpatía por Jack Aubrey. El último de ellos, un capitán de navío gordo y con gafas que se apellidaba Hervey, le contaba que le parecía indignante que hubieran privado a la Armada de un marino tan bueno como él justo cuando las fragatas norteamericanas conseguían tantas victorias, y de repente se interrumpió y dijo:

—Ahí está el capitán Dundas, que está aún más indignado que yo.

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