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Authors: Georges Simenon

El revólver de Maigret (16 page)

Titubeó en contestar. Miró a Maigret con atención, las cejas fruncidas. En aquel momento se parecía tanto a su hermana, que Maigret volvió los ojos.

—Es lógico que intentases informarte.

—De todas formas, no sé nada.

—De acuerdo. Sabes solamente que iba a menudo a ver a esta mujer, particularmente a últimas horas de la mañana. La seguiste un día. Tú estabas abajo, detrás de la verja del bosque. Tu padre y su compañera han debido, desde el piso, acercarse a la ventana. Fue ella la que se fijó en ti.

—Sí. Me señaló con el dedo. Sin duda porque yo miraba hacia la ventana.

—Tu padre le dijo quién eras. ¿Te habló de ello después?

—No. Yo esperaba que me hablase, pero no lo hizo.

-¿Y tú?

—No me atreví.

—¿Has encontrado dinero?

—¿Cómo lo sabe usted?

—Confiesa que, por la noche, registrabas la cartera de tu padre, no para coger dinero, sino para saber.

—Su cartera, no. Lo ponía debajo de sus camisas, en el cajón.

—¿Mucho?

—Algunas veces, cien mil francos; otras veces más. En ocasiones sólo cincuenta mil francos.

—¿A menudo?

—Eso dependía. Una o dos veces por semana.

—Y al día siguiente de esas noches, ¿Iba al bulevar Richard Wallace?

—Si.

—¿Y luego el dinero ya no estaba allí?

—Ella le dejaba algunos billetes pequeños.

Alain vio un fulgor en los ojos de Maigret, que miraba la puerta, pero tuvo bastante fuerza de voluntad para no volverse. No ignoraba que era Jeanne Debul quien entraba.

Tras ella, Bryant hacía un gesto de interrogación al comisario, que, a su vez, le hizo comprender que podía cesar la vigilancia.

Si era tan tarde, fue porque, después del bar, había subido a cambiarse. Aunque no estaba en traje de noche, llevaba uno de mucho vestir procedente de un gran modisto. En la muñeca tenía una ancha pulsera de brillantes y más brillantes en las orejas.

No había visto al comisario ni a Alain y seguía al
maître
, mientras la mayoría de las mujeres la miraban fijándose en los detalles.

La instalaron, a menos de seis metros de ellos, en una mesita que estaba casi enfrente, y se sentó mirando a su alrededor mientras le tendían la minuta. Su mirada se cruzó con la de Maigret y, en seguida, se fijó en su compañero.

Maigret tenía en los labios la sonrisa de un hombre que ha hecho una buena cena, con espíritu tranquilo. Alain, en cambio, había enrojecido y no se atrevía a volverse hacia ella.

—¿Me ha visto?

—Sí.

—¿Qué hace?

—Me desprecia.

—¿Qué quiere usted decir?

—Finge que está a sus anchas, enciende un cigarrillo y se inclina para examinar los entremeses de un carrito que está a su alcance. Ahora discute con el
maître
y hace brillar sus brillantes.

—No la detendrá usted —dijo con amargura y una pizca de desafío.

—No la detendré hoy porque, ¿ves?, si cometiera yo la imprudencia de hacerlo, ella saldría bien del apuro.

—Se librará siempre, mientras que mi padre...

—No, siempre no. Aquí, en Inglaterra, estoy desarmado, porque tendría que probar que ha cometido uno de los crímenes previstos por las leyes que rigen la extradición. No se quedará eternamente en Londres. Ella necesita volver a París... Volverá allí y tendré tiempo de ocuparme de ella. Aunque no sea en seguida, su turno llegará. Ocurre que dejamos gente en libertad, con la impresión de que nos engañan, durante meses, e incluso años. Puedes mirarla. No tienes de qué avergonzarte. Ella fanfarronea; pero, a pesar de ello, preferiría estar en tu pellejo en lugar del suyo. Supón que te hubiera dejado debajo de su cama. Habría subido. A estas horas...

—No siga.

—¿Habrías disparado?

—Sí.

—¿Por qué?

Alain gruñó entre dientes:

—¡Porque sí!

—¿Lo sientes?

—No sé. No hay justicia.

—¡Pues claro que hay una justicia que hace lo que puede! Evidentemente que, si yo fuera Dios Padre esta noche, en lugar de estar a la cabeza de la Brigada Especial y tener que dar cuenta a mis superiores, al juez, al procurador y hasta a los periodistas, arreglaría las cosas de otro modo.

—¿Cómo?

—Primero, olvidaría que me has birlado mi revólver. Eso puedo hacerlo todavía. Luego, me las arreglaría para que cierto industrial, de no recuerdo dónde, olvide que no ha perdido su cartera, sino que le han obligado a darla, poniéndole un arma debajo de la nariz.

—No estaba cargada.

—¿Estás seguro?

—Me había cuidado de retirar los cartuchos. Necesitaba dinero para venir a Londres.

—¿Sabías que la Debul estaba aquí?

—La había seguido por la mañana. Primero, intenté subir a su casa. La portera...

—Ya sé.

—Cuando salí del inmueble había un agente a la puerta y me figuré que era por mí. Di la vuelta a la manzana.

Cuando regresé, el agente ya no estaba allí. Me escondí en el parque, en espera de que ella saliese de la casa.

—¿Para disparar?

—Quizá. Ella debió de telefonear para pedir un taxi. No pude acercarme a ella. Tuve la suerte de encontrar otro taxi que venía de Puteaux. La seguí hasta la estación. La vi subir en el tren de Calais. Yo no tenía bastante dinero para pagarme el billete.

—¿Por qué no la mataste cuando estaba en pie en la portezuela?

Alain se sobresaltó y le miró para saber si hablaba en serio, murmurando:

—No me atreví.

—Si no te atreviste a disparar cuando estabais entre la gente, es probable que no hubieras disparado tampoco en su habitación. ¿Seguiste a tu padre durante varias semanas?

—Sí.

—¿Tienes una lista de la gente que ha ido a ver?

—Podría establecerla de memoria. Fue varias veces a un pequeño Banco de la calle Chauchat y también a un periódico, donde se entrevistaba con el subdirector. Había muchas llamadas telefónicas y se volvía sin cesar para asegurarse de que no le seguían.

—¿Comprendiste?

—No inmediatamente. Por casualidad, leí una novela en que hablaban de ello.

—¿De qué?

—¡Usted lo sabe bien!

—¿De chantaje?

—Era ella.

—Pues claro. Y por eso mismo hará falta tiempo para pescarla. Ignoro cuál ha sido su vida antes que se instalase en el bulevar Richard Wallace. Ha debido de ser movida y ha conocido gentes de todas clases. Una mujer tiene más posibilidades que un hombre para descubrir pequeños secretos, sobre todo los secretos vergonzosos. Cuando ya no fue bastante joven para llevar su tren de vida, se le ocurrió sacar dinero a sus conocimientos.

—Y utilizó a mi padre.

—Justamente. No era ella la que iba a ver a las víctimas para reclamarles dinero. Era un hombre que se veía en todas partes y que no tenía profesión definida. Nadie se extrañaba demasiado. Se lo esperaban casi.

—¿Por qué dice usted eso?

—Porque hay que mirar la verdad cara a cara. ¿Quizás estaba tu padre aún enamorado de ella? Lo creo. Es un hombre capaz de conservar fielmente una pasión como ésa. Jeanne Debul le aseguraba más o menos sus necesidades materiales. Vivía en el temor de ser cogido. Se avergonzaba de sí mismo. Ya no se atrevía a mirarte a la cara.

Alain volvió un rostro endurecido, ojos llenos de odio, en dirección de la mujer, que tuvo una débil sonrisa de desprecio.

—Una tarta de fresas,
maître
.

—¿No come usted también? —protestó Alain.

—Tomo postre raramente. Para mí, café y una copa de anís.

Maigret apartó un poco su silla, sacó su pipa del bolsillo. Estaba ocupado llenándola de tabaco, cuando el
maître
se inclinó sobre él y dijo algunas palabras en voz baja, iniciando un gesto de excusa.

Entonces Maigret se metió la pipa en el bolsillo y paró un carrito que pasaba y que contenía cigarros.

—¿No fuma usted su pipa?

—¡Prohibido aquí! Por cierto, ¿has pagado la habitación en tu hotel?

—No.

—¿Sigues teniendo la llave maestra que cogiste en el pasillo? Dámela.

Se la tendió a Maigret por encima de la mesa.

—¿Está buena la tarta?

—Sí...

Tenía la boca llena. No era todavía más que un niño, incapaz de resistirse a las golosinas, y en aquel momento estaba concentrado en la tarta.

—¿Veías a menudo a Delteil?

—Le vi ir dos veces a su oficina. '

¿Era indispensable descubrir toda la verdad? Era más que probable que el diputado, cuya mujer reclamaba el divorcio y que iba a encontrarse sin un céntimo y obligado a abandonar el palacete de la avenida Henri Martin, traficaba con su influencia. Era mucho más grave para él que para otro, porque había asegurado su carrera política denunciando escándalos y negocios sucios.

¿Se le habla ido la mano a Jeanne Debul? Maigret tenía a este respecto una idea distinta.

—¿No hablaba tu padre de terminar con este género de vida?

A pesar de la tarta de fresa, Alain levantó la cabeza con súbita desconfianza.

—¿Qué quiere usted decir?

—Tú ya me entiendes.

—Tiempo atrás anunciaba periódicamente que «aquello iba a cambiar». Y luego hubo un tiempo en que pareció abandonarle su estrella.

—Con menos fuerza, ¿no?

—Sí.

—¿Y los últimos tiempos?

—Habló dos o tres veces de ir a vivir al Mediodía.

Maigret no insistió. Aquello era cosa suya. Era inútil explicar al hijo lo que él deducía de ello.

A François Lagrange, que hacía los encargos de la Debul desde hacía dos años y que sólo recogía las migajas, ¿no se le habría metido en la cabeza trabajar por cuenta propia?

Suponiendo que Jeanne Debul le manda reclamar cien mil francos a Delteil, que era un pez gordo... ¿Y si el barón exige un millón o quizá más? Era un hombre que citaba grandes cifras, que había pasado su vida trabajando fortunas imaginarias.

Delteil decidió no pagar...

—¿Dónde estabas tú la noche del martes al miércoles?

—Fui al cine.

—¿Te aconsejó tu padre que salieses?

Reflexionó. Aquella idea se le ocurría por primera vez.

—Creo que sí... Me dijo... Me parece que habló de una película que daban en exclusiva en los Champs-Elysées y...

—Cuando volviste, ¿estaba acostado?

—Sí. Fui a besarle, como todas las noches; no se encontraba bien. Me prometió ir al médico.

—¿Encontraste eso natural?

—No.

—¿Por qué?

—No lo sé. Estaba inquieto. Me costó trabajo dormirme. Había un olor extraño en la casa, olor a cigarrillos americanos. Por la mañana me desperté cuando apenas era de día. Di una vuelta por todas las habitaciones. Mi padre dormía. Me fijé en el cuarto trastero, que fue mi alcoba cuando yo era pequeño; estaba cerrado con llave y la llave no estaba en la cerradura. Abrí.

—¿Cómo?

—Con el gancho. Es un truco que aprendí de mis compañeros, en la escuela. Se dobla un alambre grueso de cierto modo y...

—Lo sé. Lo he hecho también.

—Tenía siempre un gancho de ésos en mi cajón. Vi el baúl en medio de la habitación y levanté la tapa.

Era mejor ir de prisa ahora.

—¿Hablaste de ello a tu padre?

—No pude.

—¿Te marchaste en seguida?

—Sí. Anduve por las calles. Quería ir a casa de esa mujer.

Había una escena cuyos detalles no conocerían nunca, a menos que el barón renunciase un día a pasar por loco: la que había tenido lugar en el piso entre François Lagrange y André Delteil. Eso no le importaba a Alain. Era inútil estropearle la imagen que tenía de su padre.

Había pocas probabilidades de que el abogado hubiese venido con intención de matar. Más verosímilmente quería, por medio de amenazas si era posible, entrar en posesión de los documentos con ayuda de los cuales le hacían chantaje.

¿No era una partida desigual? Delteil era áspero, un hombre acostumbrado a la lucha, y sólo tenía frente a él a un gordo cobarde temblando por su piel.

Los documentos no estaban en el piso. Aunque hubiera querido, Lagrange no se encontraba en situación de poder devolverlos.

¿Qué había hecho? Sin duda había llorado, suplicado, pedido perdón. Había prometido...

Durante todo ese tiempo estaba hipnotizado por el revólver con que le amenazaban.

Era él quien, por su misma debilidad, había terminado por ganar la partida. ¿Cómo se había apoderado del arma? ¿Con qué ardid había conseguido distraer la atención del diputado?

El caso es que ya no temblaba. A su vez hablaba alto y amenazaba...

Sin duda, incluso no lo había hecho a propósito al apretar el gatillo. Era demasiado cobarde, estaba demasiado acostumbrado, desde el Liceo, a marchar con la espalda encorvada y a recibir puntapiés en el trasero.

—Terminé por ir a casa de usted.

Alain se volvió hacia Jeanne Debul, que intentaba captar algo de lo que hablaban. El rumor que llenaba la parrilla, los ruidos de vajilla, de cuchillos, de tenedores, el murmullo de las conversaciones, las risas y la música que venían del comedor la impedían oír.

—¿Y si nos fuéramos...?

La mirada de Alain protestó:

—¿La deja usted ahí?

Jeanne Debul también quedó sorprendida de ver a Maigret pasar ante ella sin dirigirle la palabra. Le parecía demasiado fácil. Quizá había esperado un escándalo que la habría permitido apuntarse un tanto.

En el vestíbulo, donde Maigret sacó su pipa del bolsillo y hundió victoriosamente su cigarro en la arena de un cenicero monumental, Maigret murmuró:

—¿Me esperas un momento?

Se dirigió al portero:

—¿A qué hora hay avión para París?

—Hay uno dentro de diez minutos; pero, claro, ya no puede usted, cogerlo. El próximo es a las seis y media de la mañana. ¿Le reservo plaza?

—Dos.

—¿A qué nombres?

Se los dio. Alain no se había movido y contemplaba las luces del Strand.

—Un momento más. Tengo que hacer una llamada telefónica.

Ya no había necesidad de hacerlo desde la recepción; podía hacerlo desde las cabinas.

—¿Es usted, Pyke? Le pido excusas por no haber podido almorzar ni cenar con usted. Tampoco podré verle mañana. Regreso esta madrugada.

—¿En el avión de las seis y media? Yo le llevaré al aeropuerto.

—Pero...

—Hasta luego.

Era mejor dejarle hacer; de otro modo, no estaría contento. Cosa curiosa, Maigret ya no tenía sueño.

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