El revólver de Maigret (12 page)

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Authors: Georges Simenon

Pronunció, mirándola él también por el espejo:

—Alain está en Londres.

O bien ella era muy fuerte, o bien aquel nombre no le decía nada, porque no pronunció palabra.

Continuó con el mismo tono:

—Está armado.

—¿Y para anunciarme eso ha atravesado usted el canal de la Mancha? Porque supongo que viene usted de París. ¿Qué nombre ha dicho usted? Me refiero al suyo.

Estaba convencido de que ella representaba una comedia, con la esperanza de vejarle.

—Comisario Maigret.

—¿De qué distrito?

—Policía Judicial.

—¿Busca usted a un joven que se llama Alain? No está aquí. Registre la habitación, si eso ha de tranquilizarle.

—Es él quien la busca a usted.

—¿Por qué?

—Eso es precisamente lo que quería preguntarle.

Esta vez Jeanne Debul se levantó y Maigret se dio cuenta de que era casi tan alta como él. Llevaba una bata de gruesa seda color salmón, que revelaba formas todavía armoniosas. Fue a coger un cigarrillo sobre un velador, lo encendió y llamó al
maître
. Por un momento creyó que era con la intención de hacer que le echaran, pero cuando se presentó el criado, le dijo sencillamente:

—Un
scotch
sin hielo, con agua natural.

Cuando la puerta se cerró de nuevo, se volvió hacia el comisario.

—No tengo nada más que decirle. Lo siento.

—Alain es hijo del barón Lagrange.

—Es posible.

—Lagrange es amigo suyo.

Jeanne Debul ladeó la cabeza, como alguien que siente lástima de su interlocutor.

—Escuche, señor comisario: no sé lo que ha venido usted a hacer, pero pierde el tiempo. Sin duda se equivoca de persona.

—¿Se llama usted Jeanne Debul?

—Ése es mi nombre. ¿Quiere usted ver el pasaporte?

Hizo señas de que era inútil.

—El barón Lagrange acostumbra visitarla a usted en su piso del bulevar Richard Wallace, y, sin duda, anteriormente, en la calle de Notre-Dame-de-Lorette.

—Veo que está usted informado. Dígame ahora cómo el hecho de que yo conozca a Lagrange explica el que usted me persiga en Londres.

—André Delteil ha muerto.

—¿Habla usted del diputado?

—¿Era también amigo suyo?

—No creo haberle visto nunca. He oído hablar de él, como todo el mundo, con motivo de sus interpelaciones. Si le he visto, habrá sido en algún restaurante o
cabaret
.

—Ha sido asesinado.

—Dada su forma de entender la política, debía de haberse creado cierto número de enemigos.

—El asesinato ha sido cometido en la vivienda de François Lagrange.

Llamaban. Era el camarero con el
whisky
. Bebió un buen trago, sencillamente, como alguien que tiene costumbre de tomar alcohol todos los días a la misma hora, y con el vaso en la mano fue a sentarse en la butaquita, cruzó las piernas y se arregló los faldones de la bata.

—¿Eso es todo? —preguntó.

—Alain Lagrange, el hijo, se ha procurado un revólver y cartuchos. Se presentó ayer en su domicilio de usted, un poco antes de su marcha precipitada.

—Repita esa palabra.

—Pre-ci-pi-ta-da.

—Porque usted sabe, supongo, que la víspera yo no tenía intención de venir a Londres.

—No dio usted cuenta de ello a nadie.

—¿Informa usted de sus intenciones a su criada? ¿Es verosímil que sea Georgette a quien ha interrogado usted?

—No tiene importancia. Alain se presentó en su domicilio.

—No me han hablado de ello. No oí llamar a la puerta.

—Porque la portera fue tras él, le encontró en la escalera y él dio media vuelta.

—¿Dijo a la portera que era a mí a quien quería ver?

—No dijo nada.

—¿Habla usted en serio, comisario? ¿Es realmente para contarme esas bobadas por lo que ha hecho el viaje?

—Recibió usted una llamada telefónica del barón.

—¡Vaya!

—La puso al corriente de lo ocurrido. O quizás estaba usted ya al corriente.

Maigret tenía calor. Ella no ofrecía por dónde cogerla, siempre tan tranquila, tan pulcra en su atuendo mañanero. De cuando en cuando sorbía de su vaso, sin pensar en ofrecerle una copa, y lo mantenía allí de pie, violento.

—Lagrange está detenido.

—Eso es asunto suyo y de usted, ¿no? ¿Qué dice él?

—Intenta hacer creer que está loco.

—Siempre ha estado un poco loco.

—¿Es, sin embargo, amigo suyo?

—No, comisario. Puede usted ahorrarse ingenio. No me hará usted hablar, por la excelente razón de que no tengo nada que decir. Si quiere usted examinar mi pasaporte, verá usted que a veces vengo a pasar algunos días en Londres. Siempre en este hotel; se lo confirmarán. En cuanto a Lagrange, el pobre, hace años que le conozco.

—¿En qué circunstancias le conoció?

—No le importa a usted. En las circunstancias más sencillas, se lo confieso, sin embargo; como un hombre y una mujer suelen conocerse.

—¿Ha sido su amante?

—Es usted de una extremada delicadeza.

—¿Lo ha sido?

—Supongamos que lo haya sido, una tarde o una semana, o incluso un mes, hace de ello doce o quince años...

—¿Han continuado siendo buenos amigos?

—¿Teníamos que pelearnos o pegarnos?

—Le recibía usted por la mañana, en su alcoba, cuando todavía estaba en la cama.

—Ahora es por la mañana, mi cama está deshecha y está usted en mi alcoba.

—¿Trataba usted de negocios con él?

Jeanne sonrió.

—¿Qué negocios, Dios mío? ¿Usted no sabe que todos los negocios de que hablaba
Zapatilla
sólo existían en su imaginación? ¿No se ha tomado la molestia de informarse sobre él? Vaya al Fouquet's, al Maxim's, a cualquier bar de los Champs-Elysées y le informarán. No valía la pena tomar el avión o el barco para esto.

—¿Le daba usted dinero?

—¿Es un crimen?

—¿Mucho?

—Se fijará usted que soy paciente. Hace un cuarto de hora que hubiera podido hacer que le echasen, porque no tiene usted ningún derecho a estar aquí ni a interrogarme. Quiero, sin embargo, repetirle de una vez para siempre que va usted por mal camino. Conocí al barón Lagrange antaño, cuando todavía conservaba la fachada y causaba ilusión. Me lo encontré años después y ha hecho conmigo lo que hace con todo el mundo.

—¿Lo cual significa?

—Que me ha dado sablazos. Infórmese. Es el hombre a quien le faltan eternamente algunos cientos de francos para lanzar el más estupendo negocio y enriquecerse en algunos días. Lo que quiere decir que no tiene con que pagar el aperitivo que está tomándose o el metro para volver a su casa. He hecho como los demás.

—¿Y le pedía dinero a domicilio?

—Eso es todo.

—Su hijo no deja por ello de estar en Londres, buscándola a usted.

—No le he visto nunca.

—Está en Londres desde anoche.

—¿En este hotel?

Fue la única vez en que su voz estuvo un poco menos firme, marcando cierta ansiedad.

—No.

Maigret titubeó. Tenía que elegir entre dos soluciones y se inclinó por la que creyó correcta.

—En el hotel Gilmore, frente a la estación Victoria.

—¿Cómo puede estar usted seguro de que es a mí a quien busca?

—Porque desde esta mañana se ha presentado ya en una serie de hoteles preguntando por usted. Parece seguir la lista alfabética. En menos de un cuarto de hora estará aquí.

—Sabremos entonces lo que quiere de mí, ¿verdad?

Había un ligero estremecimiento en su voz.

—Está armado.

Jeanne Debul se encogió ligeramente de hombros, se levantó y miró la puerta.

—Supongo que debo darle las gracias por haber tenido la bondad de velar por mí.

—Es tiempo todavía.

—¿De qué?

—De hablar.

—Hace ya media hora que no hacemos otra cosa. Ahora le ruego que me deje sola con el fin de que me vista. Añadió con una voz que no sonaba muy clara y con una risita:

—Si realmente ese muchacho ha de visitarme, mejor será que esté preparada.

Maigret salió sin añadir nada más, los hombros encorvados, descontento de sí mismo, porque no le había sonsacado nada y tenía la impresión de que durante toda la entrevista Jeanne Debul había conservado la superioridad. Después de cerrar la puerta se paró en el pasillo. Le habría gustado saber si ella telefoneaba o manifestaba alguna actividad repentina.

Desgraciadamente, una camarera, la misma que le había visto rondar por el pasillo, salió de una habitación contigua y le miró con insistencia. Molesto, se puso en marcha hacia el ascensor.

En el vestíbulo encontró de nuevo al agente de Scotland Yard instalado en uno de los sillones y la mirada fija en la puerta giratoria. Se sentó a su lado.

—¿Nada?

—Todavía no.

Había a aquella hora muchas idas y venidas. No dejaban de parar coches ante el hotel, trayendo no solamente viajeros, sino también londinenses que venían a almorzar o simplemente a tomarse una copa en el bar. Todos estaban muy alegres. Todos tenían pintado en el rostro el mismo alborozo que Pyke ante aquel día excepcional. Se formaban grupos. Siempre había tres o cuatro personas alrededor del mostrador de recepción. Algunas mujeres, sentadas en los sillones, esperaban a sus compañeros, a los que seguían después al comedor.

Maigret recordó que el hotel tenía otra salida al Embankment. Si hubiera estado en París... ¡Habría sido todo tan fácil! A pesar de haberse puesto Pyke a su disposición, no quería abusar. En el fondo, aquí tenía siempre miedo de hacer el ridículo. ¿Habría tenido el inspector Pyke la misma sensación humillante durante su estancia en Francia?

Allá arriba, por ejemplo, en el pasillo, de estar en Francia, la presencia de la camarera no le habría molestado. Le habría contado cualquier cosa, probablemente que pertenecía a la Policía, y hubiera continuado su vigilancia.

—¡Hermoso día, señor!

Incluso esto comenzaba a fastidiarle. Aquella gente estaba demasiado contenta con su día excepcional. No tenía en cuenta otra cosa. Los transeúntes, por la calle, andaban como en un sueño.

—¿Cree usted que vendrá?

—Es probable, ¿no? El Savoy está en su lista.

—Tengo un poco de miedo de que Fenton se haya mostrado torpe.

—¿Quién es Fenton?

—Mi colega que el inspector Pyke ha enviado al Lancaster. Debía instalarse, como yo, ante la recepción y esperar. Luego, al salir el joven, seguirle.

—¿Y no es muy bueno?

—No, no es malo, señor. Es un agente muy bueno. Sólo que es pelirrojo y lleva bigote, por lo que, cuando se le ha visto una vez, se le reconoce.

El agente miró su reloj y suspiró.

Maigret, en cambio, vigilaba los ascensores. Jeanne Debul salió de uno de ellos, vestida con un traje veraniego de chaqueta. Parecía completamente satisfecha. Tenía en los labios esa vaga sonrisa de una mujer que se sabe hermosa y bien vestida. Varios hombres la siguieron con la mirada. Maigret se fijó en el grueso diamante que llevaba en el dedo.

Con la mayor naturalidad dio algunos pasos por el vestíbulo, mirando los rostros que había a su alrededor, depositó su llave sobre la mesa del conserje y titubeó.

Había visto a Maigret. ¿Era a causa de él por lo que hacía la comedia?

Había dos lugares para almorzar: por una parte, el gran comedor, que estaba a continuación del vestíbulo y cuyas vidrieras daban al Támesis, y por otra parte, la parrilla, menos amplia, menos solemne, pero bastante concurrida, y desde cuyas ventanas se podía ver la entrada del hotel.

Fue a la parrilla adonde se dirigió por fin Jeanne Debul. Dijo algunas palabras al
maître
, que la condujo hacia una mesita cerca de una ventana.

En el mismo instante, el agente pronunció al lado de Maigret:

—Es él...

El comisario miró con viveza hacia la calle a través de la puerta giratoria, no vio a nadie que se pareciese a la fotografía de Alain y abrió la boca para hacer una pregunta.

Antes incluso de formularla, comprendió. Un hombrecito con pelo muy rojo, de llameantes bigotes, se acercaba a la puerta.

No se trataba de Alain, sino del agente Fenton. En el vestíbulo buscó a su colega con la vista, se acercó a él, e ignorando la presencia de Maigret, preguntó:

—¿No ha venido?

—No.

—Se ha presentado en el Lancaster. Lo he seguido después. Ha entrado en el Montreal. Me pregunto si me ha visto. Se ha vuelto dos o tres veces. Y de repente ha saltado a un taxi. He perdido un minuto antes de encontrar uno a mi vez. Me he dirigido a cinco hoteles más. No había...

Uno de los botones se inclinaba sobre Maigret.

—El jefe de recepción desearía decirle unas palabras —murmuró en voz baja.

Maigret le siguió. El jefe de recepción, con chaqué y una flor en el ojal, tenía en la mano un auricular telefónico. Hizo un guiño a Maigret, una seña que el comisario creyó comprender. Y dijo en el aparato:

—Le pongo con el empleado que está al corriente.

Maigret cogió el auricular.

—¡
Allô
!

—¿Habla usted francés?

—Sí...,
yes...
, hablo francés.

—Desearía saber si
madame
Jeanne Debul se hospeda ahí.

—¿De parte de quién?

—De un amigo suyo.

—¿Desea usted hablarle? Puedo ponerle la comunicación en su habitación.

—No, no...

La voz parecía lejana.

—Su llave no está en el tablero. Por lo tanto, debe de estar en su habitación. Supongo que no tardará en bajar...

—Muchas gracias...

—No podría...

Alain había colgado ya. No era tan tonto, después de todo. Debió de darse cuenta de que le seguían. Mejor que ir en persona a los diferentes hoteles, había tomado el partido de telefonear desde un teléfono público.

El jefe de recepción tenía otro auricular en la mano.

—Otra comunicación para usted,
monsieur
Maigret.

Esta vez era Pyke, que le preguntaba si almorzaría con él.

—Es preferible que permanezca aquí.

—¿Han tenido éxito mis hombres?

—No del todo. No es culpa de ellos.

—Ha perdido usted la pista.

—Vendrá aquí, desde luego.

—En todo caso, mis hombres están a su disposición.

—Conservaré al que no se llama Fenton, si usted lo permite.

—Conserve a Bryant. Muy bien. Es inteligente. ¿Quizás esta noche?

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