Soy un gato

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Authors: Natsume Soseki

 

«Soy un gato, aunque todavía no tengo nombre.» Así comienza la primera y más hilarante novela de Natsume Soseki, una auténtica obra maestra de la literatura japonesa, que narra las aventuras de un desdeñoso felino que cohabita, de modo accidental, con un grupo de grotescos personajes, miembros todos ellos de la bienpensante clase media tokiota: el dispéptico profesor Kushami y su familia, teóricos dueños de la casa donde vive el gato; el mejor amigo del profesor, el charlatán e irritante Meitei; o el joven estudioso Kangetsu, que día sí, día no, intenta arreglárselas para conquistar a la hija de los vecinos. Escrita justo antes de su aclamada novela Botchan, Soy un gato es una sátira descarnada de la burguesía Meiji. Dotada de un ingenio a prueba de bombas y de un humor sardónico, recorre las peripecias de un voluble filósofo gatuno que no se cansa de hacer los comentarios más incisivos sobre la disparatada tropa de seres humanos con la que le ha tocado convivir.

Natsume Sosuke

Soy un gato

ePUB v1.0

Percas
14.06.11

Capítulo 1

Soy un gato, aunque todavía no tengo nombre. No sé dónde nací. Lo primero que recuerdo es que estaba en un lugar umbrío y húmedo, donde me pasaba el día maullando sin parar. Fue en ese oscuro lugar donde por primera vez tuve ocasión de poner mis ojos sobre un espécimen de la raza humana. Según pude saber más tarde, se trataba de un ejemplar de lo más perverso, un
shoshei
, uno de esos estudiantes que suelen realizar pequeñas tareas en las casas a cambio de comida y de alojamiento. En algún sitio he escuchado incluso que, en ocasiones, esos crueles individuos nos dan caza y nos guisan, y luego se nos zampan. Aunque he de decir que, debido quizás a mi ignorancia y a mi poca edad, no sentí nada de miedo cuando lo vi. Simplemente noté que el
shoshei
en cuestión me levantaba por los aires en la palma de su mano, y que yo me sentía flotar. Una vez me acostumbre a esta novedosa perspectiva, tuve ocasión de estudiar tranquilamente su rostro. El sentimiento de extrañeza todavía permanece en mí hoy en día. En primer lugar hablaré de su cara: por lo que yo sabía, las caras de todo bicho viviente suelen estar cubiertas de pelo. Sin embargo, la suya estaba lisa y pulida como la superficie de una tetera. He conocido a lo largo de mi vida a muchos gatos, de orígenes diferentes, pero ninguno tenía una deformidad como la de ese tipo. Pero no sólo era eso. Había más. El centro de su rostro estaba ocupado por una enorme protuberancia, con dos agujeros en medio por los que, de vez en cuando, emanaban pequeños penachos de humo; algo que consideré ciertamente sofocante y fastidioso. Durante un rato me sentí enfermar por causa de esas asfixiantes exhalaciones. Ha sido sólo recientemente cuando he aprendido que aquel humo era producido por el tabaco, una cosa que, por lo visto, a los humanos les pirra.

Durante un rato estuve bastante cómodo, allí en su mano. Hasta que, de pronto, las cosas empezaron a desarrollarse a una velocidad de vértigo. No sabría decir si era el
shoshei
quien se movía o si era yo, pero, en cualquier caso, noté que empezaba a marearme sin remedio y que el estómago se me revolvía. Estaba ya convencido de que mis días habían llegado a su fin y que el mareo me mataría sin remisión, cuando, de repente, ¡plaf!, sentí un fuerte golpe y mi visión se nubló con miles de estrellas. Mi discernimiento, claro hasta ese momento, se nubló. A partir de ahí, por muchos esfuerzos que haga, no me acuerdo de nada.

Al volver en mí, el
shoshei
había desaparecido; tampoco había ni rastro de ninguno de mis numerosos hermanos. Ni de mi madre, que hasta entonces había sido la persona más importante de mi vida. Cuando me desperté del todo, descubrí que estaba en un sitio aterrador. Comparado con mi antigua madriguera, aquel lugar estaba excesivamente iluminado. De hecho era tan cegador que los ojos me dolían, hasta el punto de que apenas podía mantenerlos abiertos. ¿Qué me estaba sucediendo? Comencé a arrastrarme como pude, intentando salir de allí, pero la experiencia fue de lo más dolorosa. Al parecer, me habían sacado súbitamente de la cómoda y caliente cama de paja que compartía con mis hermanos para arrojarme de modo inmisericorde a un pinchoso matojo de bambúes.

Después de muchos esfuerzos, me las arreglé para salir gateando de aquel matorral. Un poco más allá de donde yo estaba, pude divisar un estanque. Me senté al borde del agua, realmente desconsolado. Después de un rato de darle vueltas pensé que, quizás, si empezaba a maullar, el
shoshei
volvería a rescatarme. Pero por mucho que maullaba, nadie venía a en mi ayuda. Pronto empezó a soplar un vientecillo suave, y el cielo comenzó a oscurecerse. Tenía hambre. Por mucho que quisiera seguir maullando, estaba tan débil que la voz no me salía del cuerpo. Decidí que allí estaba perdiendo el tiempo, y que lo que debía hacer era procurarme algo de comida. Comencé a rodear lentamente el estanque, entre grandes dolores y sufrimientos. Tras caminar un rato llegué junto a una valla de bambú. Aquel lugar olía a humano. Tras dar un par de vueltas a la valla, encontré un estrecho agujero por el que me escurrí. Algo me decía que si entraba en aquella propiedad mi vida mejoraría. Ciertamente, el destino me había sonreído: si la valla no hubiera estado rota, podría haberme muerto de hambre y de frío allí mismo, a pocos metros de mi salvación. Descubro ahora lo ajustado que es ese adagio que asegura que lo que tiene que ser será. Hasta hoy, no hay día en que no me escurra por ese agujero para hacerle una visita a mi vecino Mike, el gato tricolor.

Ahora bien, una vez me colé a hurtadillas en la casa, no supe exactamente qué hacer a continuación. Pronto oscureció del todo. Y yo estaba allí, cada vez más hambriento y muerto de frío. Por si fuera poco, comenzó a llover a cántaros. Tenía que decidirme, no podía perder más tiempo. No tenía más alternativa que intentar refugiarme en un lugar más luminoso y cálido. Entonces no lo sabía, pero de hecho ya estaba dentro de la casa, lo cual me brindaba una ocasión inmejorable de observar en su hábitat natural a otros especímenes de la raza humana aparte del
shoshei
. Así fue como conocí a Osan, la criada. Las criadas, como pronto pude comprobar, constituyen una especie aún más violenta que los mismos
shoshei
. Tan pronto como me puso los ojos encima me agarró del pescuezo y me lanzó volando por la ventana. Una vez en el jardín de nuevo, decidí aceptar la situación con estoicismo y me encomendé a la providencia. Cerré muy fuerte los ojos, a la espera de que la noche pasase y la lluvia escampase. Pero el hambre y el frío me superaban. Decidí esperar al momento en que la criada bajase la guardia, para así aprovechar y colarme de nuevo en la cocina. Sin embargo, cada vez que lo intentaba, ella me volvía a coger del pescuezo y me lanzaba fuera de muy malos modos. Puede que el proceso se repitiera cuatro o cinco veces. Ahora que lo pienso, creo que fue entonces cuando comencé a cogerle manía a esta Osan. He de decir, no obstante, que hace unos días pude al fin desquitarme del agravio y ajustar cuentas con ella, cuando le robé la caballa de la cena. En esas estaba, a punto de ser defenestrado por sexta o séptima vez, cuando por la puerta apareció el que debía de ser el señor de la casa. Empezó a discutir con la criada por el ruido que estábamos montando. Osan me levantó del suelo, me plantó justo frente a las narices del recién llegado y exclamó:

—¡Este gato es un auténtico fastidio! Tan pronto como lo echo a la calle, vuelve a colárseme aquí. Y lo peor es que no me deja en paz con sus maullidos.

El señor, entonces, me escrutó brevemente mientras se retorcía con fruición unos pelillos negros que le salían por sus orificios nasales.

—¡Hum...! En ese caso, dejémosle que se quede —dijo.

Entonces dio media vuelta y se marchó de la cocina. Vaya, aquel caballero parecía un tipo de pocas palabras. La criada, rabiosa, me arrojó de nuevo por los aires hasta que aterricé en el suelo de la cocina. Fue así como hice de esta casa mi guarida.

El señor rara vez se encuentra cara a cara conmigo. He oído por ahí que es maestro. Tan pronto como vuelve a casa de la escuela cada tarde, tiene por costumbre encerrarse en su estudio y no salir de allí durante el resto del día. Todo el mundo en la casa cree que es una persona muy trabajadora. Él mismo finge ser el colmo de la laboriosidad. Pero en realidad no trabaja tanto como los demás piensan. A veces me acerco de puntillas a su despacho para echar un vistazo y casi siempre le pillo durmiendo la siesta. En ocasiones babea encima de algún libro que ha empezado a leer, y que tiene abierto encima de la mesa. Tiene el estómago débil y digestiones difíciles. Su piel es de un color pálido amarillento, sin lustre y carente de vitalidad. No obstante, es un gran glotón. Después de ponerse las botas se toma una dosis de bicarbonato y abre un libro. Cuando ha leído dos o tres páginas le entra un sueño terrible y se queda dormido encima del libro abierto, babeando. En eso consiste su rutina de todas las tardes. Hay ocasiones en las que incluso yo, que soy un simple gato, pienso: «Vaya, pues sí que viven bien los maestros. Si fuera humano me gustaría ser como él, maestro de escuela. Uno puede dormirse cuando quiere y, aun así, siguen considerándote un buen maestro. Así que no le veo yo el problema a ser maestro y gato a la vez». Sin embargo, según el amo, no hay cosa más dura en el mundo que ser maestro. De hecho, cada vez que recibe una visita de sus amigos, no para de quejarse amargamente de esa circunstancia.

En mis primeros días en la casa, creo que no le caía bien a nadie. Excepto al amo, claro está. Allí donde iba no era bienvenido. Nadie quería saber nada de mí. De hecho, hasta hoy ni siquiera se han dignado a ponerme un nombre. Resignado, intentaba pasar todo el tiempo que podía con el amo. Él fue la persona que me acogió. Por las mañanas, mientras él leía el periódico, yo saltaba sobre sus rodillas y me hacía un ovillo. Durante la siesta vespertina me sentaba sobre su espalda, no porque sintiera un cariño especial por él, sino porque no me quedaba otra alternativa. Además, tras hacer varios experimentos, decidí que lo mejor sería dormir también por las mañanas encima del recipiente para cocer arroz, por la tarde a los pies del brasero, y fuera, cuando hace buen tiempo, en la galería. Pero lo que más me gustaba era deslizarme entre las sábanas de la cama de las niñas y acurrucarme junto a ellas. El maestro tiene dos niñas; una tiene cinco años y la otra tres. Tienen su propia habitación y comparten cama. Siempre dejan algo de espacio entre sus pequeños cuerpecitos, así que suelo arreglármelas bastante bien para colarme entre ellas con gran sigilo. Aunque si, por desgracia, alguna se despierta en plena noche, entonces empiezan los problemas. Se me ha olvidado decir que ambas son un poquito antipáticas, especialmente la pequeña. En cuanto se les da ocasión, se ponen a chillar sin importarles la hora:

—¡El gato, que ha venido el gato!

Entonces, invariablemente, el dispéptico de la habitación de al lado se despierta y viene a toda prisa, arrastrando los pies y rezongando. A consecuencia de esos incidentes nocturnos, el amo suele ponerse de bastante mal humor, y creo que nuestra relación se resiente cada vez que lo hago venir a reprenderme en plena madrugada. El otro día, sin ir más lejos, me dio unos azotes en el trasero con su regla reglamentaria de madera.

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