Soy un gato (3 page)

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Authors: Natsume Soseki

—Soy un gato. Todavía no tengo nombre.

Mi corazón latía tan fuerte que parecía que en cualquier momento se me iba a salir del pecho. Con un enorme desdén, el gato negro respondió:

—¿Tú, un gato...? Me sorprende que lo seas. Bien, ¿de dónde diablos has salido?

Vaya un gato mal hablado, pensé yo.

—Vivo aquí al lado, en la casa del maestro...

—Eso me parecía a mí. Por eso estás tan raquítico, ¿no?--Su discurso era vehemente. Se notaba que le gustaba mandar.

A juzgar por su forma de dirigirse a mí, se podía deducir que no era un gato de origen distinguido precisamente. Pero, por su aspecto, parecía próspero y bien alimentado, casi obeso en su grasienta corpulencia. Me vi obligado a preguntarle:

—¿Y tú, quién eres?

—¿Yo? Parece que no me conoces... Yo soy Kuro, el gato del carretero. Mi amo tira de un
rickshaw
—respondió con altanería. Su voz rezumaba orgullo.

¡Kuro, el del carretero! Este gato era de sobra conocido en el vecindario por ser un matón. Como bien se podía esperar de alguien que ha crecido en el garaje de un carretero, era fuerte pero bastante maleducado. De ahí que pocos de nosotros nos mezclásemos con él. Nuestra política consistía en mantener una prudente distancia. Al oír su nombre me temblaron las patas, pero al mismo tiempo quería mostrarme desdeñoso con él, a fin de que no me perdiera el respeto. Para comprobar hasta qué punto aquel gato era un ignorante y un necio, le pregunté:

—Y hablando de nuestros amos, ¿tú quién crees que es más respetable? ¿El carretero o el maestro?

—Bueno, el carretero tiene más fuerza, naturalmente. Si no, fíjate en el tirillas de tu amo. No es más que pellejo y huesos.

—Tú, como buen gato de carretero que eres, pareces muy fuerte. Compruebo que comes bien en tu casa.

—Bueno, lo cierto es que encuentro comida allá donde voy. Tú podrías hacer lo mismo en lugar de estar todo el día perdiendo el tiempo por ahí. ¿Por qué no te vienes conmigo? En un mes estarás tan gordo y enorme que no te reconocerían ni en tu casa.

—En cuanto se me presente la ocasión no dudes que me iré contigo de aventuras. Pero, dado que insistes en que entremos en comparaciones, a mí me parece que la casa del maestro es más grande que la del carretero, se mire por donde se mire.

—¡Pero mira que eres simple! Por muy grande que sea una casa, eso no ayuda a llenar una barriga vacía.

Parecía bastante molesto, la verdad, por mis apreciaciones. Estiró brutalmente las orejas como si fueran tallos puntiagudos de bambú, pegó un salto y desapareció.

Fue así como tuve conocimiento de la existencia de Kuro, y desde aquel día han sido muchas las ocasiones en las que hemos paseado por ahí juntos. Cada vez que nos encontramos él se expresa igual de bruscamente que aquel primer día. No obstante, qué vas a esperar del gato de un carretero. Fue él, precisamente, quien me contó ese deplorable incidente al que antes hacía referencia.

Un día estábamos Kuro y yo tomando el sol en el huerto del té, como teníamos por costumbre. Hablábamos de esto y de lo otro, y nos contábamos las mismas aventuras de siempre como si fueran nuevas. De repente, Kuro se quedó pensativo y me preguntó:

—Dime, ¿cuántos ratones has cazado en tu vida?

He de decir que, si bien mi entendimiento es más selecto y profundo que el de Kuro, debo admitir que mi fuerza física y mi coraje no son nada comparados con los suyos. O, lo que es lo mismo, esta pregunta, hecha a quemarropa, me dejó, naturalmente, algo anonadado. Sin embargo, un hecho es un hecho, y uno debe afrontar la verdad con valentía. Respondí: —En realidad, no hago más que pensar en que algún día tendría que decidirme. Pero, a día de hoy, todavía no he tenido oportunidad de cazar ninguno.

Kuro se rió a carcajadas, agitando sus largos bigotes. Como todos los fanfarrones, tenía su punto débil. Si aparentabas escuchar con atención sus historias, automáticamente se mostraba más dócil y manejable. Desde la primera vez que nos cruzamos me di cuenta de esa debilidad suya, y supe cómo había que tratarle. Por eso pensé que no era conveniente seguir defendiéndome. Sería más prudente esquivar simplemente el asunto, induciéndole a vanagloriarse de sus propios logros. Le lancé mi mirada más dócil y le dije:

—Pues me imagino que tú has debido de cazar cientos y cientos de ratones.

No perdió la oportunidad de alardear de sus triunfos:

—Bueno, no tantos. Habrán sido unos treinta o cuarenta. Pero si me dieran la oportunidad, podría hasta con cien o doscientos —contestó triunfante—. Sin embargo, con lo que no puedo es con las comadrejas. Una vez lo pasé fatal con una...

—¿En serio? —respondí con cara de inocente. Kuro parpadeó y siguió con su historia:

—Fue el año pasado. Era día de limpieza general. Mi amo estaba tirado en el suelo, arrastrándose con un saco de cal, cuando de repente vimos aparecer una comadreja enorme y sucia. No sé de dónde diablos pudo salir esa alimaña...

—¿De verdad? —exclamé tratando de hacerme el sorprendido.

—Recuerdo que me dije a mí mismo: al fin y al cabo, ¿qué es una comadreja sino un ratón bien alimentado? Así que me lancé a perseguirla hasta que al final logré arrinconarla en una zanja.

—¡Bien hecho! —exclamé.

—De eso nada, compañero. Yo ya creía que la tenía acorralada. Pero entonces, al ver que no tenía escapatoria, la comadreja levantó la cola, y sin mediar palabra me lanzó un cuesco de lo más fétido. ¡Vaya peste! Se me pusieron los ojos bizcos, y noté que me entraba un mareo. Naturalmente, la muy guarra logró escapar. Desde entonces, basta con que me nombren a una comadreja para que me entren ganas de vomitar.

En ese momento se llevó la zarpa a la punta de la nariz y se la tapó. Lo sentí por él, así que traté de animarle.

—Pero si se trata de ratones, seguro no se te escapa ni uno, ¿no es verdad? Supongo que por eso estás tan gordo y tan hermoso.

Mis palabras sólo pretendían infundirle ánimo y alimentar su ego, pero extrañamente surtieron el efecto contrario. Kuro bajó la mirada y respondió con un semblante abatido:

—Es deprimente. Por muchos ratones que caces, al final te da lo mismo... Te aseguro que no hay criatura peor en el mundo que el ser humano. Cada vez que cazo un ratón, mi amo me lo confisca y lo lleva al puesto de policía más cercano. Le dan un céntimo por pieza cada vez que lleva uno. Meses hay en los que ha llegado a ganarse hasta un yen, y todo gracias a mí. Y luego ni siquiera es capaz de ponerme una comida decente. ¡La verdad, por cruda que suene, es que los hombres son todos unos ladrones!

A pesar de estar convencido de la supina ignorancia de Kuro, aquello me demostró que aquel zopenco también era capaz de razonar. Por momentos pareció enojarse, y se le comenzó a erizar el pelo de la espalda. Preocupado por la historia que acababa de contarme, pero también por su extemporánea reacción, le di una vaga excusa y me volví cabizbajo a casa. Desde ese día me hice el firme propósito de no cazar un solo ratón. No lo haría ni aunque me lo pusiesen delante. Pero esa decisión no me convirtió ni mucho menos en el subordinado de Kuro a la hora de buscar comida. Soy de los que prefieren llevar una vida muelle. Realmente es más cómodo echarse a dormir tranquilamente que estar por ahí dando tumbos a la caza de la sardina. Puede que el hecho de vivir en la casa de un maestro me haya contagiado el indolente carácter de mi amo. Aunque espero no acabar convertido en un dispéptico, como él.

Y, ya que hablamos del maestro, eso me recuerda que recientemente el señorito parece haberse dado cuenta de su ineptitud en lo referido a hacerse un nombre en el sublime arte de la acuarela. He aquí lo que escribió en su diario con fecha de 1 de diciembre:

«En la reunión de hoy he coincidido con un señor cuyo nombre no recuerdo. Nos ha contado que llevaba una vida muy disoluta, y en verdad aparentaba ser un hombre de mundo. Como a las mujeres les gustan los hombres con ese carácter, creo que es más adecuado decir que se había visto "obligado a llevar una vida disoluta". Escuché que su mujer es una geisha, y es por eso que le envidio. Entre los que critican a los libertinos, muchos carecen de lo necesario para llevar una vida licenciosa. Y muchos que sí lo hacen, no son arrastrados a ello por su propia voluntad. Pues bien, lo mismo me sucede a mí con las acuarelas. Un libertino piensa que sólo hay una persona en el mundo: él mismo. Si admitimos la teoría de que con sólo beber sake en los restaurantes o frecuentando casas de citas uno se convierte en un libertino, también se puede admitir que yo podría llegar a ser un gran pintor a la acuarela con sólo proponérmelo. Pero la sola idea de que mis acuarelas serían mejores con tal de que yo no las pintara, me lleva a concluir que un simple campesino es infinitamente superior a cualquiera de esos hombres de mundo».

Sus observaciones sobre los hombres de mundo me sorprendieron en cierto modo, aunque me parecieron poco convincentes. Confesar que sentía envidia de ese hombre que vivía con una geisha era algo estúpido, e impropio de un maestro. Sin embargo, la apreciación que hacía de sus obras era, ciertamente, justa. En efecto, el maestro era buen juez de su propio carácter, pero mantenía un insoportable aire de vanidad. Tres días más tarde, el 4 de diciembre escribía en su diario:

«Anoche soñé que alguien cogía una de mis acuarelas, desechada por mí a causa de su escaso valor artístico. Colocaba la pintura en un fantástico marco y lo colgaba de la pared. Sintiéndome el gran autor de un cuadro enmarcado, de pronto me di cuenta de que me había convertido en un verdadero artista. Me sentía enormemente agraciado. Me pasaba el día ensimismado disfrutando de mi trabajo, y convencido de que constituía una auténtica obra de arte. Pero de pronto amaneció, desperté y todo se desvaneció cuando comprobé con la luz del sol que el cuadro seguía siendo igual de horrible que cuando lo había pintado.»

Está visto que el maestro parece arrastrar sus reproches sobre sus acuarelas incluso en sueños. El hombre que acepta la carga de los reproches, sea en lo referente a las acuarelas o a cualquier otra cosa, no está hecho de la misma pasta que los pintores y los hombres de mundo.

El día siguiente vino el esteta de las gafas doradas, en inesperada visita. Hacía tiempo que no aparecía por allí. No bien tomó asiento, preguntó:

—Y bien, ¿cómo van esos ejercicios pictóricos? El maestro adoptó un aire despreocupado y respondió: —Bien. Seguí tus consejos y ahora estoy bastante comprometido con mi obra. Debo decir que cuando uno pinta, empieza a tomar conciencia real de las cosas, de los sutiles cambios de color que hasta ese momento habían pasado inadvertidos. Yo creo que en occidente se ha insistido mucho, incluso históricamente, en la necesidad de retratar la naturaleza tal como es, y de ahí su extraordinario desarrollo. Ya lo decía Andrea del Sarto...

Sin aludir a lo que había escrito en su diario el día anterior, el nuestro continuó explayándose con su cháchara sobre el pintor Italiano. El esteta se rascó la cabeza y dijo entre risas:

—Bueno, en realidad lo del Andrea del Sarto era una historia que me inventé.

—¿Que era
qué
?

—Todo eso sobre Andrea del Sarto, a quien tanto admiras; era un cuento que me inventé para ti. Nunca pensé que te lo tomarías tan en serio.

Las carcajadas no le dejaron continuar.

Yo escuchaba la conversación desde la galería y me imaginaba la siguiente entrada que el maestro escribiría en su diario aquella noche. Este esteta era el tipo de persona cuya máxima afición era reírse de los demás. Aparentó no darse cuenta del impacto que esta historia de Andrea del Sarto había causado en el maestro, y continuó hablando pretenciosamente:

—A veces me invento pequeñas historias para los amigos, pero a veces os las tomáis demasiado en serio. Las situaciones cómicas que esto provoca me parecen verdaderamente interesantes. El otro día, sin ir más lejos, le dije a un estudiante que Nicholas Nickleby, el héroe de la novela de Dickens, aconsejó a Gibbon no escribir en francés su monumental
Historia de la Revolución Francesa
[7]
sino hacerlo en inglés y publicarla en ese idioma. Pues bien, ese estudiante, que tiene una memoria prodigiosa, repitió palabra por palabra lo que le dije en una respetable sesión de la Sociedad Literaria Japonesa. Fue todo bastante gracioso, ¿no crees? Pero lo mejor es que en el auditorio habría como unas cien personas y todos le miraban boquiabiertos, absolutamente fascinados por su erudición. Pero escucha, escucha. Todavía tengo una historia mejor. Hace poco estaba en compañía de unos amigos, escritores para más señas, cuando salió el tema de esa novela histórica que acaban de publicar, y que habla sobre los cruzados, ya sabes,
Theophano
,
[8]
de Aisnworth. Aproveché la ocasión para decir que era un espectacular relato romántico y que la escena en que la heroína muere era el epítome de lo espectral. El hombre que estaba sentado frente a mí, incapaz de pronunciar las tres simples palabras «no-lo-sé», respondió al instante que ese párrafo en concreto del que yo hablaba estaba excepcionalmente logrado. De lo cual deduje que aquel tipo, al igual que yo, nunca había leído el libro.

Mi pobre y dispéptico maestro, con los ojos como platos, dijo:

—Pero si hubiera leído realmente el libro, ¿qué habrías hecho? —El maestro parecía no preocuparse tanto por lo deshonesto del engaño, como por lo embarazoso de que le pillaran en una mentira. La pregunta dejó a su amigo bastante indiferente.

—Bueno. Si llega a pasar algo así, habría dicho que me había confundido con otro libro. Algo se me habría ocurrido.

Totalmente despreocupado, continuó riéndose a carcajadas.

A pesar de su apariencia refinada y de su atildado rostro adornado con esas gafas de montura de oro, en el espíritu de ese hombre había algo muy parecido al carácter de Kuro. El maestro, mientras tanto, guardaba prudente silencio. Se limitaba a exhalar anillos de humo por sus peludas narices, como si fuera una demostración de su incapacidad para incurrir en las audacias de su amigo. El esteta, por su parte, insinuando con la mirada que no merecía la pena el esfuerzo de seguir pintando, dijo:

—Bromas aparte. La pintura es un arte verdaderamente complicado. Parece que Leonardo da Vinci le dijo en una ocasión a sus alumnos que reprodujeran en sus dibujos las manchas de las paredes de las catedrales. He ahí las palabras de un gran maestro. En un baño, por ejemplo: si observas con detenimiento las señales de la lluvia en las paredes, aparece invariablemente un asombroso diseño, una creación de la Naturaleza misma. Debes mantener los ojos abiertos e intentar aprender de la Naturaleza, querido amigo. Estoy seguro que, si lo intentas, puedes hacer algo interesante.

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