El revólver de Maigret (8 page)

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Authors: Georges Simenon

—Completamente dócil. Ha permitido que le metiesen en la cama y se ha puesto a hablar a la enfermera con voz infantil. Le ha dicho, llorando, que habían querido pegarle, que todo el mundo se encarnizaba contra él y que durante toda su vida había sido lo mismo.

—¿Podré ver a Lagrange mañana?

—Cuando usted quiera.

—Quisiera decir dos palabras a Pardon.

Y a éste:

—¿Qué hay?

—Nada nuevo. No soy completamente de la opinión del profesor, pero es más competente que yo y hace años que no me ocupo de psiquiatría.

—¿Su opinión personal?

—Preferiría tener algunas horas para meditar sobre este caso antes de hablar de él. Es demasiado grave para dar una opinión a la ligera. ¿No va usted a ir a acostarse?

—Todavía no. Es poco probable que duerma esta noche.

—¿Me necesita usted?

—No, ya no, muchas gracias. Le ruego nuevamente que me excuse ante su mujer.

—Está ya acostumbrada.

—La mía también, afortunadamente.

Maigret se levantó con la idea de darse una vueltecita por la calle Popincourt con el fin de ver lo que habían conseguido sus hombres. A causa de los papeles quemados en la chimenea, no esperaba demasiado que descubriesen algún indicio pero tenía ganas de olfatear por los rincones.

En el momento en que cogía su sombrero, sonó el teléfono.

—¡
Allô
! ¿El comisario Maigret? Aquí el puesto de Policía del bulevar Saint-Denis. Me dicen que le telefonee por si acaso. Le habla el agente Lecoeur.

—Se notaba que el agente estaba muy conmovido.

—Es a propósito del joven cuya fotografía nos han remitido. Tengo aquí un tipo... Rectificó:

—...una persona a quien acaban de robar la cartera en la calle Maubeuge.

El denunciante debía de estar allí, escuchando, de modo que el agente Lecoeur elegía sus palabras.

—Se trata de un industrial de provincias..., espere..., de Clermont Ferrand... Pasaba por la calle Maubeuge, hace aproximadamente una media hora, cuando un hombre se destacó de la oscuridad y le puso un enorme revólver automático bajo la nariz..., más exactamente un joven...

Lecoeur habló a alguien que estaba detrás de él.

—Dice que un muchacho muy joven, casi un chiquillo. Parece ser que le temblaban los labios y que le costó gran trabajo pronunciar: «Su cartera...»

Maigret frunció las cejas. El noventa y nueve por ciento de las veces, un asaltante dice:
«
¡
Tu
cartera!»

En aquello mismo se reconocía al aficionado, al principiante.

—Cuando el denunciante me habló de un joven —continuaba Lecoeur—, he pensado en seguida en la fotografía que nos distribuyeron ayer y se la he mostrado. Lo ha reconocido sin titubear... ¿Cómo?

Era el industrial de Clermont Ferrand quien hablaba y del que Maigret percibía la voz diciendo con fuerza:

—¡Estoy absolutamente seguro!

—¿Qué hizo después? —preguntó Maigret.

—¿Quién?

—El asaltante.

De nuevo dos voces, como cuando un aparato de radio está mal regulado, pronunciando las mismas palabras:

—Se marchó corriendo.

—¿En qué dirección?

—Bulevar de la Chapelle.

—¿Cuánto dinero contenía la cartera?

—Unos treinta mil francos. ¿Qué hago? ¿Quiere usted verlo?

—¿Al denunciante? No. Tome nota de su declaración. ¡Un momento! Que se ponga él al aparato.

El hombre dijo en seguida:

—Me llamo Grimal, Gastón Grimal, pero preferiría que mi nombre...

—Desde luego. Quiero preguntarle solamente si no le ha llamado algo la atención en la actitud de su asaltante. Tómese tiempo para reflexionar.

—Hace media hora que reflexiono. Todos mis papeles...

—Hay muchas probabilidades de que los hallen. Su asaltante, ¿como era?

—Le he encontrado aspecto de muchacho de buena familia, no de un apache.

—¿Estaba usted lejos de un farol?

—No muy lejos. Como de aquí a la otra habitación. Parecía tan asustado como yo, tanto es así que estuve a punto...

—...de defenderse.

—Sí, pero luego pensé que un accidente ocurre de pronto y...

—¿Nada más? ¿Qué clase de traje llevaba?

—Un traje oscuro, probablemente azul marino.

—¿Arrugado?

—No sé.

—Muchas gracias,
monsieur
Grimal. Me sorprendería mucho si de aquí a mañana por la mañana una patrulla no encontrase su cartera en la calle. Menos el dinero, naturalmente.

Era un detalle en el cual Maigret todavía no había pensado y estaba un poco fastidiado por ello. Alain Lagrange se había procurado un revólver, pero debía de tener muy poco dinero en el bolsillo, a juzgar por el tren de vida que llevaba en la calle Popincourt.

Salió de repente de su despacho y penetró en el servicio de radio, donde sólo había dos hombres de guardia.

—Hagan una llamada general a todos los puestos de Policía y a los coches.

Menos de media hora más tarde, todas las estaciones de París estaban a la escucha:

Indiquen al comisario Maigret todo atentado a mano armada o tentativa de atentado que haya tenido lugar últimas veinticuatro horas. Urgente.

Maigret lo repitió y dio la descripción de Alain Lagrange.

Debe de hallarse todavía en el barrio de la estación del Norte y del bulevar de la Chapelle.

No regresó inmediatamente a su despacho y pasó al Servicio de Alojamiento.

—Busquen ustedes, si no lo tienen por alguna parte, el nombre de Alain Lagrange. Probablemente en un hotel de segundo orden.

Era cosa de verlo. Alain no había dado su nombre a
madame
Maigret. Había probabilidades de que hubiese dormido en algún sitio la noche anterior. Puesto que no conocían su identidad, ¿por qué no había de inscribir su verdadero nombre en la ficha?

—¿Espera usted, señor comisario?

—No. Denme la contestación arriba.

Los especialistas habían regresado de la calle Popincourt con sus aparatos, pero los inspectores se habían quedado allá. Poco después de medianoche, Maigret recibió una llamada telefónica del prefecto.

—¿Nada nuevo?

—Nada positivo hasta ahora.

—¿Los periódicos?

—No publicaron más que el comunicado. Pero en cuanto salga la primera edición, me figuro que habrá asalto de periodistas.

—¿Qué opina usted, Maigret?

—Nada todavía. El hermano de Delteil quería a toda costa que fuese un crimen político. Le he disuadido de ello con mucha suavidad.

El director de la Policía Judicial telefoneó también e incluso el juez Rateau. Todos dormían mal aquella noche. En cuanto a Maigret, no tenía intención de ir a acostarse.

Era la una y cuarto cuando recibió una sorprendente llamada de teléfono. No provenía ya de los alrededores de la estación del Norte, ni siquiera del centro de la ciudad, sino de la comisaría de Neuilly.

Allí acababan de hablar de la llamada de Maigret a un agente que regresaba de patrullar y aquél se rascó la cabeza y terminó por refunfuñar:

—Quizá fuese mejor que le telefonease.

Había contado su historia al sargento de servicio y el sargento le había animado a que se dirigiese al comisario. Se trataba de un joven agente que vestía el uniforme desde hacía sólo algunos meses.

—Yo no sé si esto le interesará —dijo, demasiado cerca del teléfono, de modo que su voz vibraba—. Fue esta mañana, o mejor dicho, ayer mañana, porque ya es más de medianoche... Estaba de servicio en el bulevar Richard Wallace, al lado del Bois de Boulogne, casi frente a Bagatelle, porque sólo esta noche hago servicio nocturno... Hay una hilera de casas todas iguales... Eran aproximadamente las diez... Me paré para mirar un enorme coche de marca extranjera que tenía una matrícula que yo no conocía... Un joven, detrás de mí, salió de un inmueble, el que tiene el número 7 bis. No me fijé en él, porque marchaba con naturalidad en dirección a la esquina de la calle... Luego vi a la portera que salía a su vez y que tenía un aspecto raro... Como da la casualidad de que la conozco un poco, porque cambié algunas palabras con ella un día que llevaba una citación para alguien que vive en su casa, me reconoció. «Parece usted inquieta», le dije. Y ella me contestó: «Me pregunto qué venía ése a buscar en la casa.» Miraba del lado del joven que estaba justamente volviendo la esquina. «Ha pasado delante de la portería sin preguntar nada —continuó la portera—. Se dirigió al ascensor, vaciló y comenzó a subir la escalera. Como no le había visto nunca, corrí detrás. «¿Por quién pregunta?» Había subido ya algunos escalones. Se volvió sorprendido, como asustado, y tardó un momento en contestarme. Todo lo que se le ocurrió como contestación fue: «He debido de equivocarme de edificio».

El agente continuó:

—La portera pretende que la miraba de un modo tan extraño que no se atrevió a insistir. Pero cuando salió, le siguió. Como yo estaba también intrigado, me dirigí hacia la esquina de la calle Longchamps, mas no había nadie. Sólo ahora acaban de mostrarme la foto. Yo no estoy seguro, pero juraría que es él. Quizás he hecho mal en telefonearle. El sargento me ha dicho...

—Ha hecho usted muy bien.

Y el joven agente, que no perdía el hilo, añadió:

—Me llamo Émile Labraz.

Maigret llamó a Lapointe.

—¿Cansado?

—No, jefe.

—Vas a instalarte en mi despacho y tomar todas las comunicaciones. Espero estar aquí de vuelta dentro de tres cuartos de hora. Si hubiera algo urgente, llámame al bulevar Richard Wallace, en Neuilly, 7 bis. En casa de la portera, que debe de tener teléfono. Por cierto, ganaríamos tiempo si la telefoneases ahora para advertirla que necesito hablarle un momento. De este modo, tendrá tiempo de levantarse y ponerse una bata antes que yo llegue.

El trayecto por las calles desiertas llevó poco tiempo y, cuando llamó, encontró la portería iluminada y a la portera, no con bata, sino completamente vestida. Era un inmueble elegante y la portería, una especie de salón. En la habitación contigua, cuya puerta estaba entreabierta, se veía un niño dormido.

—¿
Monsieur
Maigret? —murmuró la buena mujer, toda emocionada de recibirle personalmente.

—Siento mucho haberla despertado. Quisiera solamente que mirase estas fotografías y me dijese si el joven que sorprendió usted ayer mañana en la escalera se parece a alguna de ellas.

Había tomado la precaución de proveerse de un juego de fotos que representaban a muchachos de la misma edad aproximadamente. La portera no titubeó más de lo que lo había hecho el industrial de Clermont.

—¡Es él! —dijo designando la foto de Alain Lagrange.

—¿Está usted completamente segura?

—No es posible equivocarse.

—Cuando le alcanzó usted, ¿no hizo ningún ademán de amenaza?

—¡No! Tiene gracia que me pregunte usted eso, porque he pensado en ello. Es más bien una impresión, ¿comprende? No quisiera afirmar nada de lo que no estoy segura. Cuando se volvió, no se movió, pero tuve una extraña sensación en el pecho. Para decirle todo, me pareció que vacilaba en hacerme una mala pasada.

—¿Cuántos inquilinos hay en la casa?

—Hay dos viviendas por piso, lo que hace catorce viviendas en los siete pisos. Pero hay dos vacíos en este momento. Una familia se marchó hace tres semanas al Brasil —eran brasileños de la Embajada— y el señor del quinto murió hace doce días.

—¿Podría usted darme una lista de los inquilinos?

—Es fácil. Tengo una ya hecha.

Había agua hirviendo en un hornillo de gas y, después de haber entregado al comisario una hoja de papel mecanografiada, la portera se puso a preparar café.

—He pensado que tomaría usted una taza. A estas horas... Mi marido, que tuve la desgracia de perder el año pasado, no pertenecía bien a la Policía, pero era guardia municipal.

—Veo dos nombres en la planta baja, los Delval y los Trelo.

La portera se echó a reír.

—Sí, los Delval. Son importadores que tienen sus oficinas en la plaza de las Victorias. Pero
monsieur
Trelo vive completamente solo. ¿No le conoce? Es el cómico de cine.

—De todos modos, no era contra ellos contra quienes venía el joven, puesto que, después de haber titubeado ante el ascensor, se dirigió hacia la escalera.

—En el primero izquierda,
monsieur
Desquins, que ve usted en la lista, está ausente en este momento. Está de vacaciones en casa de sus hijos, que tienen una propiedad en el Mediodía.

—¿Y qué hace?

—Nada. Tiene dinero. Es un viudo muy educado y apacible.

—A la derecha, Rosetti.

—Son italianos. Ella es una hermosa mujer. Tienen tres criados, además de un aya para el niño, que tiene poco más de un año.

—¿Profesión?


Monsieur
Rosetti está en la industria del automóvil. Su coche era precisamente el que miraba el agente cuando salí detrás del joven.

—¿Y el segundo? Le pido excusas por tenerla levantada tanto tiempo.

—De nada. ¿Dos terrones de azúcar? ¿Leche?

—Solo. Muchas gracias. Mettetal. ¿Quiénes son?

—Gente rica también, pero que no pueden conservar a las criadas porque
madame
Mettetal, que no tiene buena salud, la toma con todo el mundo.

Maigret tomaba notas al margen de la lista.

—En el mismo piso veo: Beauman.

—Son corredores de diamantes. Están de viaje. Es la temporada y les hago llegar el correo a Suiza.

—En el tercero derecha, Jeanne Debul. ¿Una mujer sola?

—Sí, una mujer sola.

La portera dijo eso con el tono que las mujeres emplean generalmente para hablar de otra mujer a la que no tienen ninguna simpatía.

—¿Qué género?

—Es difícil llamar a eso un género. Se marchó ayer a mediodía a Inglaterra. Me sorprendió incluso que no hubiese hablado de ello.

—¿A quién?

—A su muchacha, una buena chica que me cuenta todo.

—¿Está arriba la criada?

—Sí. Ha pasado una parte de la velada en la portería. Remoloneaba en ir a acostarse porque es miedosa y le asusta dormir sola en el piso.

—¿Dice usted que se sorprendió?

—¿La criada? Sí. La noche anterior
madame
Debul volvió de madrugada, como le ocurre muchas veces. Fíjese que decimos «
madame»
, pero estoy convencida de que no ha estado casada nunca.

—¿Qué edad?

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