El rey de hierro (3 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Histórico, Novela

—Encargaréis al mercader Albizzi que haga dos escarcelas parecidas a ésta —dijo Isabel a su dama—, y que me las envíe en seguida.

Luego, cuando ésta hubo salido, agregó, dirigiéndose a Roberto de Artois:

—De esa manera podréis llevároslas a Francia.

—Y nadie sabrá que habrán pasado por mis manos —dijo él.

Fuera resonaron gritos y risas. Roberto de Artois se aproximó a una de las ventanas. En el patio, un equipo de albañiles se disponía a izar una pesada piedra clave de bóveda. Unos hombres tiraban de la cuerda de una polea mientras otros, subidos a un andamiaje, se aprestaban a aferrar el bloque de piedra. La faena parecía realizarse en una atmósfera de buen humor.

—¡Y bien! —exclamó de Artois—. Parece que al rey Eduardo sigue gustándole la albañilería.

Acababa de reconocer, en medio de los obreros, a Eduardo II, marido de Isabel, un hombre bastante apuesto, de unos treinta años de edad, cabellos ondulados, anchos hombros y fuertes caderas. Su traje de terciopelo estaba manchado de yeso.
(El rey Eduardo II fue el primer soberano de Inglaterra que llevó el título de Príncipe de Gales antes de su ascensión al trono. Según algunos historiadores, contaba tres días de edad cuando los señores galeses acudieron a su padre, Eduardo I, para pedirle que les diera un príncipe que pudiera comprenderlos y que no hablara ni inglés ni francés. Eduardo I dijo que iba a complacerles y les indicó a su hijo, que no hablaba aún lengua alguna.)

—Hace más de quince años que comenzaron a reconstruir Westminster —dijo isabel, colérica (pronunciaba Westmoustiers, a la francesa)—. Hace seis años, desde que me casé, que vivo entre paletas y mortero. ¡Lo que constgruyen en un mes lo destruyen el otro! ¿No le gusta la albañilería, sino los albañiles! ¿Creéis que lo llaman “señor”? ¡No! Para ellos es Eduardo. Se burlan de él, y él está encantado. ¡Miralo! ¡Ahí lo tenéis!

En el patio, Eduardo II daba órdenes, apoyado sobre el hombro de un joven. Reinaba a su alrededor una sospechosa familiaridad.

—Creía —dijo Isabel— que había conocido lo peor con aquel caballero de Gabastón. Aquel bearnés insolente y jactancioso gobernaba de tal manera a mi marido que disponía del reino a su antojo. Eduardo le dio todas mis joyas de recién casada. ¡Debe de ser costumbre familiar que, de un modo u otro, las joyas de las mujeres vayan a parar a los hombres!

Teniendo a su lado a un pariente y amigo, Isabel se permitía, por fin, desahogar sus penas y humillaciones.

En realidad, las costumbres del rey Eduardo eran conocidas en toda Europa.

—Los barones y yo conseguimos abatir a Gabastón el año pasado; le cortaron la cabeza y me alegré de que su cuerpo fuera a pudrirse en los dominios de Oxford. ¡Pues bien!, he llegado a añorar al caballero de Gabastón. Porque desde aquel día, como para vengarse de mí, Eduardo atrae a palacio a los hombres más ruines e infames de su pueblo. Se le ve recorrer las tabernas del puerto de Londres, sentarse con truhanes, rivalizar en luchas con los descargadores y en carreras con los palafreneros. ¡Hermosos torneos los que nos ofrece! Entretanto, cualquiera manda en el reino, con tal que le organice sus bacanales y que participe en ellas. En este momento les ha tocado el turno a los barones de Despenser; el padre gobernando; el hijo sirviendo de mujer a mi esposo. En cuanto amí, Eduardo, ni se me acerca, y si por casualidad viene a mi cama, siento tal vergüenza sque permanezco absolutamente fría.

Había bajado la cabeza.

—Una reina es el súbdito más miserable del reino —prosiguió— si el rey no la ama. Asegurada la descendencia, su vida ya no cuenta. ¿Qué mujer de barón, de burgués, o de villano soportaría lo que y debo soportar por ser reina? La última lavandera del reino tiene más derechos que y: puede pedirme ayuda…

—Prima, mi hermosa prima, y quiero brindaros mi ayuda —dijo Artois con vehemencia.

Ella alzó tristemente los hombros como si quisiera decir “¿Qué podéis hacer por mí?” Estaban frente a frente; Roberto la tomó por los brazos lo más suavemente que pudo, y murmuró:

—Isabel…

Ella posó sus manos sobre los brazos del gigante. Se miraron sobrecogidos por una turbación imprevista.

De Artois se sintió extrañamente conmovido, y oprimido por una fuerza que temía utilizar con torpeza. Sintió bruscamente el anhelo de consagrar su tiempo, su vida, su cuerpo y su alma a aquella reina frágil. La deseaba, con un deseo inmediato e incontenible, que no sabía cómo expresar. Sus gustos no lo inclinaban, por lo común, hacia las mujeres de calidad y el don de la galantería no se contaba entre sus virtudes.

—Muchos hombres agradecerían al cielo, de rodillas, lo que un rey desdeña, ignorando su perfección —dijo Roberto—. ¡Cómo es posible que a vuestra edad tan fresca y tan joven os veáis privada de las alegrías naturales? ¿Cómo es posible que esos dulces labios no sean besados? ¡Y estos brazos… este cuerpo…? ¡Ha, Isabel tomad un hombre, y que ese hombre sea yo..!

Ciertamente, decía con rudeza lo que quería y su elocuencia se parecía muy poco a la del duque Guillermo de Aquitania. Pero Isabel no separaba su mirada de la de él. La dominaba, la aplastaba con su estatura; olía a bosque, a cuero, a caballo y a armadura; no tenía la voz ni la apariencia de un seductor y, sin embargo, la seducía. Era un hombre de una pieza, un macho rudo y violento, de respiración profunda. Isabel sentía que su voluntad la abandonaba y sólo tenía un deseo: apoyar su cabeza contra aquel pecho de búfalo y abandonarse… apagar aquella gran sed… Temblaba un poco.

Se apartó de golpe.

—¡No, Roberto! —exclamó—. No voy a hacer y lo que tanto reprocho a mis cuñadas. No puedo ni debo hacerlo. Pero cuando pienso en lo que me impongo, en lo que me niego, mientras ellas tienen la suerte de tener maridos que las aman… ¡Ah, no! Es preciso que sean castigadas!

Su pensamiento se encarnizaba con las culpables, ya que ella no se permitía la misma culpa.

Volvió a sentarse en el gran sitial de roble. Roberto de Artois se aproximó a ella.

—No, Roberto— dijo, extendiendo los brazos—. No os aprovechéis de ni desfallecimiento; me enojaríais.

La extremada belleza, al igual que la majestad inspira respeto. El gigante obedeció.

Pero aquel momento jamás se borraría de la memoria de los dos.

“Puedo ser amada”, se decía Isabel. Y casi sentía gratitud hacia el hombre que le había dado la certeza.

—¿Era eso todo lo que debíais comunicarme, primo? ¿No me traéis otras noticias? —dijo, haciendo un gran esfuerzo para dominarse.

Roberto de Artois, que se preguntaba si no había cometido error al no aprovechar la oportunidad, tardó algún tiempo en contestar.

—Sí, señora, os traigo también un mensaje de vuestro tío Valois.

El nuevo vínculo que se había creado entre ellos daba a sus palabras otras resonancias, y no podían estar completamente atentos a lo que decían.

—Los dignatarios del Temple serán juzgados muy pronto —continuó diciendo de Artois—. Y se teme que vuestro padrino, el gran maestre Jacobo de Molay, sea condenado a muerte. Vuestro tío Valois os pide que escribáis al rey par suplicarle clemencia.

Isabel no respondió. Había vuelto a su posición acostumbrada, la barbilla sobre la palma.

—¡Cómo os parecéis a él, en este momento! —dijo de Artois.

—¡A quién?

—Al rey Felipe, vuestro padre.

—Lo que decida mi padre, el rey, bien decidido está —respondió lentamente Isabel—. Puedo intervenir en lo concerniente al honor familiar; pero no pienso hacerlo con respecto al gobierno de un reino.

—Jacobo de Molay es un hombre anciano. Fue noble y grande. Si ha cometido faltas las ha expiado duramente. Recordad que os tuvo en sus brazos en la pila bautismal… ¡Creedme, va a cometerse un gran daño, por obra una vez más, de Nogaret y de Marigny! Al destruir el Temple, esos hombres salidos de la nada han querido atacar a toda la caballería francesa y a los altos barones…

La reina seguía perpleja; ostensiblemente el asunto era superior a su entendimiento.

—No puedo juzgar —dijo—. No puedo juzgarlo.

—Sabéis que tengo una gran deuda adquirida con vuestro tío Valois, y él me quedaría agradecido si obtuviera de vos esa carta. Además, la piedad nunca sienta mal a una reina; es sentimiento de mujer, y seríais alabada por ello. Algunos os reprochan vuestra dureza de corazón; así les daríais cumplida respuesta. Hacedlo por vos, Isabel, y hacedlo por mí.

Ella sonrió.

—Sois muy hábil, primo Roberto, a pesar de vuestro aire ceñudo. Escribiré esa carta y podréis llevároslo todo junto. ¿Cuándo partiréis?

—Cuando me lo ordenéis, prima.

—Supongo que las escarcelas estarán listas mañana. Muy pronto es.

La voz de la reina reflejaba cierto pesar. Se miraron de nuevo, y de nuevo ella se turbó.

—Esperaré vuestro mensaje para saber si debo partir hacia Francia. Adiós, primo. Volveremos a vernos durante la cena.

De Artois se despidió y la habitación, después que él salió, parecía extrañamente tranquila, como un valle tras la tempestad. Isabel cerró los ojos y permaneció inmóvil durante largo rato.

Los hombres llamados a desempeñar un papel decisivo en la historia de los pueblos ignoran a menudo qué destinos encarnan. Los dos personajes que acababan de sostener tan larga entrevista, una tarde de marzo de 1314, en el castillo de Westminster, no podían jamás imaginarse que, por el encadenamiento de sus actos se convertirían en los primeros artífices de una guerra entre Francia e Inglaterra que duraría mas de cien años.

II.- Los prisioneros del Temple

La muralla estaba cubierta de salitre. Una vaporosa claridad amarillenta comenzaba a descender hacia la sala cavada en el subsuelo.

El prisionero que dormitaba con los brazos plegados bajo el mentón se estremeció y se irguió bruscamente, huraño, palpitante. Durante un momento permaneció inmóvil, mirando la bruma de la mañana que se deslizaba por el tragaluz. Escuchaba. Nítidos, auque ahogados por el espesor de los enormes muros, llagaban hasta él los tañidos de las campanas anunciando las primeras misas: campanas parisienses, de Saint Martín, de Saint Merry, de Saint Germain L’Auxerrois, de Saint Eustache y de Notre Dame, campesinas campanas de las cercanas aldeas de la Courtielle, de Clignancourt y de Montmartre.

El prisionero no percibió ruido alguno que pudiera inquietarlo. Era sólo la angustia lo que le había sobresaltado, aquella angustia que le sobrevenía a cada despertar, así como en cada sueño tenía una pesadilla.

Cogió la escudilla de madera y bebió un gran trago de agua para calmar la fiebre que no lo abandonaba desde hacía ya muchos días. Después de beber, dejó que el agua se aquietara y se miró en ella, como en un espejo. La imagen que logró captar, imprecisa y oscura, era la de un centenario. Permaneció unos instantes buscando un resto de su antiguo aspecto en aquel rostro flotante, en aquella barba macilenta, en aquellos labios hundidos en la boca desdentada, en la nariz afilada, que temblaban en el fondo de la escudilla.

Se levantó lentamente y dio algunos pasos, hasta que sintió el tirón de la cadena que lo amarraba al muro. Entonces comenzó a gritar:

—¡Jacobo de Molay! ¡Jacobo de Molay! ¡soy Jacobo de Molay!

Nada le respondió, lo sabía; nada debía responderle.

Pero necesitaba gritar su propio nombre, para impedir que su espíritu se disminuyera en la demencia, para recordarse que había mandado ejércitos, gobernado provincias, ostentando un poder igual al de los soberanos y que, mientras conservara un soplo de vida, seguiría siendo, aun en aquel calabozo, el gran maestre de la Orden de los Caballeros del Temple.
(La soberana Orden de los Caballeros del Temple de Jerusalén fue fundada en 1128, para asegurar la custodia de los Santos Lugares de Palestina y proteger las rutas de peregrinaje.

Su regla, recibida de san Bernardo, era severa. Les imponía castidad, pobreza y obediencia. No debían “mirar demasiado, rostro de mujer”, ni “besar hembra; ni viuda, ni doncella, ni madre, ni hermana, ni tía, ni ninguna otra mujer”. En la guerra debían aceptar el combate de uno contra tres y no podían ser rescatados con dinero. Sólo les estaba permitida la caza del león.

Única fuerza militar bien organizada, estos monjes-soldados eran los cuadros permanentes de las hordas informes que se reunían en cada Cruzada. Colocados en la vanguardia de todos lo ataques y en retaguardia de todas las retiradas, embarazados por incompetencia o las rivalidades de los príncipes que mandaban estos ejércitos improvisados, perdieron, en el lapso de dos siglos, más de 20,000 hombres en los campos de batalla, cifra considerable en relación con los efectivos de la Orden. Pero también cometieron hacia el fin funestos errores, de carácter estratégico.

Siempre fueron buenos administradores. Como se les necesitaba, el oro de Europa afluyó a sus cofres. Provincias enteras fueron confiadas a su cuidado. Durante un siglo aseguraron al gobierno efectivo de reino latino de Constantinopla. Viajaban por el mundo como amos, sin pagar impuestos, tributos ni peaje. Sólo obedecían al Papa. Tenían encomiendas en toda Europa y en todo el Medio Oriente, pero el centro de su administración estaba en París. Cuando las circunstancias los obligaron a dedicarse a la banca, la Santa Sede y los principales soberanos europeos tuvieron cuentas corrientes con ellos. Prestaban con garantía y adelantaban los rescates de los prisioneros. El emperador Balduino les dio, como fianza, la “Vera-Cruz”.

Todo es desmesurado en el caso de los Templarios: expediciones, conquistas, fortuna… Todo, hasta la manera misma como fueron suprimidos. El pergamino que contiene la transcripción de los interrogatorios a que fueron sometidos en 1307, mide veintidós metros con veinte centímetros. Desde el extraordinario proceso, las controversias no han cesado jamás. Ciertos historiadores han tomado partido contra los acusados; otros, contra Felipe el Hermoso. No hay duda de que las imputaciones hechas a los Templarios fueron exageradas o falsas en gran parte; pero tampoco se puede negar que hubo entre ellos profundas desviaciones dogmáticas. Su larga estancia en Oriente los había puesto en contacto con ciertos ritos de la primitiva religión cristiana, con la religión islámica que ellos combatían, y con las tradiciones esotéricas del antiguo Egipto. La acusación de brujería, idolatría y de prácticas demoníacas se originó, por una confusión muy habitual en la inquisición medieval, a causa de sus ceremonias de iniciación.

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