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Authors: Maurice Druon

Tags: #Histórico, Novela

El rey de hierro (4 page)

El caso de los Templarios nos interesaría menos si no tuviera prolongaciones en la historia del mundo moderno. Es sabido que la Orden del Temple, inmediatamente después de su destrucción, fue reorganizada en forma de sociedad secreta internacional, y conocemos los nombres de los grandes maestres secretos hasta el siglo XVIII. Los Templarios son el origen de las cofradías, institución que aún subsiste. Necesitaban obreros cristianos en sus lejanas encomiendas y los organizaron de acuerdo con su propia filosofía, dándoles una regla llamada “deber”. Estos obreros que no llevaban espada, vestían de blanco. Participaron en las cruzadas y edificaron, en el Medio Oriente, formidables ciudades según lo que se llama en arquitectura “aparejo de los cruzados”. Adquirieron en esos lugares métodos de trabajo heredados de la antigüedad que sirvieron en Europa para levantar las iglesias góticas. En París, los cofrades vivían dentro del recinto del Temple o en el barrio vecino, donde disfrutaban de “franquicias” y que siguió siendo durante quinientos años el centro de los obreros iniciados.

La Orden del Temple, por medio de las cofradías, se relaciona con los orígenes de la masonería, en la que encontramos huellas de sus ceremonias de iniciación y sus emblemas, que no sólo pertenecen a las antiguas compañías de obreros, sino que también, hecho mucho más sorprendente, se ven en los muros de ciertas tumbas de arquitectos del antiguo Egipto. Todo hace pensar, pues, que los ritos, emblemas y procedimientos de trabajo de ese período de la Edad Media fueron introducidos en Europa por los Templarios.)

Por un exceso de crueldad o de escarnio, se veía encerrado, lo mismo él que los principales dignatarios, en las salas bajas, transformadas en cárcel de la torre mayor del palacio del Temple, ¡en su propia casa matriz!

—¡Y fui y quien hizo construir esta torre! —murmuró el gran maestre, colérico, golpeando la muralla con el puño.

Su gesto le arrancó un grito; se había olvidado de que tenía el pulgar destrozado por las torturas. ¿Pero qué lugar de su cuerpo no se había convertido en una llaga o en asiento de un dolor? La sangre circulaba mal por sus piernas y sentía calambres desesperantes desde que lo habían sometido al suplicio de los borceguíes. Con las piernas atadas a unas tablas, había sentido hundírsele en las carnes las uñas de roble sobre las cuales sus torturadores golpeaban con mazos, mientras la voz fría, insistente, de Guillermo de Nogaret, guardasellos del reino, lo apremiaba a confesar. ¿Pero confesar qué…?, y se había desvanecido.

Sobre su carne lacerada, desgarrada, la suciedad, la humedad y la falta de alimentos, hicieron su obra.

Había padecido también, últimamente, el tormento de la garrucha, tal vez el más espantoso de todos los que sufriera. Ataron a su pie derecho el peso de ochenta kilos y por medio de una cuerda y de una polea, lo izaron, ¡a él, a un anciano!, hasta el techo. Y siempre con la voz siniestra de Guillermo de Nogaret: “Vamos, messire, confesad…” Y como se obstinara en negar, tiraron de él una y otra vez, más fuerte y más rápido, del suelo a la bóveda. Sintiendo que sus miembros se desgarraban, que le estallaba el cuerpo, comenzó a gritar que confesaría, sí, todo, cualquier crimen, todos los crímenes del mundo. Sí, los Templarios practicaban la sodomía entre ellos; sí, para entrar en la Orden debían escupir sobre la cruz; sí, adoraban a un ídolo con cabeza de gato; sí, se entregaban a la magia, a la hechicería, al culto del diablo; sí, malversaban los fondos que les habían fomentado una conspiración contra el Papa y el rey… ¿Y qué más, qué más?

Jacobo de Molay se preguntaba cómo había podido sobrevivir a todo aquello. Sin duda las torturas, sabiamente dosificadas, nunca habían sido llevadas hasta el extremo de hacerle correr peligro de muerte, y también porque la constitución de un viejo caballero hecho a la guerra tenía mayor resistencia de la que él mismo suponía.

Se arrodilló, con los ojos fijos en el rayo de la luz del respiradero.

—Señor, Dios mío —dijo—, ¿por qué pusisteis menos fuerza en mi alma que en mi cuerpo? ¿He sido indigno de dirigir la Orden? No me evitasteis caer en la cobardía, evitad, Señor, que caiga en la locura. Ya no podré resistir mucho tiempo, siento que no podré.

Hacía siete años que estaba encadenado; sólo salía de la prisión para ser arrastrado ante la comisión inquisidora y sometido a toda clase de amenazas de legistas y presiones de teólogos. Con semejante trato, no era de extrañar que temiera volverse loco. A menudo había intentado domesticar una pareja de ratones que acudía todas las noches a roer los restos de su pan. Pasaba de la cólera a las lágrimas; de la crisis de devoción, al deseo de violencia; del enervamiento, a la furia.

—¡Lo pagarán! —se repetía—. ¡Lo pagarán!

¿Quién debía pagar? Clemente, Guillermo, Felipe, el Papa, el guardasellos, el rey… Morirían. Molay no sabía cómo, pero seguramente en medio de atroces sufrimientos. Tendrían que expiar sus crímenes. Remachaba sin cesar los tres nombres aborrecidos. Todavía de rodillas y con la barba alzada hacia el tragaluz, el gran maestre suspiró.

—Gracias, Señor, Dios mío, por haberme dejado el odio. Es la única fuerza que me sostiene.

Se incorporó con esfuerzo y volvió al banco de piedra empotrado en el muro, que le servía de asiento y de lecho.

¿Quién hubiera imaginado que llegaría a ese extremo?

Su pensamiento lo llevaba continuamente hacia su juventud, hacia el adolescente que fuera cincuenta años atrás, cuando descendió por las laderas de su Jura natal para correr gran aventura.

Como todos los segundones de la nobleza, había soñado con vestir el largo manto blanco con la cruz negra que era el uniforme de la Orden del Temple. El solo nombre de Templario evocaba entonces exotismo y epopeya; los navíos con las velas henchidas singlando hacia Oriente sobre el mar azul, las cargas al galope en las arenas, los tesoros de Arabia, los cautivos rescatados, las ciudades tomadas y saqueadas, las fortalezas gigantescas. Se decía también que los Templarios tenían puertos secretos donde embarcaban hacia continentes desconocidos…

Jacobo de Molay había realizado su sueño; había navegado y había habitado fortalezas rubias de sol, había marchado orgullosamente a través de ciudades lejanas, por calles perfumadas de especias e incienso, vestido con el soberbio manto, cuyos pliegues caían hasta las espuelas de oro.

Había ascendido en la jerarquía de la Orden mucho más de lo que nunca se habría atrevido a esperar, sobrepasando todas las dignidades, hasta que por fin sus hermanos lo eligieron para desempeñar la suprema función de gran maestre de Francia y de Ultramar, al mando de quince mil caballeros.

Todo para concluir en aquel sótano, en aquella podredumbre y desnudez. Pocos destinos mostraban tan prodigiosa fortuna seguida de tan gran decadencia…

Jacobo de Molay, con ayuda de un eslabón de su cadena, trazaba en el tabique del muro vagos diseños que figuraban las letras de “Jerusalem”, cuando oyó pesados pasos y ruido de armas en la escalera que descendía hasta su calabozo.

La angustia volvió a oprimirlo, pero esta vez con motivo. La puerta rechinó al abrirse y, detrás del carcelero, Molay distinguió a cuatro arqueros con túnica de cuero y la pica en la mano. Delante de sus caras el aliento formaba tenues nubecillas de vapor.

—Venimos en vuestra busca, messire —dijo el jefe del pelotón.

Molay se levantó sin decir palabra.

El carcelero se acercó, y con grandes golpes de martillo y buril hizo saltar el pasador que unía la cadena a las anillas de hierro, que aprisionaban los tobillos del prisionero.

Este ajustó a sus hombros descarnados su manto de gloria, ahora simple harapo grisáceo cuya cruz negra se deshacía en girones sobre la espalda.

Luego se puso en marcha. Aún le restaba a aquel anciano agotado, tambaleante, cuyos pies entorpecidos por el peso de los hierros subían los escalones de la torre cierta apostura del jefe guerrero que, desde Chipre, mandaba a todos los cristianos de Oriente.

“Señor Dios mío, dadme fuerzas —murmuraba en su fuero íntimo. Sólo un poco de fuerza.” Para encontrarla iba repitiendo los nombres de sus tres enemigos Clemente, Guillermo, Felipe…

La bruma colmaba el vasto patio del Temple, encapuchaba las torrecillas del muro exterior, se deslizaba entre las almenas y acolchaba la aguja de la gran iglesia de la Orden.

Un centenar de soldados con las armas en el suelo se hallaban reunidos alrededor de una carreta abierta y cuadrada.

De más allá de las murallas llegaba el rumor de París y, algunas veces, el relincho de un caballo cruzaba los aires con desgarradora tristeza.

En medio del patio, messire Alán de Pareilles, capitán de los arqueros del rey, el hombre que asistía a todas las ejecuciones, que acompañaba a los condenados hacia los juicios y al palo del tormento, caminaba con paso lento impasible el rostro, con expresión de fastidio. Sus cabellos de color de acero le caían en cortos mechones sobre la frente cuadrada. Llevaba cota de malla, espada al cinto y sostenía su casco bajo el brazo.

Volvió la cabeza al oír que salía el gran maestre, y éste al verlo, sintió que palidecía, si aún era capaz de palidecer.

Por lo general no se desplegaba tanto aparato para los interrogatorios; nunca había carretas ni hombres armados. Algunos guardias del rey iban en busca de los acusados para pasarlos en una barca al otro lado del Sena, comúnmente a la caída de la tarde.

—Entonces, ¿es cosa juzgada? —preguntó Molay al capitán de los arqueros.

—Lo es, messire —respondió éste.

—¿Sabéis cuál es el fallo, hijo mío? —dijo Molay, tras breve vacilación.

—Lo ignoro, meciere. Tengo orden de conduciros a Notre Dame para escuchar la sentencia.

Hubo un silencio, y luego Jacobo de Molay volvió a preguntar:

—¿En qué día estamos?

—Hoy es lunes, después de san Gregorio.

La fecha correspondía al 18 de marzo de 1314.
(El calendario utilizado en la Edad Media no era el mismo que se emplea actualmente y variaba en los distintos países. En Alemania, España, Suiza y Portugal, el año oficial empezaba el día de Navidad; en Venecia, el 1° de marzo; en Inglaterra, el 25 de marzo; en Roma, tanto el 25 de enero como el 25 de marzo; en Rusia, en el equinoccio de primavera.)

En Francia el año oficial comenzaba por Pascua. Esta singular costumbre de tomar una fecha móvil como punto de partida del año (llamado método de Pascuas, método francés o método antiguo) determinaba que los años tuvieran una duración variable, entre trescientos treinta o cuatrocientos días. Algunos años tenían dos primaveras, unas el comienzo y otra al final.

Este método antiguo es fuente de innumerables confusiones y de grandes dificultades para establecer una fecha exacta.

De acuerdo con el antiguo calendario, el final del proceso de los Templarios tuvo lugar en 1313, puesto que Pascua el año 1314 cayó el 7 de abril.

Hacia 1564, durante el reinado de Carlos IX, penúltimo rey de la dinastía de los Valois, fue fijado el primero de enero como fecha de comienzo del año. Rusia adoptó el “método nuevo” en 1725, Inglaterra en 1752, y Venecia, la última en adoptarlo, lo hizo después de ser conquistada por Bonaparte. (Las fechas de este relato corresponden, naturalmente, al “método nuevo”.)

“¿Me llevan hacia la muerte?” —se preguntaba Molay.

De nuevo se abrió la puerta de la torre y, escoltados por guardias, hicieron su aparición otros tres dignatarios de la Orden, el visitador general, el preceptor de Normandía y el comandante de Aquitania.

También ellos tenían cabellos blancos, blancas barbas hirsutas y párpados entornados sobre enormes órbitas; sus cuerpos flotaban embutidos en los mantos harapientos.

Durante unos instantes permanecieron inmóviles, parpadeando como grandes pájaros nocturnos deslumbrados por la luz del día.

El primero en precipitarse para abrazar al gran maestre, enredándose en sus cadenas, fue el preceptor de Normandía, Godofredo de Charnay. Una larga amistad unía a ambos. Jacobo de Molay había apadrinado en su carrera a Charnay, diez años más joven que él, en quién veía a su sucesor.

Una profunda cicatriz cortaba la frente de Charnay. Era una huella de antiguo combate, en el que un golpe de espada le había desviado también la nariz. Aquel hombre rudo de rostro cincelado por la guerra hundió la frente en el hombro del gran maestre para ocultar sus lágrimas.

—Animo, hermano mío, ánimo —dijo éste, estrechándole en sus brazos—. Animo, hermanos míos—repitió luego al abrazar a los otros dos dignatarios.

Se acercó un carcelero.

—Messire, tenéis derecho a ser desherrados —dijo.

El gran maestre separó las manos con gesto amargo y fatigado.

—No tengo el denario —respondió.

Pues para que les quitaran las argollas a cada salida los Templarios debían pagar un denario de la cantidad que se les destinaba para pagar la innoble pitanza, el jergón de la celda y el lavado de la camisa. ¡Otra crueldad supletoria de Nogaret, muy acorde con sus procedimientos! Eran inculpados, no condenados, tenían pues derecho a una indemnización por su mantenimiento; pero estaba calculada de tal forma que ayunaban cuatro días de cada ocho, dormían sobre piedra y se pudrían en la suciedad.

El preceptor de Normandía sacó de un viejo bolso de cuero que pendía de su cintura los dos denarios que le quedaban y los arrojó al suelo, uno para sus hierros y otro para los del gran maestre.

—¡Hermano! —exclamó Jacobo de Molay, intentando impedírselo.

—Para lo que nos va a servir… —repuso Charnay—. Aceptadlos, hermano; no veáis en ello ningún mérito.

—Si nos deshierran, puede ser buena señal —dijo el visitador general—. Tal vez el Papa haya intercedido por nosotros.

Los pocos dientes y rotos que le quedaban le hacían emitir un silbido al hablar, y tenía las manos hinchadas y temblorosas.

El gran maestre se encogió de hombros y señaló los cien arqueros alineados.

—Preparémonos a morir, hermano —respondió.

—Ved lo que han hecho —gimió el comandante de Aquitania, recogiendo su manga.

—Todos hemos sido torturados —respondió el gran maestre.

Desvió la mirada, como lo hacía siempre que se le hablaba de torturas. Había cedido y firmado confesiones falsas y no se lo perdonaba.

Con los ojos recorrió el inmenso recinto, sede y símbolo del poderío del Temple.

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