Read El rey de hierro Online

Authors: Maurice Druon

Tags: #Histórico, Novela

El rey de hierro (32 page)

El rey, que por lo general no era generoso, sintió deseos de dar algo a aquel hombre. No una limosna, sino un presente.

—Sé siempre buen servidor del reino. Andrés de los bosques —le dijo—. Y guarda esto que te hará recordarme.

Desanudó su cuerno de caza, una hermosa pieza de marfil, labrado y con incrustaciones de oro, que valía mas de los que el hombre había pagado por su libertad.

Las manos del labriego temblaban de orgullo y de emoción.

—¡Oh, esto… esto! —murmuraba—. Lo pondré a los pies de Nuestra Señora, la Virgen, para que proteja a mi casa. Que Dios os guarde, Sire.

El rey se alejó, henchido de alegría como hacía meses no había sentido. Un hombre le había hablado en la soledad de los bosques, un hombre que, gracias a él, era libre y dichoso. El pesado fardo del poder y de los años se aligeraba de golpe. Había hecho bien su trabajo de rey. “Desde lo alto de un trono —se dijo—, uno sabe que hiere, pero nunca sabe si se ha hecho el bien que ha querido hacer ni a quién”. Esta inesperada aprobación, surgida de la masa de su pueblo, le resultaba más preciosa y dulce que todos los elogios de los cortesanos. “Debí haber extendido la liberación a todo el reino… Este hombre a quien acabo de ver, si se le hubiera instruido en su juventud, habría hecho un preboste o un capitán mejor que muchos.

Pensaba en todos los Andrés de los bosques, del valle o del prado, en los Juan-Luis de los campos, en los Jacobo de la aldea o del cercado, cuyos hijos libres de la condición de servidumbre, constituirían una gran reserva de hombres y de fuerzas para el reino. “Veré con Enguerrando de ampliar esa ordenanza.”

En este momento oyó un “rau… rau…” ronco, a su derecha, y reconoció el ladrido de Lombardo.

—¡Sus, mi servidor, sus! ¡Adelante…! ¡Adelante! —gritó el rey.

Lombardo había encontrado el rastro y corría sin detenerse, con el hocico a ras del suelo. No era el rey quien había perdido la caza sino el resto de la partida. Felipe el Hermoso sintió un juvenil placer al pensar que iba a perseguir y dar a aquel ciervo de diez puntas él solo, con la única ayuda de su perro favorito.

Picó al caballo y salió al galope, siguiendo a Lombardo, sin noción del tiempo, a través de campos y valles, saltando taludes y setos. Tenía calor, y el sudor, frío, le corría por la espalda.

De pronto, vio una masa oscura que huía por la blanca llanura.

—¡Tuá! ¡Sus, Lombardo! —gritó el rey— ¡A la cabeza, a la cabeza!

Era el ciervo perseguido, un gran animal negro con la barriga de color claro. Ya no corría con la ligereza del principio de la cacería. Se movía lentamente, deteniéndose algunas veces, mirando hacia atrás y reanudando la carrera con torpe salto.

Lombardo ladraba con más fuerza viendo la proximidad de la pieza, y ganaba terreno.

La cornamenta del ciervo intrigaba al rey. Algo brillaba en ella y luego se apagaba. Sin embargo, la res no tenía nada de esos animales fabulosos de que hablan las leyendas. Pero que nunca se encuentran, como el famoso ciervo de san Humberto, infatigable, con su cruz enhiesta en la mitad de la testuz. Este era simplemente un animal agotado que había huido sin astucia, corriendo al ritmo de su miedo a través de los campos y que pronto se vería acorralado.

Con Lombardo a los corvejones, el ciervo se guareció en un bosquecito de hayas, y no salió más. Al instante oyó que los ladridos de Lombardo cobraban esa sonoridad más prolongada y más alta, furiosa y conmovedora a la vez, propia de los perros cuando el animal que persiguen está vencido.

El rey penetró en el bosquecillo: rayos de sol sin calor se filtraban a través de las ramas, y enrojecían la escarcha.

El rey se detuvo y sacó de la vaina su espada corta. Sentía entre sus piernas los latidos del corazón del caballo; y él mismo aspiraba el aire frío a grandes bocanadas. Lombardo no cesaba de aullar. Allí estaba el ciervo grande, pegado contra un árbol, la cabeza gacha y el hocico casi a ras de suelo; su pelaje chorreaba y humeaba. Entre sus inmensos cuernos llevaba una cruz, un poco atravesada, que brillaba. Eso fue lo que vio el rey durante un instante, porque en seguida se estupor se trocó en espanto: su cuerpo se negaba a obedecerle. Quería apearse de su cabalgadura, pero el pie no soltaba el estribo; sus piernas pendían contra los flancos del caballo como dos botas de mármol. Sus manos, dejando caer las riendas, quedaron inertes. Trató de gritar, pero ningún sonido salió de su garganta.

El ciervo, con la lengua colgante, lo miraba con sus grandes ojos trágicos. En su cornamenta la cruz se apagó y brillo de nuevo. Los árboles, el sol, todo cuanto le rodeaba, se transformó ante los ojos del rey, que sintió un espantoso estallido dentro de la cabeza, y luego lo envolvió de pronto una total oscuridad.

Momentos después, cuando el resto de la partida llegó al bosquecillo, hallaron el cuerpo del rey de Francia tendido a los pies de su caballo. Lombardo ladraba sin cesar frente al gran ciervo peregrino, cuyos cuernos sostenían dos ramas secas, desprendidas de algún árbol, puestas en forma de cruz y relucientes al sol, bajo su barniz de escarcha.

Pero nadie se preocupó del ciervo; mientras los monteros contenían a la jauría, el animal, repuesto ya, huyó seguido solamente por algunos perros que lo perseguirían hasta l noche o lo llevarían a ahogarse en un estanque.

Hugo de Bouville, inclinado sobre Felipe el Hermoso, gritó:

—¡El rey vive!

Con dos resalvos cortados, allí mismo a golpes de espada, cintos y mantas, se improvisó una camilla sobre la cual extendieron al monarca. Este no se movió más que para vomitar y vaciarse por dentro, como un pato al cual se ahoga.

Tenía los ojos vidriosos y entornados.

De esta manera lo condujeron hasta Clermont donde, por la noche, recobró parcialmente el uso de la palabra. Los médicos, requeridos inmediatamente, lo sangraron.

Sus primeras palabras, penosamente articuladas, dirigidas a Bouville que velaba, fueron:

—La cruz… La cruz…

Bouville, creyendo que el rey quería orar fue en busca de un crucifijo.

Luego Felipe el Hermoso dijo:

—Tengo sed.

Al alba, tartamudeando, pidió que se le condujera a Fontainebleau, donde había nacido. También Clemente V, sintiéndose morir había querido regresar al lugar de su nacimiento.

Decidieron transportar al rey por el río para que sufriera menos sacudidas, y lo instalaron en una gran barcaza que descendió por el Oise. Los familiares, servidores y arqueros de la escolta seguían el cortejo en barca, o a caballo por la orilla.

La noticia se adelantaba al extraño cortejo y los ribereños acudían par ver pasar a la gran figura abatida. Los labriegos se descubrían, como cuando pasaba la procesión de las rogativas por sus campos. En cada aldea, los arqueros pedían pequeños braseros para calentar el aire en torno al rey. El cielo estaba uniformemente gris, cubierto de nubes nevosas.

El señor de Vauréal descendió desde su casa solariega que dominaba un recodo del Oise y acudió a saludar al rey. Lo halló con el rostro cubierto por un color de muerte. El rey no respondió más que con un movimiento de los párpados. ¿Dónde estaba el atleta que otrora doblegaba a dos hombres con solo apretar sobre sus hombros?

La noche cayó pronto. Prendieron grandes antorchas en la proa de las barcas, y la luz roja y danzarina se proyectaba sobre las orillas; parecía una gruta de llamas que atravesaba la noche.

Así llegaron hasta la confluencia del Sena, y de allí a Possy. El rey fue conducido al castillo.

Allí permaneció diez días., al cabo de los cuales parecía estar un poco mejor. Había recobrado el uso de la palabra. Podía mantenerse de pie con movimientos torpes aún y precavidos. Insistió en seguir viaje hacia Fontainebleau. Y haciendo un gran esfuerzo de voluntad, exigió que lo subieran a caballo. De esta manera, con gran prudencia, llegó hasta Esonnes. Pero allí, a pesar de todo el tesón de su energía, debió abandonar: el cuerpo real no obedecía más a la voluntad. Acabó el trayecto en una litera. La nieve caía otra vez y el ruido de los cascos de los caballos se ahogaban en ella.

En Fontainebleau, ya se había reunido la corte. Todas las chimeneas del castillo estaban encendidas.

Cuando el rey entraba en el edificio murmuró:

—EL sol, Bouvlle, el sol…

IX.- Una gran sombra sobre el reino

Durante unos doce días, el espíritu del rey vagó como un viajero perdido. A veces, aunque se fatigaba en seguida, parecía recobrar su actividad. Se preocupaba por los asuntos del reino, exigía revisar las cuentas, pedía con autoritaria impaciencia que le presentaran los documentos y ordenanzas para firmarlos. Jamás había demostrado tanta ansia de firmar. Luego, bruscamente, caía en un extraño aturdimiento y de su boca salían palabras raras, sin conexión ni significado. Se pasaba por la frente una mano blanda de dedos crispados.

En la corte se rumoreaba que estaba ausente de sí mismo. De hecho, comenzaba a ausentarse de este mundo.

En tres semanas, la enfermedad había convertido a aquel hombre de cuarenta y seis años en un anciano demacrado que no vivía más que a medias en el fondo de un cuarto del castillo de Fontainebleau.

¡Y siempre aquella sed que lo acometía y le hacía reclamar algo de beber!
(Según los documentos e informes de embajadores que se poseen, puede llegarse a la conclusión de que Felipe el Hermoso falleció a consecuencia de un derrame en una zona no motriz del cerebro. Tuvo una recaída mortal el 27 ó 27 de noviembre.)

Los médicos aseguraban que no tenía cura, y el astrólogo Martín, con palabras prudentes, anunció que a fines del mes un poderoso monarca de occidente sufriría una terrible prueba, prueba que coincidiría con un eclipse de sol: “Ese día —escribió maese Martín—, habrá una gran sombra sobre el reino.”

Y de improviso, una tarde, Felipe el Hermoso volvió a sentir en su cerebro aquel gran estallido y la espantosa caída en las tinieblas que le había sobrevenido en el bosque de Pont-Sainte-Maxence. Esta vez no había ciervo ni cruz. No había más que un cuerpo postrado en el lecho y sin sensación alguna de los cuidados que se le prodigaban.

Cuando emergió de aquella noche da la conciencia, incapaz de saber si había durado una hora o dos días, lo primero que distinguió el rey fue una larga forma blanca rematada por una estrecha corona negra, se inclinaba sobre él. También oyó que le hablaban.

—¡Ah! Hermano Renaud —dijo el rey, débilmente—, os reconozco… Pero parecéis envuelto en bruma.

Y al instante agregó:

—Tengo sed.

El hermano Renaud, de los dominicos de Possy, gran inquisidor de Francia, humedeció los labios del enfermo con un poco de agua bendita.

—¿Ha sido llamado el obispo Pedro? ¿Ha llegado ya? —preguntó entonces el rey.

Por uno de esos impulsos del alma, frecuentes en los moribundos y que los retrotraen a sus más remotos recuerdos, la obsesión del rey en los últimos días había sido la de reclamar a su cabecera a Pedro de Latille, obispo de Chälons, uno de sus compañeros de infancia. ¿Por qué, precisamente, a él? Su deseo provocó la conjetura de todos y se buscaron secretos motivos, cuando sólo habría debido verse en eso un accidente de la memoria.

—Sí,
Sire
, se le ha llamado —respondió el hermano Renaud.

Efectivamente, había sido despachado un jinete hacia el obispado de Chälons, pero tarde, con la esperanza de que el obispo no llegara a tiempo.

Porque el hermano Ranaud tenía una misión que no quería compartir con ningún otro eclesiástico. En efecto, el confesor del rey era al mismo tiempo el gran inquisidor de Francia. Compartían los mismos pesados secretos. El omnipotente monarca se veía privado del amigo de su elección para asistirle en el gran trance.

—¿Me habñabais desde hace mucho rato, hermano Renaud? —preguntó el rey.

El hermano Renaud, de barbilla hundida, ojillos negros, cabeza calva, estaba encargado, so capa de la voluntad divina, de obtener del rey lo que los vivientes aguardaban aún de él.


Sire
—dijo—, Dios os estaría agradecido si dejarais en orden los asuntos del reino.

El rey guardó silencio durante unos instantes.

—Hermano Renaud —dijo—, ¿Hice mi confesión?

—Desde luego, Sire, anteayer —respondió el dominico—. Una hermosa confesión que ha causado nuestra admiración y producirá la misma en todos vuestros súbditos. Dijisteis que os arrepentíais de haber cargado a vuestro pueblo, y sobre todo a la Iglesia, con excesivos impuestos, pero que no sabíais implorar perdón por los muertos que había podido ocasionar vuestro mandato, porque la fe y la justicia se deben mutua asistencia.

El gran inquisidor había elevado la voz para que todos los presentes lo oyeran con claridad.

—¿Eso dije? —preguntó el rey.

No lo sabía. ¿había pronunciado tales palabras, o bien el hermano Renaud inventaba ese edificante final propio de todo gran personaje? Murmuró simplemente: “Los muertos…”


Sire
, sería preciso que hicierais conocer vuestra última voluntad —insistió el hermano Renaud.

Se apartó un poco, y el rey notó que la habitación estaba llena de gente.

—¡Ah! Os reconozco a todos los que estáis aquí.

Parecía sorprendido de que le quedara esa facultad de reconocer las caras.

Todos estaban a su alrededor: sus médicos, el gran chambelán, su hermano Carlos de estatura aventajada, su hermano Felipe un poco apartado y con la cabeza baja. Enguerrando y Felipe el Converso, su legista, y su secretario Maillard sentado en una pequeña mesa junto a la cama…, todos inmóviles y de tal modo silenciosos y desdibujados que parecían situados en una eterna irrealidad.

—Sí, sí —repitió—. Os reconozco bien.

Aquel gigante, allá lejos, cuya cabeza descollaba sobre todas las demás, era Roberto de Artois, su turbulento pariente… Una mujerona, no muy lejos se arremangaba como una partera. La vista de la condesa Mahaut le recordó las tres princesas condenadas.

—El Papa ¿ha sido elegido? —murmuró.

—No,
Sire
.

Otros problemas se arremolinaban en su mente agotada.

Todo hombre, porque cree en cierta manera que el mundo ha nacido con él, sufre, en el momento de abandonar la vida, por dejar el universo inconcluso. Con mayor motivo un rey.

Felipe el Hermoso buscó con la mirada a su primogénito.

Luis de Navarra, Felipe de Poitiers y Carlos de Francia se mantenían al lado del lecho, juntos y como de una pieza, ante la agonía de su padre. El rey tuvo que volver la cabeza para verlos.

Other books

The Camp-out Mystery by Gertrude Chandler Warner
Sarah Bishop by Scott O'Dell
The Skin by Curzio Malaparte
Beneath a Waning Moon: A Duo of Gothic Romances by Elizabeth Hunter, Grace Draven
Ejército enemigo by Olmos, Alberto
Final Curtain by Ngaio Marsh