El sacrificio final (9 page)

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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

Volvió a encogerse de hombros. Gaviota no era la clase de hombre del que se pudiera esperar que dedicase mucho tiempo a pensar en el sentido de la vida.

—Pero ¿durante cuánto tiempo podremos seguir haciendo esto, Gaviota? ¿Cuánto tardará en llegar el momento en que... no podamos seguir haciéndolo?

—No lo sé. Supongo que seguiremos haciéndolo hasta que yo sea demasiado viejo para dar palizas a los monstruos, y entonces otra persona se encargará de hacerlo. La generala Jacinta, quizá. —Pensar en su pequeña llevando un casco de acero adornado con plumas le hizo sonreír—. O hasta que me maten, lo cual es más probable. Pero también podría morir cortando árboles. Bueno, eso es otra razón más para que juegue con mi hija ahora que puedo hacerlo... Pero tenemos una reunión de oficiales.

El general del ejército apartó las manos de su cinturón, aceptó su hacha de un lancero y cogió a su hermana por el codo.

—Sí. —Mangas Verdes suspiró, pero no se resistió—. Siempre la celebramos a esta hora del día.

* * *

El sueño se negaba a acudir, por lo que Mangas Verdes salió cautelosamente de debajo del brazo de Kwam y se levantó de la cama. Con el cielo como única vestimenta, Mangas Verdes salió de su diminuta choza a la plataforma que la rodeaba, se apoyó en la barandilla del balcón y alzó la mirada hacia las estrellas que giraban en el cielo para contemplarlas a través de las hojas. Dos Guardianas del Bosque, inmóviles a ambos lados del árbol, ignoraron concienzudamente su presencia.

Y las dos se sobresaltaron cuando una vocecita rompió el silencio de la noche.

—¿Por qué estás tan triste y seria, niña?

Mangas Verdes vio el fantasma de una mujer, una silueta blanca sentada en las ramas del gigantesco roble rojo un poco más arriba de donde estaba ella.

—Hola, Chaney.

Sus guardias intentaron fingir que el fantasma no estaba allí.

Mangas Verdes estaba desnuda y tenía la piel muy blanca, por lo que contemplar al fantasma era como mirarse en un espejo. Chaney había pasado a parecerse mucho a Mangas Verdes, o quizá fuese al revés.

Chaney había sido una poderosa archidruida que había tomado a Mangas Verdes bajo su tutela y protección, enseñándole cuanto sabía: muchos años de conocimiento se habían comprimido mágicamente en unos cuantos meses. Por aquel entonces Chaney era una ruina humana, con un lado de su cuerpo marchitado por los repetidos ataques de apoplejía. Se iba muriendo por centímetros igual que un árbol, pero había mantenido a raya a la muerte mediante la magia hasta que su estudiante estuvo preparada. Después había insuflado su último aliento en los pulmones de Mangas Verdes y le había transmitido toda su energía mortal, cargándola con un poder que estaba más allá de toda medida.

Cuando murió, Chaney era un cascarón reseco, pero había vuelto convertida en una joven belleza.

Como «sombra» —no fantasma o espíritu—, Chaney era esbelta, con el rostro en forma de corazón y una larga cabellera que tenía el color de las hojas de las hayas en otoño. Llevaba, como siempre, una sencilla túnica de lana blanca, e iba descalza. A veces Mangas Verdes se preguntaba si los pies de las sombras llegaban a tocar el suelo espectral sobre el que caminaban.

La druida muerta habló a la druida viva.

—Te preocupa la forma en que tu presencia y la de tus amigos pueda afectar a este bosque, ¿no? Pues deja de inquietarte, querida. La naturaleza es más fuerte de lo que parece. Un árbol cae y muere, pero su corteza y sus huesos se convierten en suelo para que mil árboles como él puedan crecer en años futuros. El bosque aguantará las pisadas de unos cuantos pies, y seguirá haciéndolo hasta que se hayan ido. Pero noto que hay otros asuntos que también te preocupan.

Mangas Verdes hizo un mohín. ¿Acaso era tan transparente, tan tenue como aquella sombra, para que todo el mundo pudiera discernir sus pensamientos? Aun así, decidió pedirle consejo.

—¿Cuáles... son nuestras responsabilidades para con los demás, mi señora? ¿Cómo...? ¿Debo ocuparme de cada queja que se presente ante mí? ¿Debo resolver todos los problemas? ¿Debemos encontrar y castigar a todos los hechiceros que ponen sus poderes al servicio de su maldad? Si lo que dicen las historias es verdad, entonces un gato no tendría vidas suficientes para castigar a la centésima parte de ellos.

Los labios de la druida muerta se curvaron en una sonrisa un poco distante.

—¿Te quejas de que la gente acude a ti con sus problemas, y luego te apresuras a exponerme los tuyos?

—Oh. Eh...

Si hubiera podido, Mangas Verdes se habría dado una buena patada en el trasero. Eso era exactamente lo que estaba haciendo, por supuesto.

—Responsabilidades... —El espectro de Chaney no le estaba dedicando toda su atención, y resultaba obvio que había algo en el éter que la distraía—. Recordar es tan difícil... Concentrarse en las obras y acciones de los mortales cuesta mucho. Sus problemas parecen tan triviales... Pero también me parece recordar que eres responsable de las responsabilidades que aceptas, ¿verdad? Seguramente es una cuestión de sacrificio, ¿no? Todos debemos estar preparados para hacer el sacrificio final...

Mangas Verdes reprimió un suspiro. Una respuesta circular no le servía de nada. Chaney se le había aparecido en muchas ocasiones desde su muerte, y cada vez hacía misteriosas alusiones a secretos e ideas que eran tan incomprensibles como si estuvieran expresados en otro lenguaje. Mangas Verdes había descubierto que los muertos ya no sentían prácticamente ningún interés por los vivos, y eso hacía que resultara muy difícil comunicarse con ellos.

Pero lo que dijo Chaney a continuación la sorprendió.

—Otros hablan de ti, niña, y pretenden hacerte daño —dijo.

—¿Otra vez, o todavía? —preguntó Mangas Verdes—. Durante los últimos años nos hemos ganado tantos enemigos que apenas puedo contarlos. Pero los tengo bajo control, al menos por lo que yo sé.

Aun así, no había que olvidar que Petalia también había hablado de gente que podía querer hacerle daño. Era extraño... Chaney hablaba desde más allá del velo, y sin embargo había utilizado las mismas palabras. Un estremecimiento recorrió la columna vertebral de Mangas Verdes, y la joven se rodeó la cintura con los brazos.

La mirada de Chaney se perdió en la lejanía.

—Espero volver a verte, hija. Puede que pronto pase a los brazos del Siervo de Gaia, el recolector de almas de los verdes bosques... Pero en cuanto a tus responsabilidades, siempre has de estar preparada para hacer el sacrificio final...

Y la druida muerta se desvaneció con aquel último susurro surgido del otro mundo.

Como recuerdo de su visita, Chaney sólo le dejó una rama en la que ya no había nadie, un repentino vacío tan doloroso como un agujero en su vida, y la palabra «sacrificio». Pero ¿acaso no había hecho suficientes sacrificios? Mangas Verdes casi no disponía de tiempo para ella misma, y ya hacía años que no lo tenía.

Alzó la mirada hacia el cielo y vio que las nubes habían cubierto las estrellas. Mangas Verdes lo había sabido sin necesidad de mirar, por supuesto, pues todo su ser vivía en una misteriosa armonía con el clima y el mundo, pero era una vieja costumbre.

—El mundo nos presta demasiada atención —murmuró, y después bostezó y giró sobre sus talones para volver a la cama—. Y yo hago aparecer nuevas preguntas a partir de las preguntas. Bly, Doris... Buenas noches.

—Buenas noches, mi señora —respondieron las dos Guardianas del Bosque al unísono.

Mangas Verdes se deslizó bajo el brazo de Kwam y tiró de las mantas hasta taparse, y después se quedó inmóvil y se dedicó a escuchar los sonidos del bosque. La noche era fresca, silenciosa y apacible, y el susurro mágico apenas podía ser oído. Su corazón latía con el mismo ritmo que el palpitar del bosque.

Pero algo le dijo que negros nubarrones de tormenta estaban empezando a hervir al otro lado del horizonte.

_____ 5 _____

Una brizna de ceniza gris destelló sobre la luminosa blancura de la arena.

El potente sol hacía que resultara difícil verlo, pero la brizna de ceniza creció rápidamente hasta convertirse en una nubécula que se revolvió y tembló como si estuviera siendo agitada por uno de esos vendavales que crean remolinos de polvo, alzándose rápidamente hasta que acabó trazando la silueta de un hombretón acorazado. Su armadura parecía estar formada por piezas sacadas de muchos lugares distintos: algunas eran de plata adornada con filigranas rojas y el resto eran de acero, que estaba oxidado en algunos lugares. Un yelmo provisto de dos enormes astas de res con las puntas rotas ocultaba su cabeza. El hechicero tiró del enorme casco hasta sacárselo. Una vez revelado, se pudo ver que era gordo y con grandes papadas, y que se estaba quedando calvo y no prestaba demasiada atención al aseo. Sólo tenía un ojo. Era Haakón Primero, que se había nombrado a sí mismo Rey de las Malas Tierras.

—¡Ya iba siendo hora de que llegaras! —gruñó una mujer que vestía una túnica marrón adornada con franjas amarillas. La mujer estaba borracha, y su voz pastosa prolongó las palabras. Su larga cabellera negra, que en tiempos había sido lustrosa y abundante, colgaba lacia y muerta alrededor de sus hombros y le tapaba la mitad de la cara—. ¡Hemos empezado sin ti!

—¡Sin mí no sois nada! —gruñó Haakón—. ¡Maldición! ¡Este sitio está más caliente que las bisagras del Infierno! ¿Por qué debemos reunimos en esta isla infernal?

Haakón buscó refugio de aquel sol abrasador en un pabellón que había sido cubierto con un techo de hojas recién cortadas tan grandes como orejas de elefante. El dosel quedaba conectado mediante varias pasarelas protegidas por tejadillos a un gran número de chozas que parecían colmenas, y el conjunto formaba una gran mansión de bambú y hojas de palmera. Detrás del pabellón se extendía una playa de arenas blancas que relucían como diamantes y un mar tropical de un azul tan oscuro como el del zafiro. La entrada del pabellón daba a una jungla repleta de gruesas hojas que crujían y susurraban bajo la brisa marina.

Inmóviles bajo la sombra del pabellón había nueve extrañas siluetas que tenían muy poco en común salvo la magia y el odio.

Haakón, al que aquel calor tropical estaba asando a pesar de la brisa, se quitó unas cuantas piezas de la armadura. Dos hechiceros se apartaron un par de metros para escapar del hedor que desprendía su cuerpo. Haakón se dejó caer sobre un sillón hecho con tallos de bambú atados mediante tiras de corteza, y un hombre moreno y delgado se apresuró a ir hacia él con una bandeja. Encima de ella había jarras talladas a partir de cocos de las que rebosaba un líquido espumoso. Haakón cogió dos jarras y se las bebió ávidamente, aunque después empezó a quejarse apenas las hubo apurado.

—¡Aaaj! ¿Y a esto le llamáis cerveza? ¡Bah! ¡Antes preferiría beber meados de caballo!

Dacian, la mujer de los cabellos oscuros, eructó y pidió más bebida con un lánguido gesto de la mano.

—¡Por las rocas de Ragnar que brindaré por eso! —exclamó—. ¡Ah, ojalá los dioses quieran enviarnos una lluvia de vino!

La hechicera apuró una jarra y después se la arrojó al sirviente, que se apresuró a retroceder con la cabeza inclinada.

—No abuses de mí y de mi ayuda, Dacian.

Su anfitrión movió lánguidamente una mano para despedir a los sirvientes, y el hombre de piel morena se fue hacia una aldea cuyos tejados de hojas podían ser entrevistos al final de la playa y a lo largo de una curva de jungla. Unas cuantas barcas de pesca adornadas con tallas estaban varadas en la playa, pero no había nadie moviéndose a su alrededor. Los aldeanos habían aprendido a mantenerse invisibles.

Liante llevaba una túnica de franjas que recorrían todos los colores del arco iris, con el azul del dobladillo llevando al amarillo en su cintura y unas aparatosas alas rojas brotando en los hombros. Sus rubios cabellos estaban peinados hacia atrás y dejaban toda la frente al descubierto. Hubo un tiempo en que el hechicero se los untaba con una mezcla de agua y cal para que no se movieran, pero allí no disponía de cal y no le había quedado más remedio que recurrir a la grasa de manatí, que desprendía un olor hediondo e imposible de disimular por mucho perfume que se utilizara. Liante parecía un joven de no más de veinte años de edad, pero había una red de arruguitas muy finas alrededor de sus ojos y su boca, y tenía los ojos de un anciano.

—Acabo de conseguir que estos nativos aprendieran a obedecer —dijo—. Tuve que matar a su rey y a su reina y a una media docena más antes de que se sometieran. Son tozudos, pero tratables.

—¡Me importan un cuerno tus condenados problemas con el maldito servicio doméstico! —se burló Dacian—. ¡Enséñales a cultivar la uva, y entonces servirán de algo!

—¡Ya has bebido suficiente zumo de uva, y te ha llenado la boca de un cotorreo insoportable que nos tortura los oídos mientras nos distrae de nuestro auténtico propósito! —replicó otra mujer.

Era muy hermosa y tenía un porte tan majestuoso como el de una reina, con su rubia cabellera aureolándole la cabeza y una túnica casi transparente de un rojo deslumbrantemente luminoso. Estaba jugueteando distraídamente con un báculo adornado por una protuberancia tallada a su imagen y semejanza. Era Fabia de la Garganta Dorada, Sacerdotisa del Culto de lo Invisible. Fabia poseía vastos poderes de persuasión, y en un pasado no muy lejano había logrado crear una colonia cerrada de seguidores para que la adorasen. Después se había dedicado a «ganar» nuevos conversos mediante la práctica del secuestro, para lo que atacaba puertos de mar y caravanas de mercaderes. En cuanto los rumores sobre ella llegaron a oídos de Gaviota y Mangas Verdes, los dos hermanos y un puñado de combatientes fueron remando hasta la isla una noche, llegaron hasta el lecho de Fabia mediante un hechizo de camuflaje y la metieron dentro de un saco. Despojada de sus seguidores y sus posesiones y dejada en libertad, Fabia había descubierto que sin adoradores su compañía resultaba tan insoportable que ni ella misma la aguantaba.

—¡Deja de sisear! —siseó una mujer delgada y no muy alta que estaba medio recostada en un sillón.

Tenía la cabellera rojiza y ensortijada y llevaba una túnica azul adornada con bordados de oro y un cinturón muy ancho recubierto de remaches, y calzaba botas de media caña. La mujer era una hechicera del océano, y sostenía en su mano una lanza con una larga punta en forma de lágrima. La lanza parecía muy vieja y delicadamente trabajada, pero era una simple copia. Mangas Verdes le había quitado la auténtica Lanza del Mar, que la hechicera del océano había utilizado para agitar los mares y convertir en un infierno la vida de los pescadores hasta que le pagaban tributo. Era Dwen de la Isla Blanca.

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