—¡Me ponéis enferma! ¡Os peleáis como gatos atados dentro de una bolsa!
—Dada nuestra situación, bien podríamos estar atados dentro de una bolsa..., y ciegos y con los tendones cortados además.
Immugio, el cruce de ogro y gigante, era demasiado grande para poder caber en un sillón, por lo que estaba tumbado sobre la fresca arena sin importarle que su tosco atuendo de piel de oso tapase su cuerpo o no. La máscara de muerte que había arrancado del rostro de su padre tenía un aspecto mucho menos impresionante que antes: estaba manchada de barro y grasa y había sido ennegrecida por el humo, y su mueca amenazadora se había convertido en una sonrisa sardónica.
—Espero que algunos de vuestros sirvientes se nieguen a obedecer —gruñó el gigante—, pues eso me proporcionaría una excusa para comérmelos. Estas gachas y el pescado no sacian mi apetito, y tengo tanta hambre que podría despedazar a un hombre como si fuese una langosta y darme un banquete con sus entrañas.
Dacian torció el gesto ante la idea, y después eructó. Fabia siguió contemplando el mar tan impasiblemente como si el gigante no hubiera hablado. Sólo se relacionaba con humanos «perfectos». Cualquier otra criatura era un animal, y tanto daba que hablase como que no pudiese hacerlo. Dwen empezó a golpear un poste que había perdido la pintura con la contera de su lanza, removiéndose nerviosamente como si tuviera muchas ganas de irse de allí.
Atronadora, la Reina de los Trasgos tomó un sorbo de cerveza de coco y soltó una risita. No había bebido mucho, pero incluso esa pequeña cantidad de alcohol había bastado para embriagarla. Atronadora vestía una maltrecha piel de jabalí tan llena de piojos y pulgas que parecía ser capaz de moverse por sí sola, y una capa harapienta que en tiempos lejanos había sido un cortinaje de un castillo. Su piel era de un verde grisáceo y su cabellera canosa, y su frente estaba rodeada por una corona hecha con clavos torcidos. Era flaca, y tan baja que puesta en pie su coronilla apenas rozaba la cintura de un humano normal. La jarra que sostenía en las manos parecía un barrilete.
—¡Sí, sí! ¡Me encantaría poder devorar un hígado que no tuviera gusanos! Trae a una sirvienta joven, Liante, y haz que se enfade para que podamos cortarle las piernas.
Algunos gimieron. El único que permanecía en silencio era Gurias, quien afirmaba ser de Tolaria aunque nunca había visitado aquel lugar. Con sus rizos de un rubio rojizo y su flácido bigote, sus calzones rojos y su doblete de brocado azul, el joven hechicero tenía mucho calor y notaba picores por todo el cuerpo. La pluma roja que adornaba su sombrero azul se inclinaba sobre su rostro y se le metía en la comisura de un ojo. Gurias también tenía sus agravios, pues era un esclavo a pesar de su garrote mágico y de los hechizos que le permitían lanzar relámpagos y robar la fuerza vital. Aquellos hechiceros tan peligrosos no le gustaban nada y deseaba estar en otro sitio, pero Liante le había conjurado: Gurias no podía viajar a través del éter, y en consecuencia tenía que permanecer allí.
La única que no se quejaba era Karli de la Luna del Cántico, una hechicera del desierto de luminosa cabellera blanca y piel tan morena que casi era negra. Llevaba una camisa y unos pantalones muy holgados, zapatillas rojas que le permitían volar y una chaqueta en la que había cosidos muchos botones: la prenda era su grimorio, y cada botón era el recordatorio y la marca de un hechizo. Karli estaba disfrutando enormemente con la apurada situación de los hechiceros y se burlaba de ellos con sus chispeantes ojos negros, siendo la única que trataba a Liante como si fuese su igual. Los dos se sentaban juntos y solían hablar en susurros, aunque las conversaciones siempre eran un poco lentas y vacilantes porque Karli no había aprendido su lenguaje hasta hacía poco.
El grupo contaba con dos miembros más que no se hallaban presentes en aquel momento. Al final de la playa se podía divisar a un hombre ya bastante mayor de larga cabellera ceñida por una banda de cuero que vestía una capa de armiño y una túnica de piel de cabra a pesar del calor. Su túnica estaba adornada con el símbolo de un águila roja, y una maza mágica colgaba de su cinturón. El hombre silbó y alzó un brazo, y un águila roja envuelta en llamas descendió del cielo. Las llamas se extinguieron cuando el águila se posó sobre el antebrazo del hombre. Un gigantesco lobo dormía a la sombra detrás de él. Ludoc era un hechicero de las montañas.
En algún lugar de la jungla se ocultaba un troll verdigris de lacia cabellera y cuerpo recubierto de verrugas. También era un hechicero, pero a la hora de darse un nombre sólo se le había ocurrido llamarse Sanguijuelo.
Liante había hecho posible aquella reunión ordenando a los hechiceros que vinieran, o conjurándolos mediante sus poderes. Karli le había ayudado en aquella labor, pues había una diferencia entre ellos dos y las otras nueve presencias.
Los nueve —Haakón el de la armadura, el ogro Immugio, la ebria Dacian, el joven Gurias, la hermosa Fabia, Atronadora la Reina de los Trasgos, la impaciente Dwen del océano, Ludoc de las montañas y el troll Sanguijuelo— compartían el infortunio de estar esclavizados, pero no por Liante. Todos se habían enfrentado al ejército de Gaviota y Mangas Verdes y habían sido derrotados, y cada uno había sido coronado con el casco de piedra de la sumisión, y cada uno había sido atado por ligaduras invisibles a Mangas Verdes y dejado en «libertad bajo palabra» después: la archidruida del Bosque de los Susurros podía hacerlos aparecer ante ella en cualquier momento y pedirles cuentas de sus actos. Actualmente todos y cada uno de ellos eran esclavos de las personas normales y corrientes a las que antes habían esclavizado como «peones», y todos hervían con un resentimiento que no se apagaría jamás.
Y cada uno de ellos, gracias a una inexplicable peculiaridad del casco mágico de piedra, podía ponerse en contacto con los otros hechiceros esclavizados, aunque Mangas Verdes desconocía ese hecho. Al principio Dacian y Haakón se habían unido para crear un congreso de hechiceros que se opusiera a Gaviota y Mangas Verdes. Después habían establecido contacto con Karli, la hechicera del desierto, que había tocado el casco durante un fugaz instante. Después se habían puesto en contacto con Liante.
Y de repente se habían encontrado convertidos en sus esclavos.
Liante y Karli eran los dos únicos hechiceros «libres» del congreso. Habían luchado con los hermanos hasta llegar a una situación de tablas y luego habían conseguido huir. Contaban con la ventaja de poder ocultarse indefinidamente a los ojos de Mangas Verdes, y eso les había permitido asumir el control del congreso.
Y a medida que iban transcurriendo los años se fueron poniendo en contacto con otros hechiceros sometidos y, finalmente, los habían traído hasta allí aquel día.
Para un propósito que todavía tenía que ser revelado...
La discusión prosiguió mientras la cerveza seguía fluyendo, pero Liante acabó arrojando su coco detrás de él. Se limpió la espuma del bigote e interrumpió la algarabía con un potente grito.
—¡Basta, pandilla de estúpidos! No os he conjurado para que os emborrachéis hasta perder el conocimiento o para que os atraquéis con mis sirvientes. Ya va siendo hora de que hablemos. ¿Dónde está ese idiota de Ludoc? —Liante silbó, y el canoso hechicero de las montañas fue de mala gana hacia el congreso. Su lobo le siguió con la lengua asomando por entre las fauces—. Supongo que no hay ninguna necesidad de que hagamos venir a Sanguijuelo. Hará lo que se le diga, o sufrirá las consecuencias.
Liante arrancó la jarra de las temblorosas manos de Dacian y la lanzó fuera del pabellón. La hechicera protestó al verse tan bruscamente privada de su preciado licor, pero Liante la silenció con el dorso de su mano.
—Se acabaron las quejas —dijo secamente—. Nosotros, Karli y yo, estamos preparados para empezar. Diremos qué ha de hacerse, y vosotros recibiréis órdenes. Después podréis volver a vuestras cavernas, pantanos o cervecerías.
Los ojos de Liante recorrieron el círculo de miradas sombrías y llenas de furia, pero el hechicero vestido con los colores del arco iris siguió hablando al ver que nadie protestaba.
—Eso está mejor. Haced lo que os digo y nos llevaremos bien. He decidido que por fin ha llegado el momento de iniciar nuestra campaña. ¡Vamos a atacar!
Y apenas hubo pronunciado esas palabras, todos empezaron a protestar.
—¡No podemos oponernos a Mangas Verdes! —gimoteó Dacian—. ¡Tiene diez veces tanto poder como todos nosotros juntos! ¡Es como una diosa! Oh, ya hace mucho tiempo que debería haberse marchado de los Dominios para caminar entre los planos... ¡Sólo los dioses saben por qué sigue en este valle de lágrimas! Hubo un tiempo en el que yo podía caminar entre los planos, pero ese maldito casco me mantiene atada a este plano.
—Y el ejército de Gaviota se vuelve más temible a cada día que pasa —gruñó Ludoc, que se inclinaba bajo el peso de su águila—, y cada soldado es más leal que un sabueso de guerra. Incluso tienen una centuria a la que llaman «Perros Negros».
—¡Y los artefactos! —intervino Fabia con su voz dulce y melodiosa mientras colocaba un mechón de cabellos en el sitio adecuado para que no alterase la perfección de sus ondas—. ¡Se dice que tienen montones de grimorios tan altos que llegan hasta el techo, y suficientes armas mágicas para armar a toda una compañía!
—Cierto —dijo Liante—. Las he visto.
—¿Qué? —preguntó a coro media docena de voces—. ¿Has visto los tesoros de Mangas Verdes?
—¿Todavía tienen mi lanza? —preguntó Dwen—. ¡Mi lanza vale lo que cien asquerosos artilugios mágicos! ¡Necesito recuperarla! Podía agitar los mares como si fuesen un charco removido por un palo. Puede separar las aguas hasta revelar el lecho del océano, o invocar la lluvia y el relámpago...
—Nos aburres —gruñó Immugio sin moverse. El ogro-gigante estaba apoyado en los codos, y el calor había empezado a adormilarle—. Yo puedo hacer caer el rayo con un chasquido de mis dedos.
—¡Métete los dedos en la nariz! —replicó Dwen—. ¡Antes hubiera podido hacer que el mar te persiguiera hasta la cima de una colina y te ahogara como a una rata..., o como a un jabalí lleno de grasa!
—¡Ya veremos quién está gordo, enana!
El gigante se dispuso a levantarse, pero la voz de Liante hizo que enseguida volviera a quedarse inmóvil.
—¡Siéntate y cierra la boca! —le ordenó Liante—. ¡Estamos aquí para mejorar nuestra situación, no para pelearnos como niños!
El gigante gruñó y siguió levantándose, más alto ya que Liante incluso estando medio acostado en el suelo.
—¡Estoy harto de que me digáis lo que he de hacer! ¡No veo que tengas ninguna cicatriz! ¡Lo único que haces es esconderte entre las sombras, tan lejos del ejército de Gaviota que la gente es de un color distinto y el océano está caliente! ¿Qué clase de cobarde...?
Liante, sin inmutarse en lo más mínimo, cogió una varita plateada que colgaba de su cinturón y rozó la rodilla del gigante con su punta.
El gigante aulló mientras su pierna se convulsionaba en una sacudida tan violenta que faltó poco para que se le rompieran los huesos. Immugio se llevó las manos a ella, siseando de dolor, pero sus manos se retorcieron y se convirtieron en garras, tensándose hasta que llegó un momento en el que pareció que los dedos iban a partirse. Immugio alzó las manos, pero entonces fue su espalda la que sufrió un espasmo. El gigante se orinó encima cuando su columna vertebral osciló de un lado a otro como un arbolillo azotado por el vendaval. Sus mandíbulas entrechocaron con tanta fuerza que el impacto le rompió un diente. La desgarradora agonía siguió y siguió, un músculo luchando con otro en un sinfín de convulsiones y retorcimientos sin que Immugio pudiera controlar ninguno de ellos. El hechizo se fue disipando poco a poco. Los torturados músculos de Immugio se relajaron, y el gigante se quedó inmóvil entre jadeos y silbidos ahogados.
Los otros hechiceros dejaron de discutir entre ellos y prestaron atención. Habían aprendido la lección.
—Como estaba diciendo, seguid mis órdenes y triunfaremos —dijo Liante mientras devolvía el cetro disruptor a su cinturón—. Quedaréis libres del yugo de Mangas Verdes, tanto ella como su hermano estarán muertos y su ejército se dispersará. Nos llevaremos sus artefactos como botín y los dividiremos, y luego podréis volver a vuestras tierras y reanudar vuestras miserables existencias. Y ahora, estaros quietos y callados mientras voy a buscar una cosa.
Nada se movió salvo las hojas agitadas por la suave brisa marina y el águila de Ludoc, que se estremeció y esponjó su plumaje, agitando las plumas de su cola sobre la capa de armiño de su dueño y señor.
Liante salió de una cabaña sosteniendo en sus manos una caja de madera tan larga y ancha como el ataúd de un niño.
Los hechiceros estiraron los cuellos para ver qué había dentro de la caja apenas Liante hubo levantado la tapa. La única característica común a todos ellos quizá fuera su adicción a la magia, y aquella caja parecía estar lo suficientemente llena de ella para brillar y centellear.
—Aquí dentro hay herramientas que nos devolverán la libertad —dijo Liante—. O que nos permitirán dar el primer paso por el camino que lleva a la libertad, pues además necesitaréis ingenio, valor y cooperación. Que los dioses nos ayuden... —añadió, hablando en un murmullo tan débil que nadie más pudo oírlo.
Liante metió la mano en la caja y extrajo un artefacto.
—¡Contemplad nuestra salvación!
Colgando de la mano de Liante había un pentáculo de aspecto muy curioso sostenido por una cadenilla de plata. Los brazos de la estrella eran de madera amarilla y estaban rodeados por un anillo de hierro. Dentro de aquel anillo había otro anillo hecho con una piedra preciosa de color rojo y, en su centro, una hormiga atrapada en un trozo de ámbar.
—¿Qué es? —preguntó Dwen con cauteloso respeto.
Nadie quería probar el cetro disruptor. Immugio apenas podía mantenerse sentado en el suelo, y todavía estaba temblando.
—Algo muy viejo —Jijo Liante—. Es más viejo que cualquier criatura viviente. Este pentáculo une a la tierra a quien lo lleve puesto, atándole al suelo. También se podría decir que te mantiene unido a ti mismo, lo que te permite ir más lejos y obtener mayores logros. Pero todo eso no nos interesa ahora. Lo que debe interesarnos es la cualidad de unir a la tierra y dejar atado a ella al que posee el pentáculo.
—No... —empezó a decir Fabia, y un instante después lo entendió—. ¿Atar? ¿Quieres decir que si uno de nosotros se lo pone..., entonces podría permanecer donde está y donde desea estar?