El salón de ámbar (2 page)

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Authors: Matilde Asensi

—¿Qué se ha estropeado esta vez, tía? —pregunté mientras cruzábamos el claustro hexagonal y nos encaminábamos hacia la sala capitular y el archivo.

—¡No seas tan impaciente! Sonreí. A Juana le gustaba mantener los secretos.

—Antes tengo que pasar un momento por el calabozo —comenté, y me detuve en seco junto a una de las columnas dobles del claustro, asiendo con la mano la bolsa que llevaba colgada al hombro.

Mi tía asintió con la cabeza.

—Lo suponía.

Una de las secciones más antiguas del convento, aquella que durante ocho siglos había albergado las celdas de las monjas, dejó de estar habitable poco después de la llegada de Juana al cenobio. La madre superiora de aquel entonces decidió clausurarla y trasladar las habitaciones de las hermanas a la parte oriental, pero en cuanto la buena mujer pasó a mejor vida y Juana fue elegida en su lugar, mi tía abrió de nuevo aquellas medievales dependencias, les dio un rápido lavado de cara (un refuerzo por aquí, un nuevo muro por allá, una mano de encalado y otra de pintura) y abrió un negocio ilegal de guardamuebles. Que yo supiera, casi todas las familias de Ávila tenían alquilada alguna vieja celda en la que, por un módico precio al mes (cuatro mil pesetas la habitación pequeña y siete mil la grande), guardaban toda clase de cachivaches y enseres pasados de moda. La hija de una vieja amiga de mi tía, esposa de un militar que cambiaba de destino con cierta frecuencia, tenía tres celdas reservadas de manera permanente.

Cuando yo era pequeña, por un lógico error de polisemia, creía que las celdas eran calabozos donde encerraban a las monjas por la noche, así que mi padre le dio este nombre a la que él utilizaba para ocultar ciertos objetos que no podía conservar en el almacén de la finca ni en la trastienda del comercio, por si a la policía le daba por hacer alguna visita inesperada.

—¿Tuviste algún problema con el trabajo? —me preguntó con maternal inquietud mientras hacía girar la gruesa llave de hierro en la cerradura.

—Ninguno —respondí empujando la puerta, que gimió—. Todo salió como estaba planeado. Como siempre.

—Alabado sea Dios.

Una vaharada de aire rancio y viciado arremetió contra mi olfato cuando me introduje en aquella gran estancia que, durante siglos y hasta la llegada de las redentoristas filipenses, había sido la celda de las madres abadesas Bernardas, y que ahora servía de zulo y madriguera a la familia Galdeano. Unas entrañables formas gibosas, cubiertas por lienzos polvorientos y mal iluminadas por la luz de un ventanuco enrejado, me dieron la cordial bienvenida, y un cálido sentimiento de orden, de que todo volvía a estar como debía y de que yo me encontraba en el lugar correcto me calentó el corazón. Muchos años atrás, cuando era niña, mi padre me dejaba jugar allí mientras él y Roi (que entonces no se llamaba Roi sino Philibert, príncipe Philibert de Malgaigne-Denonvilliers) trabajaban durante horas ordenando y catalogando la selección de piezas que, por alguna razón desconocida, no iba a parar al almacén de la finca como el resto del material que llegaba en camiones desde distintos puntos de España (crucifijos románicos, retablos góticos, imágenes de santos y vírgenes, columnas de marfil policromado, coronas engastadas de piedras preciosas, cálices de oro y plata, códices miniados, muebles, tapices y un largo etcétera de valiosísimas antigüedades).

No necesitaba apartar los lienzos para reconocer de memoria la mayoría de aquellos preciosos objetos. Muchos de los que ya no estaban habían ido a parar, con el tiempo, a las casas, castillos y palacios de los más ricos coleccionistas de arte del mundo, donde, felizmente, ocupaban lugares de privilegio. En los años sesenta y setenta, España estaba mucho más preocupada por la llegada de turistas a las playas de Benidorm y Marbella que por su patrimonio histórico y cultural, y la entidad más indiferente al valor secular de sus propiedades era la Iglesia católica que, utilizando a los gitanos como intermediarios, vendía por una miseria sus obras de arte.

Al principio, el negocio de mi padre era totalmente legal. Desde siempre había sido un enamorado de la belleza y ese amor le llevó a viajar por todo el mundo comprando antigüedades y coleccionando pinturas de artistas flamencos del siglo XVIl. Poco después de su boda con mi madre, el patrimonio familiar (obtenido con la construcción de los primeros ferrocarriles durante el reinado de Isabel II) se agotó de manera definitiva, y mi padre pensó que, como de todos modos tenía que ponerse a trabajar y en España no había buenos anticuarios, sería una idea excelente establecer por su cuenta un negocio tan ajustado a sus gustos.

En aquellos tiempos España era un filón inagotable de obras de arte. «¡El país entero está lleno de joyas que nadie cuida ni valora!», gritaba escandalizado cuando volvía de alguno de sus numerosos viajes por Galicia, Asturias, Castilla, Navarra o Cataluña. Todo lo que compraba a los curas y a los obispos a través de los gitanos, lo vendía inmediatamente por sumas astronómicas y, no obstante, cuando los camiones llegaban cargados a la finca, había decenas de anticuarios, marchantes y coleccionistas esperando ávidamente para adquirir el material al precio que fuera. Uno de aquellos primeros coleccionistas fue el príncipe Philibert de Malgaigne-Denonvilliers, un aristócrata francés que vivía en un castillo-fortaleza situado en el corazón del valle del Loira y que terminó convirtiéndose en el mejor amigo de mi padre. Philibert de Malgaigne-Denonvilliers —o, lo que es lo mismo, Roi— fue quien le introdujo en el Grupo de Ajedrez.

—¿Te falta mucho…? —me preguntó Juana, de pronto, desde el otro lado de la puerta. Mi tía jamás entraba en el calabozo; era su particular manera de
no saber nada
.

Descolgué de mi hombro la bolsa de cuero y la apoyé blandamente sobre una tabla. Con sumo cuidado deshice los nudos que la cerraban y tiré de los lados hasta dejar al descubierto un hermosísimo icono ruso del siglo XVIII. Mis manos, que lo habían sujetado y manipulado con fría precisión mientras lo descolgaban del iconostasio de la pequeña iglesia ortodoxa de San Demetrio, lo acariciaron ahora con mimo y ternura como si fuera un delicado gatito recién nacido. Una Virgen y un Niño de rostros estilizados y hieráticos me contemplaron en silencio desde la distancia de sus más de doscientos años de vida. El monje que los había pintado lo había hecho respondiendo a unos procedimientos que habían permanecido inalterados a lo largo de los siglos: pintar un icono no era, ni mucho menos, lo mismo que pintar un cuadro religioso al estilo de Zurbarán o Murillo; para un monje ortodoxo, pintar un icono representaba un momento sagrado de su vida que empezaba por la oración y el ayuno previos a la preparación de las colas y los pigmentos. Por tradición, todos los colores tenían una significación estricta: el azul representaba la trascendencia; el amarillo y el oro, la gloria, y el blanco, la majestad. Antes de emplear el blanco, por ejemplo, el monje debía pasar largas horas de rezos y penitencias, igual que antes de empezar a pintar los rostros, las manos y los pies, que eran las zonas más importantes, del icono, las no cubiertas por vestiduras y que hacían que la imagen fuese realmente sagrada. De hecho, a partir del siglo IX (y la imagen que yo tenía delante no era una excepción), se extendió masivamente en Rusia la costumbre de cubrir con un revestimiento de oro o plata, llamado
Rizza
, la totalidad de la obra a excepción de esas partes del cuerpo, que debían quedar al aire.

La brusca interrupción de la producción de iconos en 1921, prohibidos por un edicto de Lenin, no había hecho otra cosa que despertar la insaciabilidad de los coleccionistas de estas joyas del arte. Y para uno de ellos había robado yo aquella maravilla salvada de la destrucción definitiva gracias a la
perestroika
. El comprador, un discreto multimillonario francés, había ofrecido quinientos mil dólares por la pieza y, considerando el poco riesgo que entrañaba la operación, el Grupo de Ajedrez había aceptado el trabajo, que, como siempre, se llevó a cabo con meticulosidad. En estos momentos, una exquisita y perfecta réplica del icono que yo tenía entre las manos colgaba tranquilamente en el iconostasio de la pequeña iglesia de San Demetrio, en San Petersburgo, impidiendo que nadie se percatase del hurto durante los próximos cien años. Donna, como era habitual en ella, había llevado a cabo un excelente trabajo de falsificación.

—¿Te falta mucho, Ana María? —volvió a preguntar mi tía con tono impaciente.

—No —respondí dejando el icono en un rincón, bajo un paño limpio, y recogiendo mis bártulos apresuradamente.

Eché una última mirada a la celda y salí de ella sacudiéndome el polvo de las manos en los vaqueros. Juana cerró la puerta, echó la llave y se encaminó con premura hacia al claustro.

—Vamos, que todavía tenemos mucho que hacer.

La comunidad en pleno nos esperaba en la puerta del viejo
scriptorium
que ahora cumplía las funciones de archivo de documentos históricos. En la actualidad, las monjas desarrollaban sus labores en una zona cercana a las cocinas y, salvo cronistas y estudiosos autorizados por el obispado, nadie accedía ya a aquellas antiguas dependencias como no fuera para limpiar. Mi tía me indicó con un gesto que entrara y con otro dejó fuera a las hermanas que manifestaron su desilusión con un lamento ahogado.

—Mira allí, sobre las estanterías de los documentos de los siglos XIV y XV.

Seguí con los ojos la dirección que señalaba su índice y distinguí en el artesonado del techo una enorme grieta astillada que dejaba al descubierto la piedra.

—¿Qué ha pasado?

—Carcoma y vejez —repuso lacónicamente mi tía—. Se veía venir desde hacía tiempo. Ya te lo dije en Navidad, ¿recuerdas?, pero no me hiciste caso.

Agité la cabeza en sentido negativo y la miré directamente a los ojos.

—En Navidad, querida tía, me pediste dinero para reparar las canalizaciones de agua de los jardines, y recuerdo haberte dado cinco millones el día de Reyes, y otros cinco en junio, cuando me advertiste del inminente derrumbamiento del muro del huerto.

—Pues ahora necesito un poco más. Reparar el artesonado requiere una delicada tarea de restauración, sin contar con los costes de acabar para siempre con la carcoma.

Por un segundo no supe si echarme a reír o si soltar un grito.

—¡Escúchame bien! —protesté, encarándome con mi insaciable tía—. En lo que va de año te he dado diez millones de pesetas. ¡Creo que ya es suficiente! El año pasado fueron siete, y el anterior ni me acuerdo. ¿Por qué no le pides el dinero a la Junta de Castilla y León o a tu maldito Episcopado?

—Ya se lo he pedido… —respondió con suavidad.

—¿Y…? —Sinceramente, estaba sublevada.

—La próxima semana vendrán los peritos del ministerio y, con mucha suerte, podremos empezar las obras dentro de un par de años. Te recuerdo que en España hay más de cuarenta mil inmuebles de la Iglesia en peores condiciones que éste, que está catalogado como de riesgo moderado. Para cuando nos lleguen las ayudas, toda la madera de este archivo se habrá convertido en serrín. Lo que yo te propongo es que sigas desgravando impuestos por tus generosas aportaciones al monasterio como vienes haciendo hasta ahora.

Contuve mi ira y bajé la cabeza hasta que el pelo me sirvió de cortina protectora para mascullar a escondidas unas cuantas abominaciones.

—¿Cuánto? —pregunté por fin.

—Ocho.

—¡Qué!

Mi grito alarmó a las hermanas que se encontraban en la puerta y una de ellas se asomó discretamente; la mirada asesina de mi tía la animó a esfumarse a la velocidad del rayo. Las monjas sabían que mi bolsillo financiaba la restauración del monasterio, aunque estaban convencidas de que era por pura generosidad y por amor a mi única tía. Craso error: aquella arpía había estado extorsionando a mi padre durante años y ahora me extorsionaba sin piedad a mí.

—Ocho millones, Ana María, y ni un duro menos.

—¡Pero, tía…!

—No hay peros que valgan. O pagas, o mañana mismo llamo a los del grupo de patrimonio artístico de la Guardia Civil para que vengan a visitar el calabozo.

—¡Canalla!

—¿Qué has dicho? —preguntó entre indignada y dolorida.

—He dicho que eres una canalla, tía, y lo mantengo.

Durante un segundo, Juana se quedó en suspenso, mirándome, supongo que no sabiendo bien cómo responder a mi insulto. Luego, con el instinto del político que sabe encajar los golpes diplomáticamente, dejó escapar una ruidosa carcajada.

—¡Me acojo a la garantía espiritual de que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón! Confío, incluso, en negociar con Dios una ampliación de este vencimiento.

Sonriendo, y muy segura de sí misma, salió del archivo dejándome allí con cara de imbécil. Era igualita que mi padre, me dije rabiosa. Igualita.

Al día siguiente, que amaneció nublado y lluvioso, pasé la mañana en la tienda comprobando facturas y atendiendo a los clientes. Tenía sobre la mesa vanas cartas de compradores habituales solicitando información acerca de algunos artículos de mi catálogo y dos o tres avisos de subastas de Sotheby's y de Christie's que iban a celebrarse en Londres y Nueva York durante los próximos meses. La perspectiva de pasar un largo período sin «trabajos especiales» (por lo menos hasta diciembre, en que tendría que organizar la entrega del icono) me resultaba atractiva y estimulante y estuve pensando seriamente en la idea de apuntarme a un gimnasio o de matricularme en algún centro de idiomas para mejorar mi horrible alemán y empezar con el ruso.

La fachada principal de mi tienda era el resultado de un largo y costoso estudio de imagen realizado por mi padre allá por los años setenta. Lejos de dejarse llevar por la apariencia adusta y aburrida que impera en esta clase de establecimientos, mi padre pintó la fachada de un color verde muy claro, salpicado de azulejos y coronado por unas grandes letras doradas. Sin duda, puede resultar un tanto estridente para un negocio como el nuestro, pero, por increíble que parezca, no quedaba mal aquel frontis abierto por dos grandes escaparates, separados entre sí por una elegante puerta italiana de madera (también pintada de verde, aunque más oscuro), a la que se accedía subiendo tres escalones que salvaban la distinta elevación del suelo provocada por la inclinación de la calle.

El mayor atractivo de Antigüedades Galdeano estaba constituido por nuestras colecciones de grabados antiguos de los siglos XVII, XVIII y XIX tanto en color como en blanco y negro, y nuestro impresionante surtido de espejos españoles de los siglos XVII y XVIII. Pero ofrecíamos también la mejor exposición de muebles, bargueños, pintura, plata y cerámica del norte de España. Siempre habíamos intentado diferenciar lo más posible la oferta de la tienda de la oferta del calabozo: un anticuario especializado en la venta de bargueños del XVIII difícilmente sabrá algo de tallas policromadas góticas del XIV.

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