El salón de ámbar (7 page)

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Authors: Matilde Asensi

El cuadro de Krilov colgaba en lo alto de uno de los paneles centrales. Reconocí los rostros familiares de los mujiks, a los que tantas veces había visto en la pantalla del ordenador de casa, sometidos ahora a la luz verdosa y artificial de mis gafas, y no permití que sus tristes miradas me impresionaran mientras descolgaba el lienzo con cuidado y lo depositaba sobre un paño de seda que había extendido en el suelo y que me iba a servir de improvisada mesa de trabajo. Saqué las herramientas de la mochila y me puse manos a la obra. Hacía quince minutos que había dejado a Läufer en el coche; tardaría otros tantos en regresar; así que disponía de apenas media hora para realizar la sustitución y borrar cualquier huella de mi paso por aquel lugar. No era mucho tiempo.

Coloqué el cuadro boca abajo y con ayuda de un destornillador levanté las tachuelas que sujetaban el bastidor al marco, extrayéndolas con unos alicates. Después separé ambos soportes con cuidado y emprendí la complicada tarea de quitar uno a uno los dichosos clavos numerados que unían lienzo y madera, y me felicité entre dientes por no haber tenido que utilizar los repuestos que tanto le había costado a Donna conseguir, ya que las piezas, aunque con ciertas dificultades, salieron limpiamente. Hecho esto, me incorporé a medias para estirar los músculos y observar el resultado: todo iba bien, no había de qué preocuparse, así que respiré profundamente y me dispuse a continuar, pero entonces, justo entonces, algo llamó mi atención, no sé exactamente qué fue, quizá una distinta tonalidad en los bordes del lienzo producida por la luz infrarroja de mis gafas o una mancha de humedad o la sombra del panel… Qué sé yo. Pero no, no se trataba de nada de todo aquello. ¿Qué demonios era? Me agaché, extrañada, y descubrí un inesperado y absurdo reentelado en el lienzo.

Los reentelados se utilizan exclusivamente en los procesos de restauración de las telas más estropeadas por el paso del tiempo. Cuando un original presenta desgarrones o zonas en que el paño se está destejiendo por la tensión del bastidor, la forma correcta de proceder es aplicar una tela fuerte en el reverso para conferirle una mayor solidez y resistencia, una vez restaurados, claro está, el tejido original y la pintura afectada. Sin embargo, el cuadro de Krilov era un cuadro joven, de poco más de ochenta años de vida y sin deterioros aparentes, pintado sobre un lienzo de moderna factura industrial y, por lo tanto, muy fuerte y resistente, y todavía en perfectas condiciones. ¿Por qué, pues, le habían añadido aquel absurdo reentelado?

Extraje el lienzo de Donna del tubo y, en su lugar, metí el original de Krilov. Luego me incliné de nuevo hacia el suelo y ajusté la pintura falsa al bastidor, tensándola cuidadosamente y sujetándola con los clavos numerados, que volvieron cada uno a su lugar original. A continuación, coloqué el marco boca abajo, sobre el ancho pañuelo de seda, e introduje el lienzo en su interior y, con la ayuda de un pequeño martillo de goma, clavé las mismas tachuelas que antes había extraído con los alicates. Cuando la sustitución hubo terminado, colgué de nuevo la obra en el panel, la examiné con satisfacción y recogí mis bártulos. Ahora sólo me restaba salir de allí cuanto antes para ponerme a salvo. Regresé a la azotea, me deslicé por la pared de la torre del homenaje y, tras soltar el garfio con una ondulación de la cuerda, recogí el material y recorrí a toda velocidad el patio de armas, sintiéndome cruelmente iluminada por la blanca luz de la luna. Algún día ya no podría hacer estas cosas, pensé, algún día mi cuerpo ya no respondería a las necesidades de trabajos tan arriesgados como éste y, entonces, ¿qué haría? Yo, más que ningún otro miembro del Grupo, estaba abocada a un retiro temprano, a una jubilación anticipada y, cuando ese día llegara, ¿iba a encerrarme en mi pequeña tienda de antigüedades viendo pasar el tiempo…? Bueno, pues sí, seguramente sí, más valía que me hiciera a la idea y que disfrutara del presente porque, cuando fuera una anciana arrugada, tendría que conformarme con mirar desde las gradas. Escalé la muralla echando una última mirada a los pobres perros dormidos y volví a descender por el otro lado hasta tocar el suelo del islote con las botas. Todo estaba terminado. En cuanto cruzara el puente y subiera en el coche de Läufer, una operación más del Grupo de Ajedrez habría sido culminada con éxito.

La luna creciente seguía hermosa allá arriba, rielando sobre el agua del Bodensee, el lago Constanza, mientras yo cruzaba a la carrera el desigual asfalto de la carretera de Friedrichshafen. Läufer lanzó tal suspiro de alivio al verme regresar que me recordó a un niño olvidado por sus padres en la puerta del colegio. Me dio pena despedirme de él, horas después, en el aeropuerto de Zúrich, tras recibir de sus manos el pequeño paquete para Amalia y Cávalo. En el fondo, era un genio simpático.

2

No volví a pensar en el extraño reentelado hasta el domingo por la tarde, día 4 de octubre, cuando fui a Santa María de Miranda para dejar el lienzo en el calabozo y, a punto ya de abandonar la celda y con mi tía esperándome impaciente en la puerta, recordé de pronto lo ocurrido durante el robo.

Después de unos segundos de desconcierto, durante los cuales consideré la posibilidad de dejar las cosas como estaban y salir de allí sin tocar nada, decidí investigar un poco por mi cuenta y, volviendo atrás, saqué de nuevo el lienzo de su tubo. El grosor era considerable debido a la adición del refuerzo aunque, al tacto, podía notarse que ambos tejidos no estaban completamente pegados entre sí, sino que rozaban uno contra el otro con suavidad, tan sueltos como el forro de un bolsillo. En realidad, la adherencia se producía sólo en los bordes, pero no parecía muy consistente, y me dio la impresión de que, sólo con despegar ligeramente una de las esquinas del reentelado, éste se desprendería sin grandes dificultades. Sin embargo, no me decidí a intentarlo. Me asustó la posibilidad de dañar la pintura original provocando algún conflicto con nuestro cliente ruso. Así que la guardé de nuevo en el portalienzos y regresé a casa dándole vueltas al asunto.

No tenía ningún sentido. Por más que lo analizaba mientras cenaba, no conseguía comprender el motivo de aquel arreglo en una tela en perfectas condiciones. Tanto llegó a preocuparme el asunto que, a medianoche, me levanté de la cama y me dirigí al despacho para mandarle un mensaje a Roi. Necesitaba que supiera lo que había descubierto y que me diera una buena explicación para que pudiera quedarme, por fin, tranquila.,

La respuesta de Roi llegó a primera hora de la mañana. Al parecer había estado hablando con Donna y ésta, como experta, recomendaba despegar el reentelado por dos razones fundamentales: la primera, porque la mera existencia de ese refuerzo era completamente absurda, tal y como yo pensaba, y la segunda, porque precisamente por ser absurda podía despertar la desconfianza de nuestro cliente. Si se trataba de un error, eliminarlo no iba a mermar en absoluto el valor de la obra, sino todo lo contrario.

Así que subí de nuevo en mi coche y repetí el camino hasta el cenobio de mi tía, que se quedó perpleja al verme regresar tan pronto.

—¿Qué haces aquí a estas horas? —me preguntó con aire de reproche.

A pesar de todo, me dije armándome de paciencia, es mi tía y la quiero.

—Necesito revisar el material que dejé ayer en el calabozo.

—Pues no voy a poder acompañarte, Ana María. Tengo que dirigir el rezo de laudes dentro de cinco minutos.

—No necesito que estés siempre conmigo cuando vengo al monasterio, tía —repuse contenta—. Te recuerdo que conozco el camino mejor que el de mi propia casa.

—Pues muy bien —me espetó—. Si no me necesitas, mejor para las dos. Aquí tienes la llave. No se te ocurra irte sin devolvérmela.

—No me la llevaré, ya sé que te daría un ataque —le dije, y le planté un beso cariñoso en plena mejilla. Juana se quedó tan sorprendida que me miró confusa durante unos segundos, sin saber qué hacer. Luego, muy digna, giró sobre sí misma y se alejó en dirección a la iglesia.

Por el camino saludé a varias hermanas rezagadas que llegaban tarde a la oración. En el fondo, me encantaba pasear sola por aquel recinto fresco y limpio, lleno de historia, y me pregunté con curiosidad cuántas monjas habrían acudido corriendo a los rezos por aquellos pasillos, a esas mismas horas, a lo largo de los siglos. ¡Qué vida más rara! Por muy hermoso que fuera el monasterio, no podía entender que alguien se encerrara allí para siempre renunciando a todo lo que había de bueno (y de malo) en el exterior.

Mis manos temblaban cuando abrí la puerta del calabozo y tuve que respirar hondo varias veces para controlar mi pulso acelerado. ¡Qué tontería! Durante las operaciones más peligrosas, en los momentos de mayor riesgo, los latidos de mi corazón permanecían inalterados, proporcionándome la frialdad necesaria para adoptar las decisiones más correctas. Sin embargo, ahora, a punto de despegar dos vulgares telas, estaba nerviosa y excitada como una tonta.

Sobre una mesa italiana de nogal del siglo XVI, con patas en forma de «as de copas», extendí un amplio pliego de papel vegetal y, sobre él, puse el lienzo de Krilov invertido. Luego, con ayuda de unos bastoncillos para las orejas humedecidos con agua y de una pequeña espátula, comencé a despegar las dos telas tan rápidamente como me permitía la vieja resina utilizada para el encolado. Incluso antes de haber terminado el proceso, que me llevó unos diez minutos, ya me había dado cuenta de que el extraño reentelado era, en realidad, otra pintura distinta adherida a la de Krilov y, cuando por fin terminé de separarlas y levanté en el aire el falso refuerzo, me encontré ante un segundo cuadro que nada tenía que ver con el original. Como no podía verlo bien con aquella pobre iluminación, salí del calabozo buscando en el claustro la claridad del día, tan sorprendida y desconcertada que no me preocupé de comprobar si alguna monja despistada andaba por allí en aquel momento. Debía ofrecer una imagen curiosa, saliendo de la celda con paso apresurado y con los brazos completamente extendidos, como un crucificado, para mantener desplegada la pintura frente a mis ojos.

Un viejo de larga barba y rostro maligno levantaba la cabeza y miraba hacia lo alto desde el fondo de lo que parecía un pozo lleno de lodo que le llegaba hasta la cintura. Por debajo de los brazos, unas gruesas cuerdas tiraban hacia arriba de él, que se dejaba izar sin cambiar la expresión de odio de su mirada. La imagen era tenebrosa, sin matices y bastante mal ejecutada, como hecha por la mano torpe de un aficionado. En la parte superior, una cartela de forma oval, envuelta por un falso marco de volutas, exhibía una inscripción indescifrable en hebreo, y abajo, a la derecha, aparecía el nombre del artista, un tal Erich Koch, y la fecha, 1949. ¡Qué extraño que alguien hubiera pegado aquel engendro en el dorso de una obra como los
Mujiks
de Krilov! Por fortuna, había llevado conmigo la cámara de fotografiar, así que disparé varias instantáneas desde distintos ángulos con la idea de enviárselas a Roi.

Guardé el Krilov en el portalienzos y puse mi hallazgo en otro tubo de láminas que tenía por allí. Estaba deseando llegar a casa para informar al Grupo del resultado de mi hazaña. Bueno —me dije contenta—, el misterio está resuelto.

A media tarde recogí las fotografías de la tienda de revelado en una hora que hay junto a la catedral y las pasé rápidamente por el escáner para mandarlas a Roi por
e-mail
. Como no terminé de aclararme con los formatos de las imágenes, puse tanta calidad en la resolución que estuve más de media hora enviando el mensaje. A las diez de la noche, después de haber estado comprobando el correo cada veinte minutos, desistí de que el príncipe Philibert diera señales de vida y apagué el ordenador. Luego, durante la cena, Ezequiela, que tenía un no sé qué raro en la mirada, estuvo contándome los cotillees y novedades de la jornada. Cuando terminamos de recoger la mesa, la dejé con la palabra en la boca y me retiré a mi habitación: tenía ganas de leer un rato antes de dormir y el
Viaje al fin de la noche
de Louis-Ferdinand Céline me llamaba a gritos desde la mesilla de noche. Pero Ezequiela, que, al parecer, no me lo había terminado de contar todo, apareció inesperadamente con una gran taza rebosante de leche caliente que le sirvió de excusa para entrar y sentarse a los pies de la cama.

—Nunca hasta ahora te había dicho lo que te voy a decir... —empezó, y a mí aquello me disparó la luz roja de alarma.

—Bueno, pues no me lo digas. Estoy segura de poder seguir viviendo sin saberlo.

—¡No seas rebelde, niña! Suspiré con resignación.

—Está bien, habla... —acepté, arreglándome el embozo de la sábana y dejando el libro a un lado con gran dolor de mi corazón.

—Llevo un tiempo pensando que a ti lo que te hace falta es casarte.

—¡Vale, se acabó! —exclamé incorporándome a medias y amenazándola con el grueso lomo del
Viaje al fin de la noche
—. ¡Hala, ya puedes irte! ¡Buenas noches!

—¡Ana María, cállate!—gritó. Indudablemente, no le hice caso.

—¿Pero tú te crees que es normal —vociferé— que tengamos este escándalo a estas horas de la noche? ¡Los vecinos van a pensar que nos hemos vuelto locas!

—Pero si aquí la única que grita eres tú… —protestó bajando de golpe el volumen y usando su vocecita de amable anciana gravemente ofendida..

—¡Ah, claro! ¿Tú no estás gritando, verdad?

—¿Yo? —se sorprendió—. ¡Naturalmente que no!

—Ezequiela, vas a volverme loca, de verdad.

—Si me escucharas sin discutir —dijo con mucha dignidad y totalmente cargada de razón, pasando la palma de la mano sobre la colcha para alisar una arruga invisible—, no tendríamos que llegar siempre hasta este punto.

Ahí ya sí que no me pude tragar la indignación.

—¿Pero de qué maldito punto estás hablando? Entras a traerme un vaso de leche caliente y, de repente, me encuentro inmersa en la guerra de Troya.

—Sólo quería que hablásemos sobre tu reloj biológico.

—No deberías ver tanta televisión —refunfuñé—. Eso del reloj biológico no te pega nada.

—Ana María, estás a punto de cumplir treinta y cuatro años. Antes de que te des cuenta se te habrá pasado la edad de tener hijos.

—Te recuerdo que Rosario Aliaga, mi ginecóloga, ha tenido su primer hijo a los cuarenta.

—¿Y tú tienes que hacer lo mismo que hace tu ginecóloga? ¡Pues mira qué bien!

La observé con atención durante unos instantes. En todo aquello había algo que no encajaba. Su redonda y hundida barbilla temblaba imperceptiblemente y en sus ojos un brillo cristalino delataba un mar de lágrimas reprimidas. Sin darme cuenta, alargué la mano y cogí la suya, que descansaba sobre la colcha.

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