El salón de ámbar (22 page)

Read El salón de ámbar Online

Authors: Matilde Asensi

—¿Y dónde has metido todo el dinero que hemos ganado con nuestras operaciones? ¡Es mucho, Roi! No puede ser que hayas llegado a estar tan arruinado.

—Sí, mi querida niña —confirmó, dulcificando por fin el gesto y la voz—. Completamente arruinado. Había especulado peligrosamente en ciertos mercados de alto riesgo y salió mal. Aguanté todo lo que pude, pero, al final, me hundí.

—Armas —declaró lacónicamente Melentiev.

—¿Armas…? —No podía creer lo que estaba oyendo. ¿Roi metido en el tráfico de armas?

—Bueno, armas y algunas otras cosas —nos aclaró un poco azorado—. No importa. El caso es que salió mal. Entonces recibí la visita de Vladimir. Conocía la existencia del Grupo de Ajedrez desde muchos años atrás, prácticamente desde que lo fundé en los años sesenta con ayuda de tu padre, Cávalo, y también del tuyo, Peón. El KGB siempre ha sabido que yo era un ladrón de obras de arte, aunque no me vincularon con el Grupo hasta más tarde. —¡Saben quiénes somos! —exclamó José, aterrado. La seguridad de Amalia se me atravesó en el estómago: ¡la niña podía estar en peligro!

—¡No, eso no! —profirió Roi—. Sólo me conocían a mí. En aquellos tiempos, yo no trabajaba únicamente con el Grupo de Ajedrez. De hecho, si lo fundé, fue para encubrir otras actividades que llevaba a cabo yo solo. Vuestros padres, por ejemplo, nunca supieron que realizaba operaciones al margen. A veces, incluso, preparaba para ellos algún robo que me servía para ocultar otro más importante.

—El príncipe Philibert de Malgaigne-Denonvilliers —silabeó lentamente Melentiev con su acusado acento ruso— era una celebridad en el KGB. Creíamos que actuaba solo, hasta que los ordenadores relacionaron los robos del Grupo de Ajedrez con sus movimientos. Estaba muy vigilado —terminó.

—¡No puedo creer lo que estoy oyendo! —tronó José, apretándome los brazos con más fuerza—. ¡No puedo, Ana, no puedo creerlo! ¡Nos ha traicionado!

—¿Y de qué conocías a Melentiev? —pregunté exasperada—. ¿Por qué nos metiste en esto? ¿Por qué ahora?

La idea de la muerte no entraba en mi duro cerebro. No recuerdo haber creído ni por un instante que iba a morir. Quizá, eso sí, me angustiaba que le hicieran daño a José. Perderle tan pronto no entraba en mis planes. No sé si es que la mente tiene extraños recursos defensivos y no ve lo que no quiere ver, o que yo sabía, por alguna premonición inexplicable, que todavía no había llegado mi hora. —Bueno, lo cierto es que a Melentiev lo conozco desde hace mucho tiempo. Hemos trabajado juntos en alguna ocasión, ¿verdad, Vladimir? —El ruso asintió con Ja cabeza y se cerró el cuello de la discreta americana verde con una mano. El desgraciado tenía un frío de mil demonios—. Mi viejo amigo es un ruso cabal y orgulloso. Su espíritu capitalista no soporta la miseria de sus compatriotas. Cree que Yeltsin es un inepto, un pelele puesto al frente de su país por Estados Unidos, que le mantiene en el poder a cualquier precio, ayudándole a salir de los atolladeros en los que él sólito se mete por su incompetencia. Vladimir cree que la salud de Yeltsin no aguantará hasta las elecciones presidenciales del año 2000. Por eso necesita urgentemente el Salón de Ámbar… —Se quedó en suspenso unos instantes, como dudando, y luego continuó—. Pocos días antes de morir en Barczewo, Erich Koch le habló
del Jeremías
. Le dijo que muchos años atrás, antes de ser capturado, había pintado un cuadro en el que había escondido las claves para encontrar sus tesoros, pero que ni él ni nadie lo encontraría jamás. Le dijo que estaba muy bien escondido detrás de otro cuadro. Vladimir no informó a sus superiores acerca de esta última fanfarronada de Koch, que muy bien podía ser cierta. Durante años realizó investigaciones por su cuenta hasta que descubrió la existencia de Helmut Hubner. Hubner fue quien pilotó desde Kónigsberg a Buchenwald el Junker 52 a bordo del cual viajaron los paneles del Salón de Ámbar. —Se detuvo de nuevo y miró a su alrededor—. Todas estas maravillas que veis aquí llegaron por tierra, en camiones, pero el Salón de Ámbar vino volando desde Prusia. Era la forma más segura y discreta. Hubner nunca supo lo que transportó en aquel vuelo, pero Vladimir ató cabos y lo adivinó. De ahí al regalo de Koch, el
Mujiks
de Krilov, como agradecimiento a Hubner por haberle alojado en su casa de Pulheim, en Colonia, durante cuatro años (hasta que fue detenido por los aliados), no había más que un paso. Cuando vino a verme, hacía ya mucho tiempo que Vladimir conocía la existencia del
Jeremías
detrás del
Mujiks
. Pero Hubner se había negado en redondo a vender el lienzo de Krilov y, además, aunque lo hubiera vendido, habría sido imposible para Melentiev descifrar las claves de Koch y llegar hasta este magnífico escondite. Era un desafío que el Grupo de Ajedrez sí podía afrontar, y yo le aseguré que nosotros lo conseguiríamos, que encontraríamos el Salón de Ámbar. Y ya veis que no me equivoqué —sonrió con orgullo—. Ahora, Vladimir podrá entregar el salón a su propio candidato a la presidencia de Rusia, Lev Marinski, del Partido Nacional Liberal (de corte ultranacionalista, debo añadir), a quien, sin duda, este increíble golpe de efecto ayudará mucho en las próximas elecciones. Seguro que se hará con la victoria y que sabrá ayudar a sus amigos cuando tenga el poder.

—¡SUÉLTALOS, ROI! —gritó a pleno pulmón la voz de Läufer—. ¡SUÉLTALOS AHORA MISMO O MATO A MELENTIEV!

Me había llevado un susto de muerte. José también se sobresaltó ostensiblemente a mi espalda. ¡Läufer! ¡Läufer estaba allí! Aquello empezaba a parecer una reunión del Grupo. El bueno de Heinz había entrado sigilosamente en la nave mientras Roi se explayaba a gusto contándonos los entresijos de la que empezó siendo Operación Krilov y, aprovechando la colocación rezagada de Melentiev, le había apresado, poniéndole al cuello un peligroso punzón que había cogido del almacén de comida y herramientas. A partir de ese instante, los acontecimientos se desarrollaron vertiginosamente: el desconcierto creado por la sorprendente aparición de Läufer fue muy bien utilizado por José, que se abalanzó sobre Roi y le desarmó fácilmente. Roi era un viejo de setenta y cinco años, helado de frío y falto de reflejos, así que no opuso ninguna resistencia, rindiéndose sin forcejeos. También yo aproveché bien la situación, desarmando de una certera patada a uno de los guardaespaldas de Melentiev, mientras el otro se quedaba paralizado como una estatua por miedo a que Läufer atravesara el cuello de su jefe con el afilado pincho de hierro.

Así que, en cuestión de unos segundos, la situación había dado un giro completo. Ahora, José amenazaba a Roi con la pistola, Läufer seguía reteniendo a Melentiev y yo estaba maniatando, con las correas de cuero de unos fardos cercanos, a los muchachotes rusos.

—No te atreverás a matarme, Cávalo —afirmó Roi muy sonriente, mirando fijamente a su guardián.

—No apuestes nada por ello —le respondió José, clavándole el cañón de la pistola en las costillas.

Yo sabía que Roi tenía razón, que José no sería capaz de hacerlo, por eso me apresuré con las ataduras de Pável y Leonid y corrí a maniatar al príncipe. Quería que José soltara el arma; me repugnaba verle con esa cosa negra en la mano. También sabía que Läufer no podría hacerle daño a Melehtiev, así que me di mucha prisa con el príncipe Philibert y fui rápidamente hacia el mafioso. En un santiamén todos estaban maniatados y sentados en el suelo, apoyados contra una montaña de cajas llenas de cuadros.

Sólo entonces me abracé a Läufer como una loca, llorando de alegría.

—¡Cómo me alegro de verte! ¡Cómo me alegro de verte! —repetía una y otra vez entre beso y beso. No es que yo sea muy expresiva con mis afectos, pero hay momentos en que la situación me desborda y no puedo evitar hacer el ridículo. Gruesos goterones me resbalaban por las mejillas hasta caer en la camisa del bueno de Heinz, que me estrechaba también, emocionado. Sólo después de mucho rato me di cuenta de que el pobre estaba temblando como una hoja. Me separé, me sequé los ojos y le observé—. ¡Estás congelado, Läufer!

—¡Aquí hace mucho frío! —castañeteó entre dientes.

—¡Vamos al despacho!—propuso José.

—¿Y qué hacemos con esos cuatro? —pregunté, volviéndome a mirarlos. Los ojos de Roi se cruzaron, burlones, con los míos. Debí sospechar entonces que estaba tramando algo, pero, desgraciadamente, no lo hice. Me sentía mucho más preocupada por Heinz. Sabía, eso sí, que teníamos un grave problema con ellos: matarlos, no los íbamos a matar, eso estaba claro, pero tampoco podíamos entregarlos a la policía, ni dejarlos allí, ni llevarlos con nosotros, porque, sin duda, una vez arriba, intentarían liquidarnos en cuanto tuvieran ocasión.

—¡Que se queden ahí! —respondió José con desprecio, alejándose con Läufer—. Dentro de un rato les bajaremos algo de comida.

Una punzada me atravesó el corazón y no fui capaz de marcharme sin haber dejado caer sobre Roi y sus estúpidos compañeros un puñado de pesadas y preciosas vestiduras imperiales. Eso, al menos, les quitaría el frío. Luego, me fui. Eché a correr en pos de José y^ de Heinz que ya habían atravesado el Salón de Ámbar.

Cruzamos el cuartel, subimos por la mina y alcanzamos el despacho de Sauckel con tanta alegría como si fuera un viejo hogar. Allí estaban nuestras mochilas, y también el hornillo, sosteniendo todavía la cazoleta con los restos de cera. José arrancó la chaqueta de cuero negro del perchero y se la puso a Heinz por los hombros, no sin antes haberle dado un par de buenos guantes y el jersey que guardaba para ponerse cuando saliéramos al exterior. En el despacho hacía bastante calor, un calor húmedo y pegajoso, pero nuestro héroe tenía el frío metido en el cuerpo desde que había cruzado la red de alcantarillado a toda velocidad para llegar hasta nosotros.

Mientras preparábamos unos platos abundantes de puré de patatas con extracto de carne, Läufer nos explicó que su milagrosa aparición había sido obra de una intrépida jovencita llamada Amalia. La boca de José se abrió desmesuradamente y yo dejé de remover el puré para soltar una exclamación de dolor y chuparme el dedo que acababa de quemarme con el borde del recipiente metálico.

—¿Amalia…? —preguntó estupefacto el padre de la artista.

—¿Tu hija se llama Amalia, no? ¡Pues esa misma!

—¿Qué demonios…? —empecé a decir, pero Läufer me cortó.

—Veréis, ¡yo no tenía ni idea de todo esto! —exclamó, señalando con la barbilla todo el despacho—. No sabía que estabais aquí. Desde la última reunión del Grupo, el 11 de octubre, no había tenido noticias de nadie, así que ayer jueves por la mañana se me ocurrió mandar un
e-mail
a Roi para preguntarle cómo iba el asunto de Weimar.

—¡Roi nos dijo que estabas demasiado ocupado para colaborar con nosotros! —le conté—. Creímos que te habías negado a participar.

—¡Pero si yo no sabía nada! —insistió—. A mí no me dijo nada.

José y yo cambiamos una mirada de inteligencia. Roi nos había engañado desde el principio.

—En fin… —prosiguió—, la cosa es que por la noche me subía por las paredes. Roi no había contestado a mi mensaje y hacía más de un mes que no tenía noticias. Así que te mandé un
mail
a ti, Ana, utilizando tu dirección normal de correo electrónico, la de tu servidor. Ya sabes que todos los mensajes entre nosotros pasan por el ordenador de Roi, de modo que no tuve más remedio.

—¡Me enviaste un mensaje sin codificar! —me alarmé.

—¡Bueno, no es tan grave! —protestó dando buena cuenta de la primera cucharada de puré caliente—. ¡No te decía nada peligroso!

—¡Eso no importa, Läufer! ¡Es una irresponsabilidad por tu parte!

—¡Pues esa irresponsabilidad te ha salvado la vida! —se defendió con la boca llena—. Porque no sé si lo sabrás, pero la hija de José se pasa el día delante de tu ordenador y, gracias a eso, recibió y leyó mi mensaje.

—¿Ha estado leyendo mi correo privado? —me escandalicé, mirando a su padre con ojos asesinos.

José hizo un ruidito apaciguador con los labios y me cogió de la mano.

—Amalia me contestó inmediatamente, muy asustada. Me dijo que estabais aquí desde hacía once días y que creía que yo lo sabía. En cuanto me repuse del ataque de pánico (al principio creí que era una trampa de la policía), le mandé urgentemente otro
mail
citándola en un canal codificado y con clave del IRC. ¡Tu hija sabe mucho de informática, José! ¡Me gustaría conocerla! Tendríamos mucho de que hablar… Por supuesto, en cuanto los dos estuvimos dentro del canal bloqueé las entradas y la acribillé a preguntas. Tenía que comprobar que era quien decía ser y que lo que intentaba contarme era cierto. Lo primero que hice fue mandar un
troyano
a tu máquina, Ana, para averiguar de quién era el ordenador que tenía al otro lado. Eché un vistazo y me quedé más tranquilo: todas tus cosas estaban allí dentro.

Empezaba a sentirme como un insecto bajo la lupa de un equipo de científicos locos. Ya no había privacidad en mi vida, me lamenté. Mi ropa interior había sido expuesta al público.

—¿A que no sabéis cómo averigüé que era la verdadera Amalia…? —José y yo negamos pacientemente con la cabeza. Heinz sonrió muy ufano—. Le pregunté qué contenía el paquete que había enviado para ella desde Alemania. Me dijo que una muñequita de hojalata que se deslizaba por una pista nevada, una
Marklin
fabricada en 1890. ¡Bingo! ¡No me negaréis que fue una pregunta genial! —José y yo le confirmamos su genialidad con la cabeza—. Bueno, el resto ya lo podéis imaginar. Me contó toda la historia y nos dimos cuenta de que corríais un gran peligro. Una chapuza como la que había organizado Roi no podía significar otra cosa. Cogí el coche y, sin dormir, me vine a Weimar. Amalia me había indicado qué entrada a las galerías debía utilizar para caer lo más cerca posible de este sitio.

Sentí curiosidad y le pregunté cuál era.

—¡No te lo creerás! —me dijo con los ojos brillantes.

—Inténtalo.

—¡Estamos exactamente debajo del campo de concentración de Buchenwald!

—¡Qué!

—¡Te lo aseguro! Debajo mismo del campo, en un paraje llamado Ettersberg.

Mil ideas cruzaron mi cabeza en décimas de segundo. ¡Así que el Gauforum y el KZ Buchenwald estaban comunicados por túneles bajo tierra! ¡Así que no era debajo del Gauforum donde se escondía el Salón de Ámbar, sino debajo de Buchenwald!

—Entré por una boca de alcantarilla que hay en la Blutstrasse
[10]
, el camino que comunica Weimar con el campo, construido con hormigón por los propios presos, y...

Other books

Stranger by the Lake by Wilde, Jennifer;
Death Qualified by Kate Wilhelm
Acceptable Losses by Irwin Shaw
Las maravillas del 2000 by Emilio Salgari
The Dark Path by James M. Bowers, Stacy Larae Bowers
The Visitant: Book I of the Anasazi Mysteries by Kathleen O'Neal Gear, W. Michael Gear
Casino Infernale by Simon R. Green