El salón de ámbar (15 page)

Read El salón de ámbar Online

Authors: Matilde Asensi

Al fondo, sobre una amplia mesa de despacho de caoba, podía verse el ordenador, la impresora, el escáner y las múltiples conexiones por cable que iban desde el cajetín del teléfono, situado a ras de suelo, hasta un agujero en el techo que debía dar a la habitación de Amalia.

Como la mesa estaba apoyada directamente contra el muro de la pared, para no tener una vista tan pobre, José había colgado sobre él una antigua litografía en la que podía verse el dibujo de un viejo mecanismo de reloj. Se apreciaban con claridad los principales elementos del movimiento: la pesa, el escape y el péndulo, y había anotaciones explicativas garabateadas en los lados. Creo que debió percibir la envidia reflejada en mi rostro.

—¿Te gusta...? —me preguntó—. Es una ilustración de un manual de relojería de Ferdinand Berthoud, de la primera mitad del siglo XVIII.

—Es preciosa.

—Gracias. Te regalaré una copia. Ven, siéntate aquí, en mi sillón. Yo me sentaré en la silla.

Estuvimos trabajando intensamente hasta la hora de la comida. En realidad, yo era la que proponía y él apuntaba diligentemente mis palabras en una libreta de notas. Empezamos, como es lógico, organizando el viaje. Yo dije que sería conveniente hacer todo el trayecto en alguno de nuestros coches, sobre todo para no dejar rastros, ya que, de ese modo, era posible ir y volver sin que nadie se enterara. Además, podíamos cargar todo el material en la parte trasera del vehículo y abatir los asientos para descansar alternativamente.

José levantó el bolígrafo en el aire.

—¿No pararemos para dormir en algún cómodo hotel con una cama enorme para los dos y una ducha?

—Lo siento —dije con una sonrisa—, pero tengo por norma no dormir jamás en ningún establecimiento público cuando estoy haciendo un trabajo. Es mucho más limpio llegar, hacer lo que hay que hacer y marcharse inmediatamente. De ese modo, nadie llega a saber que has estado allí.

—¡Ah!

—Una vez en Alemania, deberíamos cambiar nuestro vehículo por otro con matrícula de aquel país (que debería proporcionarnos Läufer), de forma que pudiéramos dejarlo aparcado varios días en una calle cualquiera sin que despertara sospechas.

—¿Por qué no en un aparcamiento público?

—Por los encargados. A todos los encargados de los aparcamientos les llama la atención el ticket de un coche estacionado más de veinticuatro horas.

—Vale.

—El material deberemos llevarlo guardado en mochilas impermeables de bastante capacidad, y mejor si son de espalda acolchada y con suspensión ajustable, porque tendremos que cargar con ellas muchos días. Necesitarás un traje de supervivencia en el mar como el que uso yo habitualmente. Son cómodos, mantienen el calor del cuerpo y evitan la humedad. Imagino que en esas dichosas cloacas, hará un frío de mil demonios y no podemos ir cargados con montañas de ropa.

—¿Dónde compro un traje de ésos?

—Pues, a ser posible, lejos de Oporto. Baja a Lisboa y busca en las tiendas de náutica.

—Toda la costa de Portugal está llena de esa clase de tiendas.

—Pues entonces lo tienes fácil. Seguro que lo encuentras enseguida. Cómpralo de color negro. ¡Ah, y también un gorro de baño del mismo color!

—¿Con adornos, como flores y cosas así?

—¡No, tonto! —repuse golpeándole con un lápiz—. De reglamento. Liso y de goma.

Le expliqué pormenorizadamente todas las piezas de mi equipo para que pudiera adquirirlas por su cuenta. También necesitaríamos botas, unas buenas botas con interior de alveolite, para aislar los pies de la humedad y el frío. Lo único que no iba a poder comprar serían los intensificadores de luz, pues su distribución y venta estaba controlada por el ejército, aunque podría conseguir otros de inferior calidad y menor potencia en alguna tienda de artículos de pesca. En cualquier caso, para aquel trabajo no le iban a hacer falta. Sería mucho más cómodo utilizar un par de linternas frontales con potentes bombillas halógenas. Deberíamos llevar, pues, una buena remesa de pilas alcalinas.

Volvió a levantar el bolígrafo en el aire, pidiendo la palabra.

—¿Y no nos cambiaremos de ropa alguna vez? Por higiene, ya sabes.

—Lo siento, pero no. No podemos llevar tanta carga. Cuando salgamos de allí y volvamos a casa, podrás ducharte, afeitarte y ponerte ropa limpia.

—¡Acabaremos oliendo a rata muerta! Aunque, quién sabe —recapacitó—, a lo mejor resulta afrodisíaco.

Luego hablamos de la comida. Era, quizá, el asunto más importante, pues no saldríamos al exterior hasta no haber recorrido todo aquel sucio dédalo de galerías. Tendría que ser comida ligera y nutritiva, de poco peso, como purés liofilizados, preparados secos de verduras y carne y leche en polvo. Para preparar tan espléndidos manjares, sobraría con una cocinilla de camping, a ser posible plegable y que se adaptara a la carga de gas más pequeña. También tomaríamos complejos vitamínicos y proteínicos, y, si, como yo pensaba, aquellos túneles tenían suficiente humedad para llenar varios estanques de ranas, la cantidad de agua que tendríamos que acarrear sería relativamente pequeña, sólo la imprescindible para preparar las comidas, pues nuestros cuerpos tendrían más que suficiente, y, en todo caso, repondríamos líquidos con bebidas isotónicas, cargadas de sales minerales.

Llevaríamos también un par de buenos y calientes sacos de dormir, un botiquín, una brújula digital, un telémetro manual para medir distancias, un pequeño magnetómetro portátil para leer detrás de las paredes y un equipo de radio —con sus correspondientes baterías de repuesto— para mantenernos en contacto con el exterior, ya que los teléfonos móviles, por muy potentes que sean, no funcionan ni en los túneles ni bajo tierra.

—¿Con qué exterior? —preguntó José levantando la mirada de la libreta de notas. La imagen de Amalia acudió a nuestras mentes.

—Con Läufer, por supuesto —precisé.

—¿Con Heinz…? ¿Se lo has preguntado?

—Bueno —repuse mordiéndome el labio—, no creo que tenga que gustarle. Sólo tiene que hacerlo.

—Me temo que no va a querer. Él ya cumple su parte en el grupo, Ana, que no es precisamente la de arriesgar el pellejo en directo.

—¡Pero alguien tiene que servirnos de enlace! —objeté—. No vamos a estar allí abajo durante Dios sabe cuánto tiempo sin que nadie del Grupo nos vigile. Podemos perdernos o caer heridos y quedarnos enterrados bajo tierra para siempre.

La única solución era dejar que Roi lo resolviera por su cuenta, así que, sin abandonar nuestro trabajo, le enviamos un mensaje urgente planteándole el problema. Cávalo programó la máquina para que se conectara automáticamente cada media hora y cargara el correo entrante. José continuó tomando notas, íbamos a necesitar una buena caja de herramientas, así como una minitaladradora, un desoldador, un detector de metales, rollos de cuerda, arpones, ganchos, estribos, poleas, puños de ascensión, mascarillas, guantes reforzados… La lista era interminable.

—Y pintura para marcar los lugares por donde vayamos pasando —añadió José.

—¿No prefieres un hilo de Ariadna o un rastro de miguitas de pan? —me burlé—. Tranquilo, creo que con un papel y un bolígrafo será suficiente.

Repartimos las compras y señalamos lo que cada uno aportaría. Decidimos que su coche, un Saab gris oscuro con una plaza de toros por maletero, era más apropiado que el mío para el viaje.

También el dinero era una cuestión fundamental. Si cambiábamos escudos o pesetas por francos y marcos, la operación quedaría inmediatamente registrada en nuestros bancos. De acuerdo con mi rigurosa forma de trabajar, las compras de divisas y las tarjetas de crédito estaban radicalmente eliminadas; el dinero para comer y para gasolina debía ser limpio, así que, nada más cruzar la frontera con Francia, se imponía un encuentro con Roi para que nos entregara una cantidad suficiente de francos que nos permitiera llegar hasta Alemania, y una vez allí, Läufer, en el momento de cambiar los coches, debería entregarnos una cantidad similar en marcos. No veía la hora de que empezara a funcionar la moneda única europea, el dichoso euro, para terminar de una vez por todas con estos agotadores quebraderos de cabeza.

En la siguiente conexión del ordenador de José, salió otro mensaje para Roi con las nuevas necesidades. Pero no hubo ninguna respuesta a nuestro
mail
anterior.

Seguimos trabajando durante media hora más. Eran ya cerca de las doce del mediodía y debíamos ir pensando en subir a comer, pero todavía faltaba por resolver alguna menuda cuestión.

—Necesitamos un buen mapa de carreteras de Francia, otro de Alemania y un plano detallado de la ciudad de Weimar.

—Los compraré esta semana —afirmó José distraído, trazando, por fin, una larga raya al final de la lista.

—No. Quiero decir que los necesitamos ahora. Deberíamos planificar nuestra ruta y conocer el trazado de las calles por las que tendremos que movernos.

—¡Vaya, pues sí que es raro, pero no tengo ningún mapa de ésos en este momento!

—¡Pero yo sí, papá!

Si me hubieran pinchado no me habrían sacado ni una gota de sangre. José me miró fijamente, con los ojos desorbitados y luego, muy despacio, levantó la cabeza hacia el techo, hacia el lugar del que procedía la voz apagada de la niña.

—¿Amalia…? —preguntó incrédulo.

—¿Sí, papá?

—Amalia, ¿estabas escuchando?

—Habláis muy fuerte y por el agujero del cable se oye todo.

—¡Lo que me faltaba! —exclamé soltando una carcajada.

—¡Amalia! —gritó su padre, enfadado—. ¡Baja al taller ahora mismo! ¡Tú y yo tenemos que hablar! No hubo respuesta.

—¿Me has oído, Amalia?

—Sí, papá.

—¡Pues baja!

De nuevo se hizo el silencio. La niña debía haber emprendido el largo y trágico camino hacia la reprimenda de su padre.

—Si quieres me voy, José.

Me miró largamente, meditando, y justo cuando la puerta de comunicación del taller con la casa se abría dando paso a Amalia, me dijo muy serio:

—No, quédate. Va a tener que acostumbrarse a ti… Y tú también vas a tener que acostumbrarte a ella.

—Pero quizá éste no sea el mejor momento…

—Ya estoy aquí —anunció Amalia al ver que no le hacíamos caso. Se había plantado frente a los dos, muy digna, con los brazos cruzados en la espalda. José se la quedó mirando con el ceño fruncido y los ojos fríos como el hielo.

—¿Por qué estabas escuchando nuestra conversación?

—No la estaba escuchando a propósito. Yo trataba de estudiar pero vuestras voces y vuestras risas se colaban por el agujero del cable.

—¿Y qué es lo que has oído exactamente? —la interrogué. Tuve buen cuidado de poner una nota apaciguadora en mi voz.

—Todo.

—¡Todo!—bramó José.

Amalia bajó la cabeza. No creo que lo sintiera de verdad, pues debía haber pasado una mañana muy entretenida escuchando lo que hablábamos, pero aplacar a su padre mostrando sumisión era una buena táctica. Yo también la había empleado a menudo con el mío, y eso que, por dentro, hervía de indignación y orgullo herido.

—No lo he hecho con mala intención —musitó—. Si no hubiera querido que me descubrierais, no me habría ofrecido a ayudaros.

—Pues a pesar de tu buena fe y de tu admirable interés, comprenderás que…

—¡No puedes castigarme otra vez, papá! ¡Ya me castigaste anoche!

—¡Pero si es que no paras, es que haces una detrás de otra!

Y en este punto ambos pasaron al portugués, enzarzándose en una violenta discusión de la que ya no entendí nada. De todos modos, por el tono de las voces, comprendí con sorpresa que José estaba perdiendo.

Finalmente, después de un rato que se me hizo eterno, las miradas del padre y la hija recayeron al mismo tiempo sobre mí, lo que me llevó a sospechar que habían dicho algo que me concernía.

—Está bien, Amalia. Ofréceselo.

—¿Ofrecerme qué? —inquirí.

—Los mapas y el plano de Weimar. Los bajó anoche de Internet suponiendo que hoy nos harían falta y, por lo visto, ha mejorado la resolución y ha hecho un programita, un pequeño motor de búsqueda, para que nos resulte más fácil localizar nuestra ubicación y la zona que queramos estudiar.

—He reunido los datos de varios tipos de mapas —explicó Amalia con voz firme—, de manera que tenéis una gran cantidad de información disponible pinchando con el ratón ó introduciendo el nombre o parte del nombre de lo que buscáis. Además, te da la mejor ruta para llegar a un punto si le indicas dónde te encuentras. Sonreí y me acerqué a ella.

—Amalia —intenté poner una mano sobre su hombro, pero se retiró como si mi contacto le escociera; la sonrisa se me apagó en los labios—, tienes todas las papeletas para ocupar el puesto de Läufer en el Grupo cuando seas mayor.

Creo que ésa fue la primera vez que Amalia me miró directamente a los ojos y me sonrió. En aquel instante, aunque aún no lo supiera, me había ganado su corazón. Por lo visto, había acertado de lleno en el centro de sus máximos deseos.

—Si quieres —me dijo—, te enseño cómo funciona. Puedes imprimir el área que desees al tamaño que te apetezca. Mira.

Poco después llegó el
mail
que estábamos esperando. Roi nos advertía de entrada que Läufer quedaba excluido de cualquier tarea, que ya había hecho suficiente en esta operación y que estaba demasiado ocupado para andarse perdiendo el tiempo en Weimar mientras nosotros recorríamos las malditas catacumbas. Por supuesto, José y yo nos quedamos perplejos por el tono empleado por Roi, pero supusimos que Läufer había respondido de manera mucho más violenta cuando le fueron planteadas nuestras necesidades. No obstante, después de la pequeña filípica, el príncipe Philibert nos tranquilizaba: él personalmente se haría cargo de todo. Nada más cruzar la frontera encontraríamos, en algún lugar previamente convenido, tanto los francos franceses como los marcos alemanes que nos iban a hacer falta, así como las llaves de un buen coche alemán y las instrucciones necesarias para poder encontrarlo y cambiarlo por el nuestro. En cuanto le diéramos las fechas del viaje, pondría el plan en marcha y, mientras estuviésemos bajo tierra, él permanecería, con nombre supuesto, en el hotel Kempinski de Weimar, dispuesto a recurrir a quien hiciera falta para sacarnos de las galerías si llegaba a suceder algún desgraciado accidente.

José puso al horno una enorme dorada y yo le ayudé preparando una guarnición de cebolla y patata que le iba a sentar divinamente al pescado. Amalia ayudó en todo y también puso la mesa, mostrándose tan encantadora —como si un hada buena le hubiera echado un encantamiento— que su padre la miraba con verdadera adoración. El programa informático que había creado para nosotros era realmente bueno y yo sabía que el pecho de José estallaba de orgullo paterno. Me dije con resignación que, para una vez que me enamoraba de verdad, había ido a elegir a un respetable progenitor y me recriminé por no haberme fijado un poco más y haber escogido a alguien que se encontrara realmente solo en esta vida. Pero cuando, en un descuido, José me besó en los labios, se me borraron todos estos malos pensamientos de la cabeza.

Other books

Den of Sorrows by Quinn Loftis
Oath of Gold by Moon, Elizabeth